IV. AFINIDADES ENTRE LA ESPIRITUALIDAD DE TERESA DE AVILA Y LA DE EDITH, SIMONE Y ETTY
Finalmente debemos señalar la sorprendente coincidencia de los rasgos de Cristocentrismo, kénosis y compromiso con el mundo y valor de la oración, que ya encontrábamos en la doctrina mística de Santa Teresa (en la primera parte de este ensayo) y que presiden también el programa espiritual y el itinerario vital de cada una de ellas. Detengámonos en analizarlos brevemente. Veamos en primer lugar su común Cristocentrismo.
En Edith Stein el proceso de su conversión tiene como figura y eje central su encuentro con Cristo, como muestra explícitamente en sus escritos. Como antes apuntábamos (en la cita de su magna obra La Ciencia de la Cruz), la experiencia intima que le conduce a la conversión y a la fe, no sabe de mediaciones de tipo doctrinal o intelectual. Se trató, más bien, de un suceso extraordinario posibilitado por una experiencia de encuentro personal con Cristo y facilitado y propiciado por la lectura, la meditación religiosa y la oración.
Según el testimonio de la propia Edith, uno de los momentos decisivos para su conversión fue la lectura de la Vida de santa Teresa de Jesús, en el verano de 1921 en Bergzabern. Se hallaba Edith de visita en casa de una amiga, la fenomenóloga Hedwige Conrad-Martius. Tomó al azar de la biblioteca el libro de la mística castellana: “Empecé a leer -escribe-, y fui cautivada inmediatamente, sin poder dejar de leer hasta el fin. Cuando cerré el libro, terminada la lectura me dije: Ésta es la verdad” (1).Al día siguiente, se apresuró a comprar en la ciudad un catecismo y un misal. Tras asistir a una misa en la parroquia, decidió recibir el bautismo. El 1 de enero de 1922Edith se bautizaba en Espira con el nombre de Teresia Hedwige. Su madrina, Hedwige Conrad-Martius (de religión evangélica), recuerda aquel día con estas palabras: “lo más bello de todo era su alegría radiante, una alegría infantil” (2).
Otras dos intensas experiencias especiales habían de abonar el terreno espiritual que fructificaría en su conversión. La primera en la Selva Negra con ocasión del rezo de una oración comunitaria por parte de una familia campesina, al alba, antes de comenzar su faena en el campo. La otra, encontrándose en Frankfurt, acompañada de su amiga Pauline Reinach, Edith asistirá a una experiencia mucho más impresionante todavía que la conmueve profundamente:
“Entramos unos minutos en la catedral” -escribe en su impresionante autobiografía—“y, mientras estábamos allí en respetuoso silencio, llegó una señora con su cesto del mercado y se arrodilló profundamente en un banco, para hacer una breve oración. Esto fue para mí algo totalmente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes a las que había ido, se iba solamente para los oficios religiosos. Pero aquí llegaba cualquiera en medio de los trabajos diarios a la iglesia vacía como para un diálogo confidencial. Esto no lo he podido olvidar” (3) .
Formada en el ámbito de la Escuela fenomenológica de Husserl, y el de la filosofía de los valores de Max Scheler, tras su conversión, y paralelamente a su aproximación al catolicismo, se adentra en la filosofía medieval tomista (al hacer la traducción al alemán y la adaptación didáctica de un arduo texto de Tomás de Aquino, De veritate) para, finalmente, aproximarse a la teología y la mística de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz. Su última obra, terminada en Holanda, La Ciencia de la Cruz, se inspirará en esos dos grandes místicos nuestros. A Teresa le dedicará un estudio sobre su mística: “Castillo del Alma: Reflexión sobre el castillo interior de Teresa de Ávila”.
En el caso de Simone Weil fue, también, una intensa experiencia místico-espiritual la culminación de su acercamiento a Cristo, la finalización de una trayectoria hacia Él, que hasta entonces había consistido fundamental e inconscientemente en un compromiso con los pobres y desheredados de este mundo. Como escribe su íntima amiga y biógrafa Simone Petrement, en su monumental biografía de Simone (4), esta experiencia decisiva resulta tanto más sorprendente en una mujer tremendamente racionalista, desconocedora hasta ese momento de todo lo referente a la experiencia mística y a la mística en general (que comenzó a leer a partir del momento de su conversión):
“En mis razonamientos sobre la insolubilidad del problema de Dios, no había previsto la posibilidad de algo como esto, de un contacto real, aquí abajo, de persona a persona, entre un ser humano y Dios. Había podido hablar vagamente de cosas de este tipo, pero nunca había creído que realmente sucedieran… En los Fioretti como en los Evangelios, las historias de aparición me provocaban rechazo más que otra cosa. Nunca había leído a los místicos” (A la espera de Dios 41-42) (5).
Incluso añade que durante todo ese proceso no ha rezado nunca, por miedo al poder de sugestión de la oración. Pues bien, la trayectoria de Simone hacia Cristo no es repentina ni sobrevenida, sino resultado de un proceso que presenta estos tres momentos decisivos: El primero se produjo en 1935, tras su durísima experiencia de la fábrica. Simone había quedado tan destrozada que ella misma confesará que, desde entonces, cuando alguien la trataba sin brutalidad, tenía la sensación inevitable de que allí había un error. En este estado de ánimo la llevan sus padres de vacaciones a Portugal, y allí, en un pueblo perdido de la costa atlántica, tiene lugar la famosa escena en la que viendo a las mujeres de los pescadores en una procesión y oyendo sus cantos, “tuve la certeza de que el cristianismo es la religión de todos los esclavos de la tierra, que los esclavos no pueden evitar abrazarla y yo entre ellos” (ibid, 41-42).
Su segundo contacto con el cristianismo se le presentó durante su primer viaje a Italia, que realizó en solitario, en 1937, a continuación de su estancia en la guerra de España y de la grave quemadura en la pierna que la obligó a regresar del campo de batalla español. Precisamente en Asís —el lugar donde Cristo se dirigió a San Francisco— y ante el espectáculo de la belleza y la serenidad de la naturaleza, tuvo lugar una intensa experiencia estética que se transformó en extática: “Allí, algo más fuerte que yo hizo que me arrodillara por primera vez en mi vida” (ibid.,40-41). Es importante subrayar, en este punto, que la mística de la misericordia no excluye todo lo que cabe de arrobamiento en la experiencia de la belleza (6).
El tercer momento, el más decisivo y definitivo en su camino hacia la conversión religiosa, tuvo lugar en la Semana de Pascua de 1938, vivida en la abadía de Solesmes, donde asiste a los oficios con su madre y se extasía con el canto gregoriano. La recitación/lectura de un poema sobre el amor (Love de George Herbert), se convierte “sin saberlo (ella) en una oración” y le revela la presencia de Cristo. Así nos lo confiesa y describe en A la espera de Dios:
“Cristo se hizo presente y me tomó […]. En este súbito apoderamiento de mi ser por Cristo, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron nada que ver; sólo sentí a través del sufrimiento la presencia de un amor semejante al que se observa en la sonrisa de un rostro amado”. Y aclara que se trataba de: “una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano, inaccesible a los sentidos y a la imaginación, análoga al amor” (A la espera de Dios, 42).
Lo más sorprendente de todo es que: “desde ese instante el nombre de Dios y el de Cristo se han mezclado de forma cada vez más irresistible en mis pensamientos” (Pensamientos desordenados, 58) (7). Su total Cristocentrismo se revela, finalmente, en un texto epistolar dirigido a su amigo Gustave Thibon poco antes de morir, anunciándole se encamina a buen puerto, con estas palabras, que no pueden leerse sin experimentar una sacudida:
“Lo que yo llamo buen puerto, como usted sabe, es la cruz. Si no me es dado merecer algún día la participación en la cruz de Cristo, sea al menos en la del buen ladrón. De todos los personajes, aparte de Cristo, que aparecen en el evangelio, el buen ladrón es con mucho el que más envidio. Haber estado junto a Cristo en su misma situación, durante la crucifixión, me parece un privilegio mucho más envidiable que estar a su derecha en la gloria” (8).
El caso de Etty Hillesum es especial. Ya que si bien no puede hablarse de Cristocentrismo en su apasionante y profunda experiencia religiosa, dado que al parecer no nos consta conociera profundamente a Jesús, su mensaje, sin embargo, pareciera desmentirlo, tan cercano es a las enseñanzas de él. El punto de partida de su itinerario espiritual hacia una religiosidad mística se origina en su juventud: la lectura de Rilke, primero, de la Biblia y de san Agustín y el descubrimiento de la espiritualidad de Francisco de Asís, después, guiada por su íntimo amigo y maestro Julius Spier “el partero de su alma”-de quien estaba enamorada- la llevan progresivamente a una espiritualidad mística que le abrirá al conocimiento profundo de su propia alma.
En su Diario, escrito en su pequeña habitación de Ámsterdam (en once cuadernos escolares) dos años antes de su muerte, Etty nos descubre y nos revela o describe como Teresa en sus Moradas, su trayectoria interior, su viaje hacia la interioridad que es el único que nos puede llevar junto a Dios: “Y a este mí misma, a este nivel de mi ser, el más profundo y el más rico de todos y en el que me recojo, yo le llamo Dios”. Un Dios interior que identifica con el verdadero Amor y que sólo se encuentra desde la humildad, el olvido de sí, la renuncia y la abnegación.
Es curioso que Etty Hillesum (como Simone Weil, en Asís, y como E. Stein, en la catedral de Frankfurt) también relate el inicio de su conversión religiosa ligado al hecho de sentir una necesidad inexplicable de arrodillarse ante un Dios del que apenas había oído hablar. Etty anota en su Diario:
“Esta tarde me he encontrado arrodillada, de repente… Siento en mí, de vez en cuando, una profunda aspiración a arrodillarme, con las manos en el rostro, y a encontrar así una paz profunda poniéndome a la escucha de una fuente escondida en lo más profundo de mí misma” (9).
Relato éste que recuerda la vía que propone Santa Teresa de Ávila, de la interioridad en el encuentro con Dios. Tanto en sus Cartas (10) como en el Diario 1941-1943 (11), Etty nos ofrece una de las descripciones más impresionantes y conmovedoras de la literatura femenina sobre el holocausto (que nos recuerda las de Ana Frank, Adelaide Hautvail o Margaret Buber-Neumann). Y en ellos confiesa reiteradamente que su comportamiento en Westerbork no hubiera sido posible sin la presencia (aparentemente invisible e imperceptible) de Dios, que la hace sentirse “protegida, segura e impregnada de eternidad”, aunque esta experiencia resulte difícil de expresar en un momento en que Dios parecía haber abandonado el mundo y estar ausente de los Campos de exterminio de Europa.
A la destrucción inclemente impuesta por los nazis, Etty opone su sensibilidad femenina, desarmada pero no exenta de armas simbólicas; quiere ser “el corazón pensante de los barracones”. Quizá lo que quiere salvar por encima de todo es la conciencia moral en un momento en que toda responsabilidad parecía diluirse. A ella le obsesiona todo esto y sobre todo: el odio indiferenciado al enemigo, la presencia del resentimiento en nuestro interior -que nada tiene que ver con la sana indignación moral por sus crímenes-. Y citando las palabras del evangelio: “Ama a tus enemigos”, afirma “Y si somos nosotros quienes lo decimos, tendrán que creer que es posible”.
La reflexión sobre el problema del mal y del sufrimiento está en el centro del discurso femenino de nuestras protagonistas, que no se dejaron arrastrar por la dinámica del odio, sino que se aferraron a un resquicio de esperanza determinada por una inesperada experiencia personal, que fue, en todas ellas, el motor del proceso de conversión que cambió sus vidas y su percepción del mundo.
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Bibliografía y Notas
1) Citado en. A. López Quintás, Cuatro filósofos en busca de Dios, op. cit.
2) “¿Qué le movió a la conversión definitiva a la fe cristiana, en cuyos aledaños se había movido largo tiempo?”, se pregunta A. López Quintás. Conviene meditar en el siguiente párrafo de su trabajo sobre “causalidad psíquica”, publicado el mismo año del bautismo: “Hay un estado de descanso en Dios, de total suspensión de toda actividad del espíritu, en el que no se pueden concebir planes, ni tomar decisiones, sino que, haciendo del porvenir asunto de la voluntad divina, se abandona uno enteramente a su destino. He experimentado este estado hace poco, como consecuencia de una experiencia que, sobrepasando todas mis fuerzas, consumió totalmente mis energías espirituales y me sustrajo a toda posibilidad de acción” (apud A. López Quintás, op. cit., pp. 141-142)
3) Estrellas amarillas. Autobiografía. Infancia y juventud, Editorial de Espiritualidad, Madrid, 1992 , p. 318.
4) Simone Pétrement, Vida de Simone Weil, op. cit.
5) Simone Weil, A la espera de Dios, op. cit.
6) Sólo lo sitúa en un contexto más amplio y menos exclusivamente positivo, a la vez que impide que se la desgaje de ahí. Y la clave de ello está en la palabra que usa Simone al explicarlo: ella no habla de belleza ni de serenidad, sino de “pureza” (“incomparable maravilla de pureza”). La belleza como pureza se convierte siempre en llamada, en exigencia, perfectamente compatible con la identificación con los desheredados, que no es sino otra forma de pureza. Es una concepción de belleza radicalmente distinta de su uso posmoderno, que sólo ve en ella un consuelo (engañoso quizá, pero ¡qué importa eso si funciona!) contra la brutalidad de lo real.
7) Simone Weil, Pensamientos desordenados, Trotta, Madrid, 1995.
8) Citado en Simone Pétrement, Vida de Simone Weil, op. cit. Para todo este episodio Cfr. Laura Boella, Pensar con el corazón. Hannah, Arendt, Simone Weil, Edith Stein, María Zambrano, op. cit.
9) P. Lebeau, Etty Hillesum. Un itinerario espiritual, op. cit. p.93, ver también Paul Lebeau, Etty Hillesum Ámsterdam 1941- Auschwitz 1943, Sal Terrae, Santander, 2003.
10) Publicadas con el título de El corazón pensante de los barracones. Cartas, op. cit.
11) Una vida conmocionada. Diario de Etty Hillesum, op. cit.
Ver las partes anteriores:
III. SIMILITUDES ENTRE TERESA DE JESÚS Y LAS TRES MÍSTICAS JUDÍAS
II. PROYECCIÓN HISTÓRICA Y VIGENCIA DE LA ESPIRITUALIDAD DE TERESA DE JESÚS
Catedrático de Filosofía