Immanuel Kant, las mujeres, el amor y la sexualidad (4/7)

IV. KANT. INFERIORIDAD BIO-PSICOLÓGICA FEMENINA

La conceptualización Kantiana de la mujer que vamos a ir pergeñando a lo largo de esta aproximación se entenderá mejore si se tiene en cuenta que el discurso ilustrado sobre el género humano era en principio un discurso sobre el hombre genérico (sin distinción de raza o sexo), que aspiraba a ingresar en el camino de las Luces. En 1784, Kant escribe un texto muy breve en un número de la Berlinische Monats-schift, titulado: Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?, en el que encontramos la más límpida formulación del ideal de la Ilustración:

La Ilustración es la salida del hombre del estado de minoridad que debe imputar a sí mismo. Minoridad es la incapacidad de valerse del entendimiento sin la guía de otro. Imputable a sí mismo es esa minoridad, si no se debe a defecto de inteligencia, sino a falta de decisión y de valor para hacer uso del entendimiento sin ser guiados por otro. ¡Sapere aude! ¿Ten valor para servirte de tu propia inteligencia! Este es el movimiento de la Ilustración(1).

Acceder a las luces no es otra cosa que alcanzar la mayoría de edad, ese momento de la vida en que todo hombre se atreve, por fin, desde su libertad a utilizar la facultad natural que lo define: el entendimiento, la razón. Como recuerda Wanda Tommasi, con la Ilustración, lúcidamente caracterizada en esta página de Kant, sopla, al fin, un viento de libertad para todos e incluso formalmente para las mujeres, que, en teoría, también están llamadas a la emancipación de la autoridad de padres y tutores,y a salir, junto con muchos hombres, de esa “minoridad” en la que por pereza y por vileza, se las ha mantenido durante siglos (2). No se ha de imputar sólo a ellos o a ellas esa culpable responsabilidad, sino, sobre todo, a esos tutores que han asumido su vigilancia impidiéndoles el ejercicio de su libertad, esto es: hacer uso público de la razón en todas las esferas.

Kant llevará a cabo una nueva concepción o redefinición simbólica de la relación de poder entre los sexos, en la que la mujer queda relegada a la marginación cívica y jurídico-política por su inferioridad natural (psico-biológica, moral e intelectual). En un exhaustivo ensayo sobre la imagen de la mujer en la antropología kantiana — centrado fundamentalmente en las Anotaciones o notas manuscritas por Kant en los márgenes y en hojas sueltas que hizo intercalar en su propio ejemplar de las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime — M. Fontán afirma que, en lo que hace referencia a las diferencias entre el hombre y la mujer, Kant participa plenamente de la tesis roussoniana de la natural y esencial diferencia entre los sexos. Hombre y mujer deben asumir los roles fijos que tienen asignados, no por la sociedad sino por la naturaleza. La diversidad o dimorfismo sexual no es un producto sociocultural, fruto del proceso de socialización, sino que más bien la considera “fundamentada en la naturaleza de cada sexo” (4).

Pero esa diferencia orgánica o físicobiológica (sexual) entre varón y mujer es sólo el primer paso, el más cercano a la biología, de una cadena de diferencias naturales extendida a todos los niveles de la subjetividad tanto en el nivel temperamental psicológico (sentimientos distintos y afectividad diversa y diversos usos de entendimiento y razón), en el caracteriológico (virtudes diversas, o sentidos diversos de las mismas virtudes) y en el plano sociocultural (roles o tareas, complementarias, propias de cada sexo). Lo que implica que todas esas diferencias, en definitiva, remiten a una diferencia -– “la” diferencia — esencial, por naturaleza (5).

Concha Roldán

En efecto, tanto en la Antropología práctica, de 1785, como en su Antropología en sentido pragmático, de 1798, Kant analiza el dimorfismo sexual característico de los sexos (varón y mujer), del que va a dimanar una serie de rasgos psicológicos específicos oatributos fundamentales para cada uno de ellos y de diferencias comportamentales distintivas. Los que Kant aplica a la mujer configuran, según M. Fontán, toda una tipología femenina, una metafísica de la mujer, pero al tener como criterio, término de comparación o analogado principal de la especie humana, al varón, la lista o el catálogo de rasgos que Kant atribuye a la “mujer” se convierte, en realidad, en una lista de agravios puesto que la mujer es esencialmente el resultado de una definición “en negativo”, es la no-varón, la diferencia que resta después de pensar al hombre, al ser humano de sexo masculino.

De ahí que las características propias de cada sexo, que M. Fontán obtiene de los textos kantianos por él analizados, y que aparecen en su tabla de correspondencias, sean antitéticas (“hembra”: materia, pasividad, natural, cultural en sentido negativo, privado, familiar, sentimental, aparente, emotivo, arbitrario, bello; y “macho”: forma, activo, cultural en sentido positivo, público, social, racional, voluntarioso, auténtico, lógico”). Repitiendo argumentos muy conocidos y tópicos que se remontan a su idolatrado J. J. Rousseau, nos ofrece en sus textos una serie de rasgos biológicos, psicológicos y conductuales del sexo femenino —derivados de una triple inferioridad natural (bio-sicológica, intelectual y moral —, que tienen una base natural: su dimorfismo sexual.

En lo que se refiere a la primera inferioridad debemos señalar que, al referirse nuestro filósofo al sexo femenino, aparece siempre en sus textos como el “sexo débil” — a la debilidad del sexo femenino la denomina “femineidad” — mientras que el varón se caracterizaría por la fuerza y el vigor de su naturaleza corporal. Ambos son impuestos por la naturaleza. Según Kant,los hombres se hacen querer de las mujeres por la ayuda que pueden prestarles. Los rasgos “débiles” de la “femineidad” son, en realidad, el instrumento para mover a los hombres y subordinarlos a los fines de la mujer. Así tanto el deseo de agradar, su capacidad para la seducción y la elocuencia en la expresión deben entenderse como instrumentos de dominación, un medio para dominarlos: “Nunca debe uno burlarse de la femineidad, pues nos estaríamos burlando de nosotros mismos, habida cuenta de que por medio de ella el otro sexo domina al masculino” (Antropología Práctica de 1785, en adelante A.P) (6).

Otra característica observable en la conducta femenina es la de su “medrosidad”: “La naturaleza ha querido que no fuera temeraria aquella parte del género humano a quien le incumbe la procreación”(A. P. 114,). En efecto, según Kant, cuando la naturaleza confió al seno femenino su prenda más cara — el fruto de su vientre — por el que debía propagarse y eternizarse el género humano, temió como por su conservación e implantó en ella este “temor” a las lesiones “corporales” y a otros posibles peligros, que requieren la protección del sexo masculino.

El fin de la “naturaleza” al instituir la femineidad, esto es, su designio superior para la mujer, es doble: en primer lugar, la conservación de la especie, confiada al “vientre de la mujer”: la mujer, ha sido hecha fundamentalmente para la maternidad. En segundo lugar, el desarrollo de una cultura social y de un refinamiento de la sociedad mediante la femineidad. Como consecuencia de ello y para lograr una maternidad segura, la mujer debe evitar la vida violenta, pues la maternidad conlleva la debilidad física en todos los demás ámbitos de la supervivencia material en los que no puede competir con los hombres.

Eso la lleva, en tercer lugar, no sólo a depender de éstos para su supervivencia material (en la lucha, la caza y la defensa), sino también a desarrollar, como recuerda J. Martinez Contreras, una serie de “habilidades de la seducción, del galanteo, con el fin de conquistar a su(s) protector(es) y progenitor(es) de sus hijos, coqueteo que la mujer nunca abandona, incluso cuando está casada, pues siempre corre el peligro de enviudar y más vale tener varias castañas en el fuego” (7). Para elaborar la femineidad la mujer ha necesitado, pues, mucho “arte” (y en el vocabulario kantiano arte es connotaciones de engañoso y artero y lo artificial se identifica con la falsedad y con la mentira): el maquillaje, los afeites y cosméticos no son, pues, mas que un sutil y astuto artificio para aparecer más bellas ante los ojos masculinos, para disimular una imperfección o inferioridad que trata de ocultarse. Es esencialmente coqueta.

La imagen de la mujer que Kant nos presenta en estos y en otros textos similares — coqueta, vanidosa, frívola, locuaz y débil — solo debe merecer mucha indulgencia por parte del sexo masculino, puesto con ella se trata aprovechar la inclinación natural del varón y porque “muchas de las debilidades femeninas son, por así decirlo, bellos defectos”. En general, todos esos atributos, y en concreto “las variadísimas invenciones de su atavío para realzar su belleza”, dimanan de la esencial inclinación a gustar, de su gusto por agradar que tiene la mujer, que se siente sexo débil tanto física como psicológicamente. Por eso, en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, observa que “la mujer tiene un sentimiento innato más intenso para todo lo que es bello, lindo y adornado. Ya en su infancia, las niñas disfrutan con ataviarse y se complacen con embellecerse (O. B. S. 229).

La cuarta característica observable en el comportamiento del sexo femenino es su rivalidad intragenérica. Ciertamente es un hecho comprobable que las mujeres “nose muestran tan amigables entre sí como los varones” (A.P. 115). Su rivalidad con las demás mujeres, se trasluce incluso en la propia moda, “al creer que la vestimenta les hace más atractivas ante los hombres” (A. P. 115). “Las mujeres no se acicalan a causa de los varones, sino para cobrar ventaja sobre sus competidoras” (A. P. 115). La rivalidad entre mujeres es, pues, consecuencia natural de la competencia para agradar a todo el sexo masculino. “El hombre está hecho para la naturaleza y la mujer para el hombre. En última instancia, la mujer gobierna la naturaleza a través del hombre. El carácter femenino debe ser observado en el estado civilizado […] El germen de la naturaleza se desarrolla entre el género femenino dentro de un estado de refinamiento”(A. P. 114).

También, en quinto lugar, su peculiar afectividad, su ternura, su afectación de cariño, su sentido del honor, son en la mujer mera apariencia, engaño, mentira, derivados de la dependencia exterior de su capacidad de juicio. (A P. 232. 73). Las palabras de Kant a este respecto son concluyentes:“Con respecto a su honor, las mujeres dependen de lo que la gente diga de ellas, mientras que los hombres deben enjuiciarlo por símismos” […] Por lo que atañe a los sentimientos, el honor debe ser el móvil del hombre, y la virtud el de la mujer”. (A. P. 115) (8).

Por este proceso, la mujer va a introducir en la sociedad humana en el estado natural toda una serie de nuevas habilidades, alejadas del primitivo uso de la fuerza bruta, típica en los animales, por ejemplo: un lenguaje más seductor y complejo y un refinamiento en la conducta social y en la cultura que también afectará al comportamiento masculino:

“Cuando la naturaleza”, escribe Kant, “quiso infundir también los finos sentimientos que implica la cultura, a saber, los de la sociabilidad y de la decencia, hizo a este sexo el dominador del masculino por su finura y elocuencia en el lenguaje y en los gestos, tempranamente sagaz y con aspiraciones a un trato suave y cortés por parte del masculino, de suerte que este último se vio gracias a su propia magnanimidad invisiblemente encadenado por un niño, y conducido de este modo, si no precisamente a la moralidad misma, al menos a lo que es su vestido, el decoro culto, que es la preparación y la exhortación a aquélla“ (Antropología en sentido pragmático, 205) (9).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1. Emmanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración?, en Filosofía de la historia. Prólogo y traducción de Eugenio Imaz, FCE, México-Madrid, 1984, p. 25

2. Wanda Tommasi, Filósofos y mujeres. La diferencia sexual en la historia de la filosofía, Narcea, Madrid, 2002, pp. 120-130

3. Concepción Roldán, “Mujer y razón práctica en la Ilustración alemana” en Alicia H. Puleo, Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y posmodernidad, Biblioteca Nueva, Madrid, 2008, p. 224-225. Así, mientras a los niños varones les era permitido entrar en el mundo de la autonomía ético-política al crecer, las niñas permanecían el resto de sus días como “niños grandes”: “Las mujeres no dejan de ser algo así como niños grandes, es decir, son incapaces de persistir en fin alguno, sino que van de uno a otro sin discriminar su importancia, misión que compete únicamente al varón”. La caracterización de la mujer como “niño grande” la debe Kant a Rousseau.

4. M. Fontán, “La mujer de Kant. Sobre la imagen de la mujer en la antropología kantiana”, en C. Canterla La mujer en los siglos XVIII y XIX”, Servicio de Publicaciones Universidad de Cádiz, 1993, pp. 51–57. Las Anotaciones en las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (Bemerkugen zu den Beobachtungen über das Gefühl des Schönen und Erhabenen, AK, pp. 1-181, escritas entre 1765 y 1766, versan sobre cuestiones de moral, filosofía del derecho, antropología y estética Los pasajes dedicados a la mujer en las “Anotaciones” son frecuentísimos. Todas las citas de las Anotaciones proceden de esta fuente.

5. Ibíd., p. 59.

6. Kant, Antropología práctica (Según el manuscrito inédito de C. C. Mrongovius, fechado en 1785), edición preparada por Roberto Rodríguez Aramayo, Tecnos, Madrid, 2007.

7.Jorge. Martínez Contreras, “La naturaleza de la naturaleza”, en Carlos Thiebaut, La herencia ética de la Ilustración, Editorial Crítica, Barcelona, 1991, p.90.

8. La idea de que la honra de la mujer está en dependencia del juicio exterior, mientras que la del varón consiste en la autoestima, en el propio aprecio de su dignidad interior comporta, pues, de una auténtica enajenación de la mismidad de la mujer, que descansa, en el fondo, en la idea de quien posee su mismidad es, sobre todo, el varón, en quien el conflicto entre lo interno y lo exterior heterónomo está resuelto a favor del primero de los términos (Ibíd., op. cit., p. 73).

9. Antropología en sentido pragmático, 1798, versión de José Gaos, Revista de Occidente.

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Tomás Moreno Fernández

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