Leandro García Casanova: «Bibliotecas y museos, en 1910»

Emilio destacaba cuatro cosas, que se podían conseguir sin dificultad, en los dos primeros museos: uno puede enterarse de las pinturas y esculturas que contienen, mediante un catálogo, es posible encontrar inmediatamente una obra determinada, la puede examinar con comodidad y aisladamente, y hay facilidad para copiarla. Del Museo de Reproducciones dice: “Las facilidades para el público llegan a su máximo: está abierto a todas horas, los pedestales de las esculturas son movibles a mano (…) y, por añadidura, el director da en el mismo local frecuentes conferencias sobre las obras que allí se contienen y la historia del arte. Es el director modelo que, verdadero amante de la cultura, pone lo posible de su parte para extenderla”. Sin embargo, en la Biblioteca Nacional ocurre todo lo contrario: su contenido es secreto, no hay catálogos ni índices por orden de materias y los que hay por orden de autores no son asequibles al público… Bastante dolido, prosigue diciendo el autor: “Está prohibida la investigación bibliográfica. Esta monstruosidad bastaría, por sí sola, para provocar una revolución en un país en que la gente tuviese algún interés en estudiar”.

En este plan, se queja de que no compran publicaciones científicas modernas y enumera una serie de obstáculos que el reglamento pone, entre el ciudadano y la cultura: “La obra no se sirve si no está encuadernada, no se pueden servir dos obras a la vez; la adquisición de cada tomo exige una serie de trámites y paseos admirablemente calculados para hacer perder tiempo al concurrente”. Emilio también se lamenta de que, mientras los bibliotecarios fuman, a los usuarios les está prohibido y “de darle los libros llenos de polvo, tirárselos como se tira una moneda a un organillero, prohibirle el uso el retrete… Al director y a sus subordinados les queda todavía un recurso supremo e infalible: negar la obra. ‘Esto no me conviene enseñárselo a usted’, es una frase que he oído al antiguo jefe de la Sección de Estampas, D. José María Sbarbi (q. e. p. d.)”. Recalca que, parte de estas prohibiciones, constan hasta con carácter general en el reglamento y se refieren a las obras puramente literarias. Y llega a esta conclusión: “Es decir, que la literatura moderna se puede negar siempre, la ciencia moderna suele no existir y de obras antiguas no hay derecho a averiguar la existencia”.

El articulista acusa al director de la Biblioteca Nacional de que la monopoliza y utiliza de forma exclusiva para él y para sus subordinados. “Pero, a ése precio, impide la formación de muchísimos Menéndez Pelayos que, sin duda, habrían surgido si los medios de estudio no hubieran sido absorbidos por uno solo”. En idéntica situación se encontraba el Museo de Ciencias Naturales, mientras que las bibliotecas de las facultades estaban en peores condiciones: los bibliotecarios les dedicaban una o dos horas al día, una fracción de hora o nada, “si así les place. Ya no son públicas más que en teoría”, decía. Tal era el enfado de Emilio, con aquella situación de penuria y desidia de las instituciones culturales, que propone la privatización: “Hay que desamortizar los museos y las bibliotecas; los objetos y libros que encierran, están allí para que puedan estudiarlos todos los habitantes de España”. Finalizaba el artículo pidiendo que la desamortización la llevara a cabo el nuevo y entusiasta ministro de Instrucción Pública.

Un viajero romántico, del siglo XIX, iba más lejos todavía: dejó escrito que perdía una mañana en pedir un libro o un documento, y que la Administración del Estado tardaba unos tres meses en solucionar cualquier trámite. Al comienzo del siglo XX, la ciencia y la cultura española eran de pena: no hay más que leer la novela El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, publicada en 1911, para darnos cuenta del atraso secular de España respecto a Europa.

Ha llovido mucho desde entonces y, a pesar de las carencias, en los pueblos normalmente hay una biblioteca,. Como anécdota, recuerdo que hace unos años en la Biblioteca Municipal del Salón, en Granada, le ponían una tablilla de madera a los periódicos, para que no se los llevaran, y que en los años setenta mi padre utilizaba mi carné de lector de esta biblioteca para sacar libros. Ha pasado un siglo desde que Emilio escribió su encendido artículo, en la prensa madrileña, quejándose sobre el pésimo estado de las bibliotecas y museos de España, aunque no debemos de olvidar que la Cultura sigue siendo la cenicienta en los presupuestos. Y menos mal que no se llevó a cabo la desamortización necesaria que pedía. Lo que sorprende también del artículo es la libertad con la que se expresa el autor, haciendo acusaciones muy fuertes. No sabemos si el director de la Biblioteca Nacional enviaría una extensa carta al semanario Nuevo Mundo, de muy señor mío, expresando su más enérgica protesta, o daría la callada por respuesta.

 

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