Mi humilde y personal homenaje ha consistido en volver a sus artículos y a sus libros, que guardo con veneración
Yo tuve la fortuna de ser alumno del profesor Gregorio Salvador, hacia el final de su segunda etapa docente en la Universidad de Granada, cuando enseñaba Dialectología hispánica. No se han cumplido ni dos meses desde que se nos fue y he sentido mucho su pérdida, porque fue para mí uno de esos grandes referentes que no se olvidan y que marcan a sus discípulos por su buen hacer y su sabiduría, siempre más allá de los límites de la materia que imparten oficialmente. A fin de cuentas, como él decía «uno es, en buena parte, lo que sus maestros le han ayudado a ser».
Fue un maestro ejemplar, polémico, rebelde, que se valía del humor en sus clases para rematar argumentos de hondo calado teórico y conquistarnos siempre para su causa
Con sus ojos empequeñecidos tras los gruesos cristales de las gafas y su voz algo atiplada solía abducirnos y llevarnos hacia territorios, inexplorados para nosotros, de la lengua viva. Y a encrucijadas y paradojas que nos hacían pensar sobre el maravilloso legado que es nuestra lengua española, a la que amaba como pocos he visto en mi vida. Fue un maestro ejemplar, polémico, rebelde, que se valía del humor en sus clases para rematar argumentos de hondo calado teórico y conquistarnos siempre para su causa: hacernos partícipes de ese amor y de la importancia de esta herencia que no teníamos derecho a dilapidar.
Mi humilde y personal homenaje ha consistido en volver a sus artículos y a sus libros, que guardo con veneración. Y en particular a uno, delicioso, ‘Granada: recuerdos y retornos’ (1996), que me ha acercado de nuevo a su figura; no sólo a la del académico insigne, sino a la del hombre cabal y próximo, enamorado de Granada y de su patria chica Cúllar-Baza, ahora Cúllar, un «Pueblo sin apellido», como protestaba, a cuya habla dedicó su tesis doctoral en 1953. No lo puedo evitar, yo comulgo apasionadamente con sus maximalismos y sus melancolías; y me lamento, con él, de los estragos de las sucesivas reformas educativas, o de las tropelías y los excesos de eso que llaman el lenguaje inclusivo; o defiendo, con él, la inexistencia de un dialecto andaluz; porque creo en esa otra realidad evidente, la de una «multitud de hablas andaluzas, coincidentes en algunas cosas, divergentes en muchas más» y en que «Andalucía tiene lengua propia, claro que sí, el español, que es algo más que castellano». Libro heterogéneo y testimonial, en donde aflora el humanismo insumiso y combativo, de quien apuesta sin complejos por la unidad lingüística, «que es uno de los pocos bienes verdaderamente valiosos que poseemos». Descanse en paz el gran Maestro de todos nosotros.
JOSÉ LUPIÁÑEZ
De la Academia de Buenas Letras de Granada
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