Leandro García Casanova: «In memoriam, Pepe Marín»

A finales de agosto me acerco a casa de Pepe Marín, donde tiene su huertecillo y el hombre allí se distrae. Pepe remanece de Iznalloz, de los Barranqueros, y es algo flamenco. Anda ya por los 66 años, le gusta madrugar y lo mismo te lo encuentras por el campo con su inseparable Copito, y con un palo en la mano. El perro está ya, lo que se dice, a punto de cobrar la jubilación; poca cosa, pero bueno. Yo le digo a Pepe que no merece la pena mover los papeles. El palo que lleva dice que es, por si se le avienta algún chucho de esos, “es que ya no te puedes fiar y con esto le doy en los hocicos”.

–¡Mira qué pitorras! –me dice, señalando unas gallinas pequeñas y negras, que están encima del palo del gallinero–. Yo aquí tengo mis gallinas y mis gallillos… Ésta que ves con el cuello pelado, es una gallipava. ¿Y ves ahí los caracoles en ese trozo de tierra? Tengo una buena banda y les echo hojas de lechuga. Los caracoles hunden los cuernos en la tierra y ponen huevos. A mí me gustan mucho en salsa, pues mi mujer hace unas salsillas y están muy buenos. Esta es la churra del gobernador –en diciendo esto, le aplica el metro a un cactus–, que mide 80 centímetros de largo. Y a este antiguo laurel el Sol lo estroza, ¿no ves las hojas en el suelo? Esto no cría nada más que hojas

Ahora vamos por un estrecho pasillo, donde se pueden apreciar cinco largos calabacinos colgando del aire, y otras tantas calabazas de agua: como las que llevan los negros en el desierto de África, a modo de cantimplora. Y esto es lo que sorprende del huerto de Pepe: los calabacinos nacen en la tierra, entre las matas, pero cuelgan del emparrado como si fueran enormes falos.

–Los calabacinos tienen 120 centímetros de largo y han nacío junto a las calabazas de agua, porque han venido huyendo del Sol y buscando el fresco. Tengo uno seco del año pasado que mide 138 centímetros. Y estas otras calabazas son de adorno, buscas un corchillo y las llenas de agua. La gente que viene, me dice “¡qué primor de casa!”. Pero esto tiene su trabajo, aquí entre estas cuatro paeres. A esto le digo yo picante de adorno –semejantes a los pimientos rojos– y es parecío a los faroles. Y esta planta es un galán de noche. Aquellas que ves en el suelo son calabazas de comer, y el año pasado salió una que pesaba treinta kilos por lo menos. ¡Vamos, Copito!

También se ven colgando del emparrado unas calabazas pequeñas, que son del mismo color y tamaño que las naranjas. Parecen bombillas de colores adornando en medio de las ramas. Pepe el Barranquero también me enseña una higuera grande, que tendrá unos quince años, y donde los gorriones se comen los higos; las granadas todavía están verdes. El huerto es bastante vistoso y tupido, y por la mañana hace un contraste entre sol y sombra, como un invernadero. Pepe ha aprovechado todos los rincones del huerto y es una delicia estar allí. Luego me cuenta algunos chascarrillos: «Su perra salió a cazar a lo alto del Calvario, / echó la mirá p’atrás y vio a su novia cagando. / Y dice ‘ahora voy a tirarle un tiro por echar un rato de risa’. / Y del susto que le ha dao, en la camisa sa cagao. / Y salta el zocato de su padre: / ‘¡En mi casa que no entre, tirarle a mi hija cagando, eso lo tengo yo presente!’”. Y este otro viejo dicho, que será por lo menos de la Edad Media: “¡Si no sirve pa gallo, capallo”. O aquel hijo listo que le dice al padre: “Tú das el golpe y yo el jipío”. Este otro dicho también tiene trazas de antiguo: “Montevive está en un cerro y Gabia en una cañá; y el pobrecito de Híjar en medio de un olivar». Luego pasa a hablarme de la juventud:

– Hoy nadie quiere hacer na, mientras ves a los jóvenes con sus gorrillas, sus aretes y sus amotos. Antes, los niños llevaban nada más que un baberillo y los veías con la gurrina y el culo al aire. Y claro, se meaban y echaban la pella en cualquier lado.

“¡A ver si para el año que viene siembras pepinos!”, le digo al despedirme. Y es que como los pepinos, con perdón, los calabacinos colgantes de Pepe el Barranquero, no se ven todos los días por estos pagos de Gabia la Mayor.

 A veces me lo encontraba por Gabia o sentado en un banco de la calle de San Isidro, que estaba cerca de su casa. Allí solía ir por las tardes a charlar con los vecinos, acompañado de Isabel, su mujer, que ya tenía un principio de alzheimer. Hablábamos de política o de cualquier tema y, con la retranca que tenía y el tono que empleaba, te partías de risa. Siempre tenía buen humor y, con cualquier cosa que dijéramos, ya estábamos riendo. Pepe era todo amabilidad.

Este texto lo he copiado tal cual del artículo ‘El huerto de los calabacinos colgantes’, de mi libro Gabia, la memoria perdida (2004), una edición de autor que dediqué a este pueblo de la Vega de Granada. Pepe Marín falleció el pasado noviembre, de un cáncer de pulmón, en un par de semanas. A veces me lo encontraba por Gabia o sentado en un banco de la calle de San Isidro, que estaba cerca de su casa. Allí solía ir por las tardes a charlar con los vecinos, acompañado de Isabel, su mujer, que ya tenía un principio de alzheimer. Hablábamos de política o de cualquier tema y, con la retranca que tenía y el tono que empleaba, te partías de risa. Siempre tenía buen humor y, con cualquier cosa que dijéramos, ya estábamos riendo. Pepe era todo amabilidad. Un día vino a podarme el naranjo y el limonero que tengo en el patio, al cabo del tiempo, pues se había olvidado de que habíamos quedado unos meses antes. Estar con Pepe Marín era pasar un rato agradable y, cuando una persona así fallece, es cuando la valoras y te das cuenta del vacío que deja.

Llamé por teléfono a su hijo Juan, para darle el pésame, hablamos un buen rato y me contó anécdotas que le ocurrieron a su padre. Un día estaba trabajando en una obra y le dice el encargado: “Pepe, que estos dos te van a ‘ayuar’ a hacer el hormigón”. Pero resulta que uno estaba arriba, dándole al botón del montacargas, y el otro estaba al lado del grifo del agua, de manera que el trabajo fuerte lo tenía que hacer Pepe. Hasta que se hartó de echar paletadas de arena y de cemento, para hacer mezcla, y les gritó: “¡Que me vais a matar, que to el trabajo lo tengo que hacer yo…!”.

En otra ocasión, Pepe estaba trabajando en Francia –tuvo que emigrar– y se puso a engrasar la máquina de las ‘papas’, pero se ve que la bomba cogió aire y aquello no funcionaba. Entonces el patrón vio a Pepe, le quitó la máquina y le dijo de todo menos bonico. Cuando acabó, Pepe le espetó: “Patrón, ¿vu fini, no?”. Y el patrón le respondió: “Sí, español”. “Pues…, tú igual, ¿pourquoi no? Y tú también couchon (cerdo)”.

Entonces, el patrón dijo de llamar a los gendarmes, pero Pepe le respondió tranquilamente: “Allí mejor, no travail (no trabajo), pero que yo no vengo de España a hincharme de trabajar para que encima me insulten”. El caso es que el francés le pidió perdón y le decía más tarde, “José, beaucoup (muchos) de nervios”. Los trabajadores españoles, que estaban asustados, le decían: “Pero, ¿cómo has tenido valor para decirle couchon al patrón?”. Sin embargo, al año siguiente el patrón volvió a contratar a Pepe.

La primera vez que fue a Francia, Pepe trabajó con otros dos paisanos de Iznalloz. Pero estos le daban las hileras de matas más largas del campo, de forma que siempre se quedaba rezagado hasta que se dio cuenta y protestó: “Dadme el mismo corte que el que hacéis vosotros y veréis cómo no iré atrasado”. El caso es que le hicieron varias faenas, aprovechando que era novato. En otra ocasión Pepe limpió una nave y la regó, y el patrón, sorprendido, le dijo: “¿Ya finí?”, pues los dos paisanos se tiraban toda la tarde para hacer el mismo trabajo. “Al año siguiente, el patrón sólo llamó a mi padre para trabajar”, me dice su hijo Juan.

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