LOS NUEVOS REDENTORES
Recién estrenado el nuevo milenio, las profecías de la muerte de la utopía se revelaron inexactas, si no erróneas: el estado de vigilia racional, de desengaño lúcido con respecto a los relatos utópicos de la Modernidad duró poco tiempo. Como el Ave Fénix, la utopía también renació de sus cenizas. Tras los prodigiosos y revolucionarios descubrimientos científico-tecnológicos de la segunda mitad del XX y los inicios del XXI —mucho más profundos y peligrosos, si cabe, que los anteriores— en el campo de la biología molecular, la genética, la psicología y neurología, la farmacología, la biotecnología etc., fue posible de nuevo que el señuelo utópico salvífico asomara su rostro, volviera a resurgir de sus cenizas con un atractivo, si cabe, mayor que antaño. Como señala el filósofo Rafael Argullol:
“Es un error creer, como se afirma a menudo, que hemos asistido al fin de las utopías cuando, al máximo, hemos vislumbrado el nacimiento y el ocaso de una de sus formas. Con la utopía —con el lugar soñado, contra la muerte y contra el tiempo— sucede como con la corriente de agua, que cambia su curso o es encauzado, pero que no puede ser eliminada” (“La vida eterna”, “El País”, 17 diciembre 2000).
Las nuevas utopías de los comienzos del tercer milenio, que nos anuncian nuevos paraísos, nuevas promesas de salvación, nuevos sueños realizables (de eterna juventud, de inmortalidad, de felicidad, de sociedad universal unificada), vienen otra vez de la mano de la Ciencia y de la Técnica, reactualizando la vieja utopía faústica, el optimista proyecto baconiano de dominación y sometimiento de la naturaleza. Los nuevos redentores no serán ya los profetas o mesías religiosos de antaño que, dramáticamente, nos anunciaban el Armagedon apocalíptico, ni los filósofos y literatos soñadores de la Ciudad Ideal, ni los visionarios políticos y revolucionarios sociales anhelantes de una Nueva Icaria, un Nuevo Reino o de un Hombre nuevo, sino los auténticos hechiceros del siglo XXI, la nueva casta de brujos y taumaturgos, última secuela del viejo hermetismo renacentista: los científicos y los tecnólogos.
Los intentos del filósofo Peter Sloterdijk expresados en sus Normas para el Parque humano (2000) -de claras resonancias nazis y social-darwinistas como denunciara Jürgen Habermas- de fabricar un hombre nuevo, sobrepasando sus ancestrales y naturales límites mediante una directa intervención en su genoma y utilizando de modo convergente un conglomerado de nuevas antropotecnias y conocimientos tecnocientíficos (nanociencias, nanotecnologías, la biotecnología e ingeniería génica, la reprogenética, las técnicas de FiV, la farmacología y tecnologías de la información y de la comunicación -las TICs-, ciencias cognitivas y neurotécnicas, la robótica y la A.I.) para así alcanzar un «Human Enhancement» (mejoramiento humano); una nueva humanidad o transhumanidad.
Rafael Argullol lo ha constatado con precisión:
“Terminamos el siglo XX de una manera muy distinta a como se acabó el siglo precedente. A la “utopía social” la ha sucedido la “utopía biológica” […]. La multitud, cuando espera algo, espera más de los productores de fármacos o de los genios del bisturí que de sus antiguos seductores. Derrumbada trágicamente la utopía social -aunque desde luego no por haberse alumbrado un mundo más justo-, las derivas utópicas parecen haberse orientado hacia el microscopio y el quirófano” (Ibid).
Uno de los más recientes exponentes de este tipo de utopías biológicas transhumanistas se titula Vuelta al Edén. Más allá de la clonación en un mundo feliz y está escrita por Lee M. Silver, catedrático de la Universidad de Princeton en el departamento de Biología Molecular (Vuelta al Edén. Más allá de la clonación en un mundo feliz, Taurus, Madrid, 1998). En su texto, predice una profunda transformación de las instituciones y relaciones sociales hasta ahora insospechadas e impensables, construidas artificialmente por la hybris científica de un nuevo superhombre endiosado. Y ya, apenas trece años después de su previsión, a la altura de comienzos del segundo decenio del siglo XXI, algunas de ellas son una realidad totalmente asumida por una parte significativa de la conciencia colectiva actual: la emergencia de una nueva concepción de la maternidad y de la paternidad, de la sexualidad y de nuevos e inéditos hasta ahora modelos de institución familiar. El nuevo Superhombre endiosado, remedo sin duda del superhombre nietzscheano que ha matado a Dios, y de quien ha heredado los atributos y la libertad de colocarse por encima de toda norma o límite naturales, parece imponerse más por la persuasión ideológica hegemónica que por la persuasión racional.
La lúcida indagación llevada a cabo por Álvaro Delgado-Gal (“El hombre endiosado”, Trotta, Madrid, 2009) respecto a los precedentes filosóficos de esta posición voluntarista de reconstrucción de la naturaleza humana, le lleva a enlazar con una antigua tradición teológica —la nominalista ockhamista— que subrayó la infinita omnipotencia e infinitud del Dios de la Revelación: nada, ni el bien ni la justicia, ni siquiera la verdad, obligarían a ese Dios o lo limitarían desde fuera. Asistimos hoy en lo político, en lo moral y cultural, según Delgado-Gal, al triunfo póstumo del Superhombre de Nietzsche, remedo antropomorfizado del Dios ockhamista que estaría también más allá del bien y del mal (Ibid., p. 62-63).
La prognosis del catedrático de Princeton es una remake, una especie de nueva versión corregida y aumentada del “mundo feliz”, que Aldous Huxley describiera en 1932. La ficción imaginada en este caso, arrancará en el año 2350, momento en el que la extrema polarización de la sociedad capitalista llegará a su culminación lógica a través de la utilización de técnicas reprogenéticas (la unión de las tecnologías actuales en biología reproductiva y genética). Con esas técnicas, los padres podrán tener un control completo sobre su destino genético, con capacidad para guiar y enriquecer las características genéticas de sus hijos: sólo habrá dos clases sociales, a las que se pertenecerá no por la riqueza, la raza o la educación, sino por la calidad de sus genes.
Las dos clases serán la de los “genricos” (aquellos que están genéticamente enriquecidos) y la de los “naturales” (que no lo están). Los “genricos” representarán en esa época el 10% de la población norteamericana y serán portadores de genes sintéticos creados en los laboratorios. Todos los “genricos” (científicos, ingenieros, hombres de negocios, artistas, intelectuales etc.) tendrán capacidades sobrehumanas: sería imposible que cualquier “natural” (el 90% restante) compitiese con ellos. De este modo, la sociedad estará en vísperas de alcanzar el punto final de su polarización completa. Como consecuencia de ello, la economía, las finanzas, los medios de comunicación, la Administración, los mandos del Ejército y las industrias del entretenimiento y del conocimiento estarán controlados por miembros de la clase “genrica”; por el contrario, los “naturales” trabajarán como obreros o como funcionarios mal pagados, y sus hijos irán a escuelas públicas en donde sólo les enseñarán las habilidades básicas que necesitan para realizar el tipo de tareas asignados a los miembros de su clase.
A medida que la reprogenética haga que esos sueños se vayan haciendo realidad, también podrá generar -como ha sucedido con otras tecnologías ideadas por la humanidad- pesadillas de un tipo no imaginado anteriormente. El profesor estadounidense examina, en fin, muchas de las objeciones que pudieran presentarse al uso de estas tecnologías reprogenéticas, atribuyéndolas a temores conscientes o inconscientes de entrar en el “dominio de Dios”, para concluir que el uso de las mismas será inevitable. Tal vez no sean controladas por los gobiernos, ni por las sociedades, ni siquiera por los científicos que las crearon, pero nos guste o no, el mercado mundial reprogenético se impondrá por encima de todas las cosas.
La obra de Lee M. Silver, avalada por la tecnociencia de nuestro tiempo, confirma lo que Margaret Wertheim supo compendiar como idea fuerza de toda esta tradición hermética, y mesiánico-milenarista, inspiradora de estas visiones utópico-científicas del futuro: “el anhelo de traer el cielo a la tierra”. En su opinión, los hombres del siglo XXI somos testigos de la emergencia de la visionaria idea renacentista de que el hombre, por medio de sus propios esfuerzos tecnocientíficos, podría crear la Nueva Jerusalén aquí en la Tierra. De nuevo, en la era de la Ciencia, la Tecnología se ha vuelto así “una fuerza salvífica, una llave para un mundo mejor, más brillante y más justo” (The Pearly Gates of Cyberspace, Virago, 1999, p. 235).
De este modo las utopías, han abandonado, al parecer, definitivamente el terreno social y político de antaño, para ubicarse en el territorio más críptico y hermético de las probetas de laboratorio, las fórmulas matemáticas -inaccesibles al profano no iniciado- y la red de redes electrónica del ciberespacio (Armand Mattelart, Historia de la utopía planetaria. De la ciudad profética a la sociedad global). Pero cabe preguntarse si este Nueva Jerusalén terrenal, si estos paraísos anunciados, no son en realidad sino la cara maquillada del infierno, la antesala y preparación de un nuevo cielo de pesadilla y desesperanza, semejante a aquel Paraíso imperfecto que evocaba Augusto Monterroso y cuyo único, insuperable y lacerante “mal” era que desde allí definitivamente “el cielo no se ve” (Augusto Monterroso, “Cuentos, fábulas y Lo demás es silencio”, El País, Clásicos del siglo XX, Madrid, 2003, p. 224).
(*) Esta reflexión es una adaptación y ampliación del artículo publicado en Extramuros. Revista de Letras, Artes y Ciencia. Época tercera nº 47, 2014, pp. 87-90).
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Catedrático de Filosofía