II. SU INFLUENCIA Y LEGADO EN LA LITERATURA OCCIDENTAL
La literatura occidental no ha sido ajena a la utilización de la imagen de la cueva o caverna, antro o mazmorra, con resonancias mítico-platónicas.
Alegorías fundadas en un relato acerca de una caverna o similares han sido muy numerosas en su seno, desde la mazmorra calderoniana de La vida es sueño, en donde Segismundo, su angustiado personaje, encadenado desde su nacimiento nos trae a la memoria a los prisioneros de la caverna, al mostrase como aquellos incapaz de discriminar entre la realidad y la ficción, el sueño y la vigilia, hasta el relato de “la cueva de Montesinos” de Don Quijote (II, 22).También en la literatura más moderna esos y otros aspectos y dimensiones de la alegoría platónica tendrán su presencia en la misma, como es el caso de algunas obras dramáticas como la de Pirandello, Seis personajes en busca de autor, o Los días felices de Samuel Beckett.
Incluso en la literatura más cercana a las inquietudes de los niños y jóvenes, como por ejemplo Las Crónicas de Narnia de C. S. Lewis, aparecen indicios de una inspiración platónica: en efecto, al final del último libro (el 7º, “La última batalla”) se hace referencia a la alegoría al mostrarnos cómo “la tierra de las sombras” a la que los niños han arribado tras la destrucción de Narnia no era más que una pálida imitación del mundo eterno e inmutable en el que ahora moran. Tanto en la literatura de misterios y enigmas desarrollados en la Atenas clásica de Platón, como La caverna de las ideas, del escritor cubano y español José Carlos Somoza, se nos ofrecerán determinadas cuestiones que evocan influencias platónicas.
El tema de la incapacidad de discriminar lo fictivo de lo verdadero o entre el sueño y la realidad, es, sin lugar a duda, uno de los motivos más tratados por nuestro gran pensador Miguel de Unamuno en ensayos (La vida es sueño, de 1898), novelas (Niebla) y fundamentalmente en su Vida de don Quijote y Sancho. En esta última, la cuestión reaparece con un tono profundo y metafísico, llevando al filósofo bilbaíno a preguntarse: “¿Será acaso también sueño, Dios mío, este tu universo, ¿de que eres la conciencia eterna e infinita? ¿Será un sueño tuyo? ¿Será que nos estas soñando? ¿Seremos sueño tuyo, nosotros los soñadores de la vida? Y si así fuese, ¿qué será del Universo todo, que será de nosotros, ¿qué será de mi cuando Tú… despiertes?”.
De igual manera que también lo hace la novela homónima de José Saramago, La Caverna (La caverna, Alfaguara, Madrid, 2001). Para el premio Nobel portugués esa mítica caverna será identificada con los grandes centros comerciales: los auténticos templos del consumismo que esclavizan y alienan a los individuos. José Saramago hace una especie de alegoría del mercado, en el que las mercancías-fetiches se convierten en un nuevo objeto de culto e idolatría, y sus templos —las Grandes superficies comerciales- sustituyen a lo sagrado tradicional, ocupando el lugar vacío dejado por sus dioses, rituales y creencias religiosas al marcharse— como ya profetizara un siglo antes Nietzsche, el adalid y profeta de la muerte de Dios, propiciado y legitimado por un laicismo hegemónico y dominante, que penetra todos los espacios e intersticios de las ricas y desarrolladas sociedades occidentales. Se diría que los escaparates de los Grandes Almacenes de nuestras modernas ciudades, cavernas de la época contemporánea, vienen a configurarse como una especie de inmenso caleidoscopio donde, al igual que en la alegoría de Platón, los prisioneros-consumidores creen ver y describir las cosas reales cuando solamente ven y describen sus sombras o apariencias (Vid. Mariano Arias, “El mito de la caverna. A propósito de Saramago y el mito de la caverna de Platón”, Eikasía, Revista de Filosofía, año III, 13, 2007, p. 29).
No podemos olvidar por lo que se refiere a la literatura dramática española, las manifiestas similitudes o analogías entre algunas de las obras dramáticas, de más contenido filosófico, de A. Buero Vallejo y el mito de la Caverna. Concretamente en su drama “En la ardiente oscuridad”, sus protagonistas: un grupo de jóvenes ciegos, ingresados en una institución o residencia de estudiantes invidentes, ejemplifican, en un plano teórico-filosófico, una especie de parábola en la que la búsqueda de la verdad y la aceptación de la realidad pueden ser un camino doloroso y áspero de recorrer, cuyo final trágico mostraría la inutilidad de todo esfuerzo. O podría también representar, políticamente, la situación de un pueblo oprimido y sometido a oscura represión, injusticia y engaño y su insuperable incapacidad para ver y comprender la verdadera realidad en la que vive o la manera de cambiarla y salir liberado de ella, en cuyo caso se estaría apuntando críticamente a la España de su tiempo, sometida a un régimen dictatorial.
En “El tragaluz, un experimento en dos partes”, el paralelismo entre ella y la alegoría de Platón es todavía más manifiesto y evidente, sobre todo en determinadas escenas de la trama, tanto plástica como conceptualmente, como ha demostrado certeramente Enrique Pajón uno de los mejores conocedores de su pensamiento y teatro, en varios de sus muchos ensayos dedicados al gran dramaturgo español alcarreño. Ya la sola definición de un tragaluz (“claraboya, lucerna o ventana situada en el techo o parte superior de una pared, utilizada para proporcionar luz a una habitación”) evoca la situación de los personajes de la obra que, cuando desde el sótano, mundo de sombras en el que habitan, alguno de sus personajes (Mario, Vicente o el Padre) mira por el tragaluz al exterior, solo oye las voces de la gente que pasa por la calle y percibe únicamente sombras de personas que por ella transitan, en similitud a lo que ocurre con los prisioneros de la caverna platónica. Sin embargo, la huida de la casa-sótano de Vicente, uno de los protagonistas del drama, y su castigo final ––apuñalado por su padre demente— por su pecado de hybris (desmesura, orgullo), no coincide en absoluto con la actitud y peripecia final del prisionero liberado de sus cadenas del relato platónico.
También Jorge Luis Borges ha tratado de evocar e imitar la fuerza alegórica del mito de la caverna en su relato “Las ruinas circulares” (Ficciones), aunque no de manera directa y explícita, sino sugerida e indirectamente evocada. En su narración, influenciado por el idealismo de Berkeley y por Schopenhauer, el escritor argentino desarrolla el tema de la dificultad existente para diferenciar los siempre confusos límites entre la realidad y la ficción, para distinguir el mundo como sueño e ilusión del mundo como verdad o realidad o, en fin, la posible condición de mero fantasma o simulacro de los hombres: “No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo!” (Ficciones, Alianza Emecé, Madrid, 1988, p. 68). Si todo es sueño, también nosotros podemos ser el producto de otro que nos sueña: “Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo” (Ibid, p. 69). No otra cosa afirmará en otro genial libro suyo, cuando escribe en uno de sus relatos (“Avatares de la tortuga”) lo siguiente: “Admitamos lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrealidades que lo confirmen. Las hallaremos creo en las antinomias de Kant y en la dialéctica de Zenón” (Discusión, Alianza Emecé, Madrid, 1983, p. 116).
Pero es, sobre todo, en uno de sus más sugestivos cuentos, el titulado “Esse Est Percipi”-escrito en colaboración con A. Bioy Casares e incluido en su obra conjunta “Cuentos de H. Bustos Domecq” (1985)-donde se plantea una singular recreación de la situación-narrada por Platón en el comienzo del Libro VII de su República- en la que se encuentran los prisioneros de la mítica caverna platónica al contemplar y percibir la ficción ilusoria de las sombras e imágenes proyectada en la pared del fondo de la caverna como única y verdadera realidad (que no sólo se inspira en el relato platónico de la caverna del IV a, de C., o ejemplifica sólo con nombrar su título la teoría idealista berkeleyana del conocimiento humano, sino que, además, anticipa relatos virtuales cinematográficos del siglo XX). Se nos relata en dicho cuento la situación de estupor en la que, de repente, cae un aficionado al futbol, cuando se apercibe de que el estadio de la capital en el que hasta hace muy poco tiempo la tv. Y la radio retransmitía los partidos disputados en tan emblemático recinto, ha desaparecido.
Alarmado, acude a pedir explicaciones a un mánager o responsable futbolístico, antiguo conocido suyo, elogiando –para romper el hielo inicial- la espectacularidad del último gol del equipo, así como la maestría de los jugadores Zarlenga, Parodi o Limardo. El mánager le responde que estos jugadores son pura ficción, que él mismo inventó sus nombres para poder retransmitir los ilusorios partidos. Ante la incredulidad de su aficionado amigo, continúa su sorprendente revelación de esta manera:
“- ¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don Domecq?
-¿Debo deducir que el “score” se digita?
-No hay “score” ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de futbol se jugó en esa capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento el fútbol al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una caverna o de actores con camiseta ante el ‘cameraman’.
-Señor, ¿quién inventó las cosas? –atinó a preguntar el aficionado.
-Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quien se le ocurrieron primero. Las inauguraciones de escuela y las visitas fastuosas de testas coronadas son cosas que no existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase, Domecq, la publicidad masiva es la contramarca de los tiempos modernos.
-¿Y la conquista del espacio? –gimió el aficionado.
-Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no lo neguemos, del espectáculo cientificista.
-¿Entonces –masculló el aficionado- en el mundo no pasa nada? […] (J. L. Borges y A. Bioy Casares, Cuentos de H. Bustos Domecq, Seix Barral, Barcelona, 1988).
No podemos dejar de señalar, ubicados como estamos por este último relato en la tierra de Borges, Buenos Aires, de aludir a una especie de minirrelato de uno de los grandes escritores argentinos contemporáneos, Ricardo Piglia, incluido en una de sus novelas más apreciadas por críticos y público, Respiración artificial (Cf. F. Eco Paratti, Resonancias desde el fondo de la caverna: del mito platónico en la literatura, Palabra viva. La Letra del Escriba, 1, 14, 2019). En ella, y puesta en boca de uno de sus personajes, se cuenta esta sugestiva y tierna historia, con evidentes remembranzas del “mito de la caverna platónica” y del “filósofo” que retorna para dar noticia de su extraordinario descubrimiento, tras escapar de la caverna, a sus antiguos compañeros. Dice así:
“Una vez estuve internado en un hospital, en Varsovia. Inmóvil, sin poder valerme de mi cuerpo, acompañado por una melancólica serie de inválidos. Tedio, monotonía, introspección. Una larga sala blanca, una hilera de camas, era como estar en la cárcel. Había una sola ventana, al fondo. Uno de los enfermos, un tipo huesudo, afiebrado, consumido por el cáncer, había tenido la suerte de caer cerca de ese agujero. Desde allí, incorporándose apenas, podía mirar hacia fuera, ver la calle. ¡Qué espectáculo! Una plaza, agua, palomas, gente que pasa. Otro mundo. Se aferraba con desesperación a ese lugar y nos contaba lo que veía. Era un privilegiado. Lo detestábamos. […] Por fin murió. Después de complicadas maniobras y sobornos conseguí que me trasladaran a esa cama al final de la sala y pude ocupar su sitio. Desde la ventana solo se alcanzaba a ver un muro gris y un fragmento de cielo sucio. Desde la ventana solo se alcanzaba a ver un muro gris y un fragmento de cielo sucio. Yo también, por supuesto, empecé a contarles a los demás sobre la plaza y sobre las palomas y sobre el movimiento de la calle. ¿Por qué se ríe? Tiene gracia, me dice Renzi. Parece una versión polca de la caverna de Platón” (Ricardo Piglia, Respiración artificial, Fondo Editorial Casa de las Américas, la Habana, 200, p. 138).
Se trata de uno más de los innumerables ejemplos de la enorme influencia de la Alegoría de la caverna en la cultura, la filosofía, la literatura y el arte occidentales.
(Continuará).
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