Mientras uno trataba de olvidarse de la pandemia en el Caribe mexicano, que cambió mogollón en tres décadas, en la trastienda, o sea en Cataluña, se disparaban las alarmas y los nuevos brotes de COVID se convirtieron en los protagonistas de las noticias, algo habitual desde que los hacedores del Nuevo Orden decidieron tener un tema de actualidad en constante candelero.
El bichito volvía [o nos devolvía] la angustia a la población en cuyas miradas hay de todo, excepto épica y uno se acordaba de la máxima de Michel Houellebecq que, cuando le preguntaron sobre la situación sobre esta terrible y maldita plaga que no sólo acaba con la salud sino que nos hunde económicamente, contestó “El futuro será cómo antes, sólo que un poco peor”. Nunca tan pocas palabras resumen tanta desazón.
Pero volvamos a las reflexiones allí, en México, donde la vida sigue su normal transcurrir pero cumpliendo las instrucciones sanitarias que son públicamente recordadas con grandes carteles e infinidad de lugares en los que poder hacerse las pruebas de antígenos o PCR [aquí, en el primer mundo, te las ves negras, citas previas, teléfonos que no se atienden, esperas interminables, tras mi regreso una hora de espera para la vacunación, menos mal que ya estaba programada, la cola era de las que hacen historia, supongo que era el único no acojonado porque acababa de aterrizar desde el otro lado del mundo]. En las instalaciones hoteleras o al menos donde pasé estos primeros días de julio, se sigue un estricto protocolo que se aplica, inexcusablemente, a todo el personal y, llegado el caso, al huésped le hacen las pruebas gratuitamente y los resultados comunicados al móvil que indique para luego ser mostrados a las autoridades antes de tomar el vuelo de retorno y ahí comienza la gran odisea.
El recuerdo y la sorpresa del aterrizaje de ese vuelo directo Barcelona-Cancún, se te va rápidamente de las neuronas cuando observas que lo fácil, lo sencillo, lo hacen difícil y complican la vida al ciudadano: cuatro veces o controles fueron necesarios hasta llegar al filtro de acceso definitivo a las salas de embarque.
Ríete del Gran Hermano de Orwell, el que no tenía el código QR [ese que nos ha cosificado para el big data] era apartado, sometido, humillado, ante la mirada inquisitiva o de resignación del resto de viajeros. Lo peor ver cómo las máquinas que nos controlan colapsaban y el esclavo moderno, que nos impide el paso, nos da un papelito que, ¡Oh, milagro!, nos abre el pasillo pero nadie mira o comprueba.
La necedad se ha implantado, pero por fin accedemos a la zona de revisión del equipaje de mano, ahora la búsqueda es de otras utilidades: cualquier botella de agua, cerveza o licor que hayas comprado antes de pasar por ese filtro, acabará siendo lanzada al enorme recipiente que a esas horas de la mañana ya está a rebosar, sólo las de 100 ml pueden acceder con nuestras cosas de mano. O sea la décima parte de una botella de litro, si tienes sed compra a precio de oro esa agua que te ofrecen en las tiendas que tienen de todo, pero no son de conveniencia como las que gestionan los paquistaníes que están abiertos muchas veces las 24 horas.
Ya creías estar a salvo, que habías superado esa maratón de dificultades. Criatura te faltaba Barcelona donde, por muchos certificados verdes que te hubieras impreso, el maldito código QR [hay que solicitarlo doce horas antes de partir, prácticamente cuando llegas al aeropuerto para tomar tu vuelo] que, encima, tienes que rellenar con datos que todavía ignoras como es el caso del asiento que ocupas en el aparato que se convierte en una máquina del tiempo que te hace avanzar o retroceder como si te hubieras convertido en Willy Fog.
En fin, te esperan una veintena de jovencitos con sus pantallas de última generación y lectores de códigos; evidentemente, ellos cumplen con su trabajo, yo también sería feliz si hubiera tenido esa oportunidad laboral en su día, mucho más en estos tiempos de crisis global que los hacedores de la Agenda 2030 nos han endilgado y que nos prometen vivir en el paraíso sin tener nada. O sea: pensemos más en el sistema laboral esclavista que hoy se enseñorea en el Imperio del Medio y no en el paraíso de Rousseau, aunque ¿qué le importa a la gente el devenir del mundo mientras tiene pan y circo?
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Maestro de Primaria, licenciado en Geografía
y estudios de doctorado en Historia de América.
Colaborador regular, desde los años 70, con publicaciones especializadas
del mundo de las comunicaciones y diferentes emisoras de radio internacionales.