Isidro García Cigüenza: «El día que propuse compartir las notas»

El refrán popular ya nos lo advierte: “Del dicho al hecho hay mucho trecho.” Traigo a colación este proverbio por lo que sucedió en el colegio que yo regentaba como director, con motivo de la celebración del Día de la Paz.

Es sabido que cada 30 de enero, Día Escolar de la No Violencia y la Paz, y conmemorando la muerte de Mahatma Gandhi, los patios de los colegios se llenan de actos, banderitas, palomas recortadas y proclamas en favor de la paz.

La normativa establecía entonces, y sigue estableciendo ahora, que los centros debían incluir en sus proyectos la educación en valores: la paz, la convivencia democrática, la igualdad, la empatía y la resolución pacífica de conflictos. Harto de tanta parafernalia hueca, reuní al claustro para presentarles mi proyecto andariego.

—¡Fantástico! —les sugerí a los profesores convocados al efecto—. Es el momento de analizar el nivel de aceptación y solidaridad que tenemos los unos con los otros en nuestra comunidad educativa: de los niños con los niños, de los profesores con los profesores y de los padres con los padres.

Fue entonces cuando les desmenucé la actividad, mitad testimonio, mitad compromiso social, que tenía en mente:

—Que en cada aula se hiciera un fondo común con las calificaciones obtenidas al final del curso y en cada asignatura. La intención: repartir equitativamente su cómputo entre toda la clase. Si entre todos —les aclaré— obtenemos 250 puntos, los dividimos entre los 28 alumnos, y lo que resulte de media será lo que figure en el boletín correspondiente de cada uno de ellos. Por experiencia sabemos que esa media estará por encima del aprobado.

Un anonadamiento colectivo, seguido de estupor y de un espeso silencio, recorrió la sala. Las miradas de incredulidad entre los compañeros se cruzaron de un lado a otro, al tiempo que se generalizaba un encogimiento de hombros colectivo.

Dibujo de Abigail

Previendo la reacción, comencé hablando de la ineficacia de semejantes actos protocolarios: actos que, por obligatorios y excesivamente figurativos, no incidían en absoluto en el cambio de las actitudes segregacionistas e insolidarias que a diario presenciábamos en clases, recreos y sociedad en general.

—Ha llegado la hora de que vayamos a la raíz de la cuestión. En el ámbito en que nos desenvolvemos hay un hecho que nos hace mucho daño y que nadie pone en cuestión: dar por sentada la desigualdad. Desigualdad de dinero, de sexo, de religión, de raza, de oportunidades, de discapacidades y de resultados académicos que nos clasifican, nos dividen y nos llevan a situaciones de injusticia soterradas, germen, a la postre, del individualismo, la competición y hasta de la violencia.

He de anotar el movimiento de posturas, carraspeos y leves negaciones de cabeza que comencé a notar en algunos compañeros. Pero yo, consciente del berenjenal en que me estaba metiendo, proseguí:

—Las instituciones educativas hemos de velar por superar la tendencia individualista que rige el mundo que habitan nuestros alumnos. Con este reparto pretendemos que el educando descubra al “otro” y lo respete como alguien dotado de un valor intrínseco tan importante como el suyo propio. Evitar los acosos, el bullying, las humillaciones por razón de cualquier tipo de característica diferenciadora señalada. Resulta imprescindible una paideia de la solidaridad, del cuidado hacia el débil y del afecto por el más necesitado, que trate de evitar la indiferencia y el desprecio del otro, y eleve, como un imperativo moral sagrado, nuestra misión pedagógica. El pensamiento de que los demás son iguales a nosotros nos llevará al sentimiento de humanidad compartida.

Preparando la marcha

La reacción no se hizo esperar.

—Eso está muy bien, pero ¿dónde queda entonces el esfuerzo personal? ¿El mérito propio? —comenzó por decir una de las profesoras más atrevidas.

—Parafraseando al profesor José Antonio Marina, a quien todos reconocemos como autoridad contrastada, hemos de admitir, a título general, que, a nivel mundial, la proliferación, cada vez más frecuente, de actos de ignominiosa barbarie, de insolidaridad internacional y de guerras, matanzas y masacres de incalificable crueldad que siembran de dolor y sufrimiento nuestro atribulado mundo, nos obliga a los educadores a indagar en sus raíces profundas y buscar las mejores soluciones para evitarlos y, si fuera posible, entenderlos. Ahí radicaría nuestra actuación —ahora particular y al nivel que nos corresponde— con los alumnos que tenemos a nuestro cargo.

—Pues no sé qué tienen que ver las calificaciones que obtienen nuestros alumnos con ese intento tuyo de arreglar el mundo con un acto tan fuera de lugar.

—Tienes razón, pero solo aparentemente. Lo que nosotros consigamos en este plano moral vale más que cualquier evaluación de contenidos. Si, con un gesto de solidaridad tan simple pero significativo, logramos favorecer sentimientos de ternura, compasión e identificación colectiva ante los males de otros, habremos conseguido promover una de las grandes virtudes —junto a la empatía, el amor o la comprensión— que son la esencia del hecho humano y, por ende, de la civilización.

No quise seguir insistiendo más y, dejando este punto para la siguiente reunión, les pedí encarecidamente que reflexionaran sobre la necesidad de promover entre nuestros educandos la empatía necesaria; que trataran la propuesta con sus alumnos y que, según lo que ellos decidieran, actuaríamos en consecuencia.

Terminaré este restringido artículo poniendo en situación lo que sucedió a continuación: muchos de los profesores no estuvieron de acuerdo con la iniciativa; los que dudaban la dejaron en manos de los alumnos; y a los menos, les pareció bien y, una vez tratado el asunto en clase, estuvieron de acuerdo.

Lo grave de la cuestión, sin embargo, no estuvo ahí, pues lo que fue tan solo una propuesta, al correr de boca en boca, exaltó el ánimo de algunos padres que, no contentos con venir a darme a mí sus airadas quejas, se las trasladaron también al inspector. Y fue este quien puso la puntilla ante tal discernimiento:

—Isidro —me dijo por teléfono—, te has pasado tres pueblos al pretender llevar a cabo, en este caso, esa pedagogía que pregonas.

La propuesta no llegó a realizarse, pero su eco me acompañó largo tiempo. Tal vez no era la nota compartida lo que escandalizaba, sino el espejo que ponía en evidencia nuestra propia contradicción: hablamos de igualdad, pero seguimos premiando la diferencia; hablamos de paz, pero evitamos el conflicto que la provoca.

El gesto —aunque simbólico— abría una brecha necesaria. Porque, según mi criterio, educar en paz no consiste en evitar la desavenencia, sino en compartir lo que nos sobra y nos es innecesario; en aprender a mirar al otro cara a cara, con justicia, incluso cuando eso desordena nuestras certezas más arraigadas.

Isidro García Cigüenza

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