Mientras sus compañeros dormían envueltos en mantos viejos, Daniel vigilaba con Marcos y Juan los rebaños de ovejas esparcidos por los pastos más próximos. A pesar de que era todavía un niño, su genio despierto lo animaba a cumplir de buen grado aquel encargo. Se había incorporado a la cuadrilla de pastores de la mano de un tío suyo, quien lo había adoptado como hijo desde que se quedara huérfano. Siempre le habían sorprendido a Simón, que tal era su nombre, el buen ánimo y la pronta diligencia con que el sobrino realizaba las labores que se le encomendaban; casi parecía que hubiese nacido con una facultad natural para adaptarse a cualquier trabajo, para tomarlo como un deber del que no había de desentenderse por ningún motivo.
Era una noche serena de primavera, con un cielo de zafiro tachonado de numerosas estrellas. Daniel ya estaba acostumbrado a vérselas con aquella misión y, lejos de parecerle ingrata, la consideraba como una oportunidad para vivir una experiencia que para él resultaba siempre fascinante, con un cielo profundo que sugería la presencia misteriosa de otros cielos lejanos, colocados en un orden perfecto de escalas y de espacios cada vez más oscuros y secretos. En muchas ocasiones le había parecido que emprendía un viaje en el tiempo, un vuelo imaginario hacia el origen mismo del universo, hacia un arcano que dejaba su espíritu sumido en un vertiginoso desconcierto. Lo desconocido era lo que más le atraía, lo que más interés despertaba a su mente inquieta. Las horas transcurrían muy lentas, por lo que los veladores debían hablar entre ellos en susurros para no ceder al sueño. Marcos y Juan eran algo mayores que él; tenían ya suficiente dominio para mantenerse despiertos. No muy lejos de ellos había pegujales estrechos y rodales invadidos de tupida hierba, escalonados sobre laderas turbias y oteros cegados de penumbra que se elevaban contra un horizonte tenebroso.
De vez en cuando se oían leves sonidos, algún balido soñoliento, el ronquido pausado que emitía alguno de los compañeros dormidos, el roce de la brisa en los herbazales más cercanos. Todo estaba en calma. En las noches como aquella era grato y confortador percibir el silencio, un silencio que parecía proceder de la misma tierra y que la imaginación de Daniel convertía en un mensaje secreto, en el presagio de un hecho prodigioso. Aunque se empleaba en trabajos duros de hombre, no podía evitar que su fantasía se desbocase a veces como la de un niño, impresionada por lo que a su alrededor estuviese sucediendo. El mundo se le ofrecía en aquellos instantes lleno de misterios: presentaba un aspecto muy diferente al que mostraba durante el día, cuando todo era claro y reconocible. La oscuridad de la noche semejaba el envoltorio de un portento, de algo que siempre hubiera de permanecer oculto. Eran impresiones que Daniel no revelaba a sus amigos: se las guardaba para sí, convencido de que a ellos no habrían de interesarles. Su actitud también cambiaba entonces: se volvía, en efecto, más reservado, más dado a la ensoñación y a la meditación sobre lo que a su mente se le hubiese ido ocurriendo.
De repente, cuando más abstraído estaba en sus pensamientos Daniel, un ser fabuloso se apareció ante él y los dos compañeros que a su lado velaban. Iba revestido de ropajes blancos, con dos alas y una cabellera muy larga. Era, sin duda, un ángel del cielo. Al momento una claridad radiante los envolvió. Quienes se hallaban dormidos se despertaron, sobresaltados por aquella luz. Un miedo súbito los invadió a todos entonces, pues nunca habían asistido a nada parecido. El ángel, colocándose delante de ellos, con una sonrisa en los labios, les habló: «No temáis; soy portador de una gran noticia que alegrará vuestros corazones: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Encontraréis la siguiente señal para que comprobéis que son ciertas mis palabras: veréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.»
En torno al ángel, nada más decir aquello, surgió una cohorte de seres celestiales que proferían alabanzas: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad», entonaban con voces entusiastas, encendiendo aún más la admiración de quienes los escuchaban.
El tío de Daniel, apenas se hubieron marchado los ángeles, propuso a los demás encaminarse hacia Belén para ver si era verdad lo que se les había anunciado y, dejando el ganado al cuidado de unos conocidos que por allí pasaban, se pusieron de inmediato en marcha. Acostumbrados a dar largas caminatas y a saltar por riscos y matorrales, no tardaron en presentarse en la cueva donde había tenido lugar el nacimiento. Era ya casi de madrugada cuando llegaron; una luz malva comenzaba a rociarse por las montañas.
Encontraron, para su sorpresa, lo que el ángel en su alocución les había dicho: un niño recién nacido, arropado en pañales, yacía en uno de los pesebres de la cueva. Su padre y su madre se hallaban de pie junto a él, vigilando su sueño. Simón, en nombre de los demás, declaró sin dilaciones lo que les había acontecido, la alegría que les ocasionaba verificar que lo anunciado aquella noche se había cumplido. José y María, los padres del niño, mostraron su contento al comprobar que Dios, de una forma extraordinaria, había querido revelarse a aquellos hombres. Se maravillaban de que no lo hubiese hecho con los más ricos o con los que más poder tenían.
De nuevo se veían sorprendidos por la voluntad del Altísimo, que prefería lo humilde a lo ostentoso, lo escondido a lo que está recubierto de brillos y de adornos. Los pastores se hincaron de rodillas y estuvieron un rato contemplando al niño. En su figura pequeña veían, como les había dicho el ángel, al Redentor del mundo, al Mesías del que habían oído hablar a sus padres. Daniel, arrodillado en medio del grupo, sentía cómo sus entrañas se estremecían de gozo: era algo que nunca había experimentado antes, una emoción nueva que lo colmaba de un dulce arrebato, como si hubiese descubierto de pronto un tesoro que oscuramente había estado buscando. Tenía la certidumbre de que había alcanzado en su vida una cumbre, a partir de la cual ya todo sería distinto, igual que al coronar el tozal de un cerro o de una colina la vista se recrea con un paisaje diferente, en el que los colores se presentan con tonos y matices insospechados. Lo que había visto y oído aquella noche le revelaba una verdad que había de otorgar un nuevo sentido al mundo. Era la verdad de un corazón enternecido, de un amor que como una fuente mana y riega los terrenos secos, los páramos de superficie endurecida. Dios mismo se había encarnado en aquel niño, había acampado entre los hombres para ser uno de ellos y para alumbrar su camino. La noche ya no sería el reino de las tinieblas, en el que el miedo tomaba muchas formas; ahora una luz rasgaría su pálpito oscuro e iluminaría las mentes de quienes se sentían oprimidos por ella.
En su camino de vuelta, los pastores profirieron cánticos y voces con los que alababan al Señor, en tanto que María se quedaba meditando todo lo que había vivido en su corazón.





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