VII. A LA ESPERA DEL REINO
El Padrenuestro es la oración que resume en sólo dos Palabras: Abbá y Reino, el núcleo mismo, la esencia del mensaje cristiano. Esta primera pareja de palabras es la más conocida de todas las que Jesús pronunció, con garantía histórica, y que, además, “debieron ser constantes en su lenguaje”, como señala el gran teólogo jesuita José Ignacio González Faus. “Con ellas se verifica una doble corrección en la visión religiosa de Dios: antes que Juez o Poder, Dios es fuente de vida, de confianza, de dignidad humana y de libertad. Eso es lo que sugiere la alusión metafórica a la paternidad de Dios y, además, con una palabra aramea que no era nada habitual para dirigirse a Él: Abbá” (1).
Referirse a Dios con la palabra “¡Abbá!” —en el sentido más infantil del término, pregnante de ternura y confianza: “Papá” — barre todas las sombras del miedo a Dios. Y esto vale, ante todo “para el Dios que se ha revelado con toda su realidad luminosa en la conducta de aquel cuyo corazón se conmovía por la necesidad del pueblo (Mc 8,2), que abrazaba a los niños (Mc 10,16), que acogió con ternura a la pecadora, que derramó lágrimas por la desgracia que se cernía sobre Jerusalén” (Lc 19,41): Jesús de Nazaret, como ha señalado, con acierto y precisión, el teólogo alemán E. Biser en su obra Pronóstico de la Fe. Orientación para la época postsecularizada (2).
Ciertamente, nos recuerda J. I. González Faus, “el tema de la paternidad de Dios ha ocupado mucho espacio en la reciente teología feminista, para evitar que se le travistiera en radical masculinidad de Dios, dando pie a toda la teología patriarcal que hemos tanto sufrido durante siglos. Pero una vez superado esto, y aclarado que Dios no es padre ni madre en el sentido genérico de masculino o femenino [sexual-biológico o genérico-social, que sería caer en un burdo e infantil antropomorfismo], sigue en pie algo aún más importante. La ‘parentalidad’ de Dios significa lo mismo que dice el Nuevo Testamento en uno de sus escritos finales: Dios es Amor (1ª Epístola de San Juan, 4,8-16). El amor es casi lo contrario del poder. Y por eso, la definición significa que Dios (el “omnipotente”) no tiene más poder que el del amor”. El problema es —en opinión de Etty Hillesum— que el hombre busca espontáneamente a su Dios en la línea del poder Desgraciadamente en la historia de la Iglesia la definición de Dios como poder ha oscurecido en ocasiones la revelación de Dios a través de Jesús y por eso Jesús les da miedo (González Faus, pp. 5-6).
La parentalidad de Dios, desde este punto de vista, no puede separarse —y Jesús nunca la separó— del Reino que anunciaba, del Reinado de Dios o del Amor, que daba una dimensión “social, comunitaria, universal y ‘terrenal’ a la filiación divina de cada ser humano y a la fraternidad de todos los hombres, que de ella se necesariamente se derivaba, por ser todos hijos del Padre. No se puede ser hijo de Dios sin ser hermano de todos, incluso de nuestros enemigos personales y sobre todo grupales, como nos enseña con insistencia el evangelista Mateo. Las palabras Padre y Reino de Dios estaban esencial, inseparablemente vinculadas entre sí, tal como señalábamos al principio.
Nunca en el pasado y, mucho menos en el presente, ha podido disociarse, en la imagen del Dios Padre, una doble dimensión, la de su parentalidad divina y la de su maternidad compasiva que, sobre todo en el Nuevo Testamento, manifiesta ostensiblemente con sus hijos. En este sentido el teólogo y filósofo germano Eugen Biser ha hecho notar, por una parte, que “mientras que la humanidad ha oscilado a lo largo de toda su historia entre el Dios de la compasión misericordiosa y el de los castigos terribles, Jesús ha borrado, sin dejar alternativas, la sombra de lo pavoroso para que brillase el rostro del Padre que ama incondicionalmente”; y, por la otra, que “quien, en el Dios de Jesús elimina el elemento de la maternidad, no ha comprendido el sentido de su “ser padre”, que con su gran “autoridad” tiende a crear una relación filial con él, la cual no cede a ninguna actitud materna en intimidad, seguridad y dicha” (op. cit., pp. 265).
Esa imagen divina, misericordiosa, maternal, y compasiva del Padre, tan bien grabada en la Parábola del hijo pródigo, no necesita, en opinión de E. Biser, de ninguna “enmienda” feminista radical, y menos aún de su adulteración mediante una inserción en ella de rasgos y características propias de concepciones religiosas naturalistas, que tienden a resucitar imágenes arcaicas de una “deidad madre” o de divinidades femeninas ancestrales, pretendidamente reprimidas, desde hace aproximadamente unos cinco milenios. Se incurriría así en “una peligrosa desviación de la imagen evangélica de Dios difundida y proclamada por Jesús y sellada con su sangre” (op. cit., p. 265). De esta manera, afirma E. Biser, se daría el paso decisivo para la trivialización de lo religioso, por comparación con el objetivo marcado por Jesús. El error manifiesto de esta espiritualidad feminista radical consistiría en que la “paternidad de Dios, que él [Jesús] ha revelado, se interpreta [desde esa espiritualidad] como una cualidad específicamente sexual, y, como tal, contrapuesta a una pretendida “maternidad compasiva” o “feminidad de Dios —supuestamente— reprimida” (Ibid) (3).
Aclarado este importante y trascendental aspecto, E. Biser encuentra, no obstante, algo positivo en el correctivo y en las interpelaciones expresadas por otras feministas cristianas contra una predicación controlada por el magisterio institucional eclesiástico que, en ocasiones, “no se ha mantenido de hecho a la altura de la imagen divina del Padre desvelada por Jesús”, preguntándose “si no ha caído más bien —en el sentido de los reproches formulados repetidas veces— en unas representaciones andromórficas y patriarcales” del mismo. Para concluir en la importancia de combatirlas también “no sólo en interés de la mujer, que se ve así arrinconada y reprimida en su influencia inspiradora, sino tanto o más en interés del mensaje de Jesús, que con la masculinización de la imagen de su Padre se falsea no menos gravemente que con su retoque feminista” (Ibid, p. 267) (4).
Esta noticia de la Paternidad amorosa divina es la que nuestras místicas —empezando por Teresa y acabando con Etty—- intuyeron con profundidad teológica, como núcleo esencial de su confianza en Él y de su esperanza en el Reino, lo que, en definitiva, les sirvió como programa o proyecto vital para acercar ese Reino prometido a todos los hombres ya fuesen enfermos (ciegos, cojos, sordos, paralíticos, leprosos), marginados sociales de la más baja clase o condición social (prostitutas, recaudadores, mujeres, viudas, niños, perseguidos y pobres y un sinfín de gentes que hoy llamaríamos ‘don nadie’), como nos señala J. L. G. Faus (op. cit., p. 7). Porque Dios, dice la Biblia, tiene en la esencia de su paternidad “entrañas de misericordia” o “matriz compasiva” (de “rahamin”: “entrañas”; plural de “rahem”, que significa “vientre materno” o matriz). A esa tarea, a esa esperanza en el Reino del Padre y en su advenimiento (como se pide en el Padrenuestro) Simone, Etty y Edith – y, antes que ellas, Teresa-, entregaron su vida ––la inmolaron— hasta el final de sus días.
Santa Teresa de Jesús, culminó definitivamente su esfuerzo a los 67 años, después de varios meses de estancia en Burgos donde concluye su última fundación, encontrándose de viaje y en plena actividad en 1582. El 20 de septiembre llega enferma y exhausta de fuerzas a Alba de Tormes, donde muere el 4 de octubre de 1582, tras una vida de extenuantes viajes, esfuerzos y sacrificios. Santa Edith Stein, con 51 años: una vez que los nazis invadieran Holanda. Tras la famosa carta pastoral de los obispos holandeses en protesta por las deportaciones de los judíos y la expulsión de los niños judíos de las escuelas católicas, los nazis arrestaron a todos los católicos de origen hebreo. Edith y su hermana fueron tomadas prisioneras el 2 de agosto de 1942 en el Carmelo de Echt y trasladadas a Auschwitz. Allí murió el 2 de agosto de 1942. Poco antes de morir –cuenta un prisionero superviviente- se la vio en el campo sentada en el barracón, desolada y con una serena tristeza en sus ojos, como una Pietá sin el Cristo (5).
Simone Weil a los 34 años, el 24 de agosto de 1943 a las diez y treinta, después de una vida inmolada a los pobres, a los obreros, a los campesinos y, al final de su vida, a los combatientes patriotas como una auténtica mártir de la solidaridad y de la caridad. Desde que se iniciara la guerra había decidido dormir en el suelo y no comer más de la ración asignada a un soldado en el frente; desde su estancia en Londres, alimentarse con las mismas raciones que sus compatriotas prisioneros de los campos de concentración. La debilidad y la tuberculosis se adueñaron de su salud hasta morir en el Sanatorio de Ashford, donde había solicitado ingresar. Fue enterrada el día 30 en el New Cemetery de Ashford en la zona reservada a los católicos. El sacerdote que esperaban para celebrar los oficios religiosos no llegó a tiempo.
De los últimos momentos de Etty, la menor, la más joven, poco sabemos con certeza. Sí sabemos que encontró la muerte gaseada, con 29 años, llena de vida y alegría, el 30 de noviembre de 1943, según la Cruz Roja. El 7 de septiembre de 1943, partía junto a sus padres y su hermano Mischa, desde el campo de Westerbork (campo de tránsito no de exterminio) en el convoy que los llevaría a la muerte anónima, pocas semanas después, en las cámaras de gas de Auschwitz. Las últimas palabras escritas de Etty proceden de una postal dirigida a una amiga y arrojada desde el tren cuando era traslada ese mismo día al campo de exterminio polaco:
“Christine, al abrir la Biblia al azar me encuentro con esto: “El Señor es mi baluarte”. Estoy sentada sobre mi mochila en un vagón de mercancías atestado de gente. Papá, mamá y Mischa están en unos cuantos vagones más lejos. Al final, la partida se produjo sin previo aviso, debido a una repentina orden llegada de La Haya. Dejamos el campo cantando, papá y mamá con firmeza y serenidad, y también Mischa. Estaremos viajando tres días. Gracias por todas tu amabilidad y tus atenciones. A los amigos que quedan atrás seguiré escribiéndoles a Ámsterdam; tal vez te enteres de algo a través de ellos o de mi última y larga carta desde el campo.
Adiós, por ahora, de cuatro de nosotros.
Etty.” (6).
A pesar del aparente final trágico, infausto, absurdo y truncado de sus vidas, a pesar del desprendimiento y de la autonegación de sí mismas —entregadas u ofrendadas en sacrificio por amor a Cristo y a los demás— en absoluto las vidas de estas mujeres fueron vidas malogradas o sinsentido, sino plenamente logradas, máximamente realizadas. Su ejemplo, nos ayuda a amar la vida todavía más y a valorar con más intensidad la presencia del misterio, de la solidaridad y de la belleza en el mundo, a pesar de todas sus maldades, de todos sus horrores e injusticias. De ellas —y por supuesto de la inmolación de Teresa de Jesús a la obra del Carmelo— podemos decir lo que Susan Sontag dijo y escribió al comentar la vida, pasión y muerte de la joven filósofa y mística francesa Simone Weil: “Algunas negaciones de la vida permiten la verdad, crean salud y embellecen la vida”.
Bibliografía y Notas
1) Seguimos aquí, el bellísimo comentario al respecto de J. L. González Faus, en Miedo a Jesús, Cuadernos Cristianismo y Justicia, nº 163, Barcelona, 2009, pp. 5-7.
2) Eugen Biser, Pronóstico de la Fe. Orientación para la época postsecularizada, Herder, Barcelona, 1994, pp. 264-267.
3) Ibid, p. 265. Como ha sostenido el conocido ensayista Fritjof Capra (cercano al movimiento contracultural o gnóstico-esotérico de la New Age) en su obra “El Punto crucial” (Integral, Barcelona, 1982) estas imágenes encarnarían un tipo de espiritualidad feminista con mayor propiedad y mejor que la imagen de un dios masculino. De hecho, la adoración de ese tipo de deidades femeninas en muchas culturas, incluida la nuestra, precedió al culto de los dioses masculinos.
4) Vid. Antoine Vergote, Psicología religiosa, Taurus, Madrid, 1969, pp. 239-245 y 214. Para el teólogo y profesor de la Universidad Católica de Lovaina “Al ser la imagen paternal esencialmente una función y un polo, no adquiere su valor sino en una relación dialéctica con la figura maternal (…). Dios no es verdaderamente Padre, sino en cuanto que promete valores maternales, (…) Se pueden encontrar extrañas nuestras consideraciones, pero los datos positivos aportados por nuestra encuesta sobre los símbolos parentales de Dios atestiguan que la imagen divina se revela como la síntesis compleja de ambas figuras parentales” [como padre legislador y juez y como madre que consuela, protege y consigue el perdón]. En opinión de A. Vergote: “el símbolo maternal, figura de armonía y de felicidad, recuerda la reminiscencia arcaica de unión plenaria y de esperanza en el paraíso futuro, integrándose en la imagen divina, sin llegar en modo alguno a destronar el símbolo paternal”.
5) Christian Feldmann, Edith Stein. Judía, filósofa y carmelita, op. cit., p. 138.
6) Isabel Martínez Moreno (ed.) En compañía de Etty Hillesum. Jonás tras la alambrada, San Pablo, Madrid, 2022, pp. 164-165.
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Catedrático de Filosofía