Gregorio Martín García: «Una pequeña aventura trascendente, 1»

Nos íbamos haciendo hombres, nos hacíamos personas, nos íbamos moldeando para ser dignos miembros de otra etapa, de un nuevo pueblo de una renovada España. Con sus gentes preparándose para ser introducidas en los movimientos sociales y culturales del mundo que a aquellos nuestros tiempos le esperaban.

Nos alejábamos de los tremendos hechos que nunca debieron darse. Con pérdidas de vidas y las económicas pérdidas metieron a la sociedad en callejón sin salida, sin estado de bienestar sino de fuerte trabajo, intentando recuperar todo lo perdido.

La actividad económico, social, propia de un pueblo, comenzaba a funcionar. La pronta organización, recuperación de servicios, funcionamiento de escuelas se activaban. La vida era cotidiana y nuestra villa marchaba. Benalúa de las Villas con su gente sencilla y trabajadora se comenzó a levantar.

Acabamos de entrar en la década de los cincuenta del siglo pasado (S.XX)

Discurre otoño, final de octubre, que abriría sus puertas a noviembre, era un espléndido día que había relevado las lluvias otoñales días atrás acaecidas.

Tres amigos jugábamos en la puerta del ayuntamiento aledaña a la plaza. Distraíamos la tarde con carreras y saltos desde la puerta de Laureano a la baranda de la puerta del ayuntamiento, a pesar de que nuestros juegos eran comunes y participativos con los de otros niños, nosotros solíamos jugar juntos, hacer nuestras propuestas, nuestras charlas y risas eran el denominador común de nuestro entretenido juego. En uno de los momentos, en un descanso con jadeos cansinos por el gran ajetreo que nos traíamos, uno de nosotros hizo una confidencia y como sabiendo lo inoportuno y peligrosa de la misma, sin ni pensar la cosa y a media voz, propuso decidido ir a buscar algallaras, (su verdadero nombre agallas) a la Cará a la finca que fuera de Cipriano de la Torre donde había quejigos y encinas como en todas las fincas del pueblo, donde las había por haber sido metidas en labor tras roturar manchones y bosques.

Agallas del quejigo que en Benalúa de las Villas son conocidas como algallaras

Yo quedé entrecortado ante tal idea, pues éramos muy niños para embarcarnos en singular travesura máxime si pensamos que para dicha hazaña habríamos de cruzar el río por el vado de la Jondoná que en dicha época venía crecido por las recientes lluvias de la estación otoñal.

A excepción del que “inventó el proyecto” quedamos los otros dos con incertidumbre plena. La verdad que la propuesta nos atraía pero ¿Qué pensarían nuestros padres de tal travesura? En verdad que muy distinto a nuestra curiosidad por realizarla y hacernos con un montón de canicas, que para eso las queremos, ya que por tamaño y forma esférica perfecta no había nada más parecido a éstas, máxime, cuando no teníamos dinero para comprar de las verdaderas que por entonces eran de barro, de arcilla, estas solo las podían comprar los niños mayores que a veces sus padres ya le daban alguna peseta.

Ante la idea de dicha aventura que para nosotros era la excursión vespertina de aquella tarde en que no había escuela, como todos los jueves que vacación era en media jornada de tarde, el fin de semana no se conocía ni en práctica se había puesto, quedando los días de la semana trabajados de lunes a sábados con la excepción de la tarde del jueves, Los juegos cesaron y solo pensamos y meditamos en qué debíamos hacer con la proposición y aventura de salir al campo a por nuestras bolas de quejigo.(Quercus lusitanica, El origen del vocablo es celta y significa, “árbol hermoso”)

Como el morbo y el deseo de nuestro pequeño tesoro de algallaras nos atraía, fuimos claudicando y ya organizamos la salida al campo.

Cual misterio, bien guardado porque temíamos a nuestros padres que nos tenían muy encargado que acercarse al río en época de crecida, como era en aquel momento, ni hablar. Pues, no se como se filtran las noticias, que dos más vinieron a unirse al grupo de aventureros. ¡¡Éramos cinco!! Solo faltaba preparar un recipiente para transportar nuestras canicas una vez recolectadas. Que chuli…¡bolas recolectadas de árboles!.

Alguno cogió una talega de las que su madre usaba para echarle la “merienda” a su padre, otro asomó con una caja de zapatos,…que cosas, ¿No?… No había plástico ni aun conocido era, por ello las bolsas de tal material no se habían inventado. Mejor fuera y hubiera sido que el tal invento quedara prisionero para siempre en la mente de su inventor.

Dispuestos, con los envases preparados y las ganas de aventura a flor de piel. Salidos de la plaza del pueblo donde nos hallábamos, hacia el callejón de “Tedorico” pusimos el rumbo.

Benalúa de las Villas, desde el Morrón de la Sierra

Nuestro “GPS personal” fue programado con el destino a la Cará, paso por el ya nombrado callejón, descenso del camino hasta la Jondoná y tras haber vadeado el río Moro, principal escollo de nuestra correría, pasar la acequia que aguas aporta a los regadíos de La Angostura y del Alamillo y adentrarnos en tierras de los Carrillos y Cipriano de la Torre, lugar donde se hallaba nuestro destino.

No era lejano ni especial dificultad presentaba, a excepción del vadeo del río Moro por la Jondoná. Esto era lo malo. Cuando nuestros progenitores tuvieren noticias de ello seguro adoptan medidas acorde a las advertencias que se nos habían hecho. No entonces,…¡siempre!, era aviso perenne que al río de acercarse ¡ni hablar!, mientras sus aguas turbulentas fueran bravas y torrenciales debido a la aportación de los recientes temporales de otoño e invierno.

Y, efectivamente, pasar el río estaba siendo la mayor dificultad. Miramos y volvimos a mirar para localizar algún sitio por donde pasar y en verdad que la cosa era difícil. yo me preocupé y comprendí el por qué de nuestros padres al insistir en tal advertencia.

Por el lugar de siempre, donde suponíamos estaban las pasaderas de piedras, imposible…nos decidimos por hacerlo antes de un pequeño remanso que formaba el agua, forzada por un gran pedrusco que a la altura de la finca de Moleón, a la sazón propietario de la “Tienda Nueva”, se halla, y que por invadir el cauce ralentizaba las aguas y parecía menos agresivo y bravo el discurrir de las aguas.

Hubimos de quitarnos las sandalias, remangar los pantalones de alguno, que ya los vestía largos y con paso decidido, pero asustados, comenzar a vadear las aguas de aquel río bravo. Yo ahora juraría que lo hacíamos por disimular y aparentar valentía ante nuestros camaradas de hazaña, pero sé que todos estábamos muy arrepentidos de haberla emprendido. Nos mojamos pantalones, las camisas a tope y las sandalias en las manos en alto las llevábamos, un estorbo para desenvolvernos. Resultamos empapados, por lo que, nos vimos obligados a alargar la excursión para dar tiempo a secarnos.

Todos mojados, comentando nuestra aventura y peligro en el río, acercándonos que íbamos a nuestro punto de destino, a alguien se le ocurrió y exclamó preguntando: Y, ¿Por qué no nos hemos venido por el puente de tablas, el de las minas de almagra y llegar hasta aquí caminando ribera abajo del río?…¡Es verdad! exclamamos todos…que despiste habíamos cometido. Ello denotaba la experiencia para organizar aventuras que por nuestros años teníamos.

Dos grandes quejigos coronaban un gran majano, nos acercamos, vimos que bastantes algallaras tenían, comenzamos a arrojarles piedras y el resultado era pobre, mínima la cantidad de ellas caían si es que caían, aquel sistema no daba resultado, el más decidido se acercó al grueso tronco con intención de abordarlo, yo de vez en cuando miraba al estrecho carril que hasta el río bajaba desde la salida del callejón de Tedorico, parecía como si mis padres por él bajaran todo alterados y en mi busca. Temblaba ante tal posibilidad.

Ya, uno de mis amigos se encontraba arriba, sobre el gran quejigo, y de forma peligrosa trataba de llegar al final de sus ramas y tallos que era donde se hallaban las preciadas, por nosotros, “bolas» o canicas vegetales. Fue de forma inesperada.

Recogiendo algallaras de las que de arriba caían arrojadas por el compañero arbóreo, el otro se acercó al borde del majano. Una gran piedra cedió, sus pies se entrecruzaron y junto con varios grandes “peñones” cayó desde la parte alta del majano, abajo… todos quedamos mudos, quietos, asustados y pasando por nuestras turbulentas mentes los resultados de lo acontecido.

Continuará../..

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Gregorio Martín  García

Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y

Autor del libro ‘El amanecer con humo’

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Comentarios

Una respuesta a «Gregorio Martín García: «Una pequeña aventura trascendente, 1»»

  1. Francisco Avila

    Por aquellos años de los 50 a los setenta sin móviles ni tabletas habían otros juegos, correr por la plaza jugar al fútbol con una madera en la plaza ya asfaltada, pero había olvidado jugar con las algallaras que fiesta el ir a buscarlas y guardar el secreto del lugar donde mas quejigos habia una vivencia mas de nuestro pueblo siempre narrada con el tacto y cariño que tú lo haces escelente trabajo

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