IV. LA ALEGORÍA DE LA CAVERNA EN EL CINE: DE “LA ROSA PÚRPURA de El CAIRO” A “EL CONFORMISTA” y “CINEMA PARADISO”
En La Rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo) de 1985, su director y guionista Woody Allen nos muestra la capacidad del cine para divertir, emocionar y asombrar al espectador y también para moverlo a pensar. Se narra en ella la historia de una camarera, Cecilia (Mia Farrow), que vive en una pequeña ciudad de New Jersey, en la época de la depresión, en los años treinta del pasado siglo. Lleva una triste vida y trabaja, con su hermana (Stephanie Farrow), en un restaurante que las explota. Su marido Monk (Danny Aiello), en paro y entregado al juego y la bebida, la maltrata y su vida es un infierno. Su único refugio o evasión es una sala de cine, la sala Jewel, donde su identidad desaparece y se transporta al esplendor de la ficción.
El milagro de su vida se produce cuando el galán de la película que está contemplando por quinta vez (La rosa púrpura de El Cairo), el arqueólogo romántico Tom Baxter (interpretado por Jeffs Daniels), “poeta, explorador, aventurero, de los Baxter de Chicago””, fascinado por la mirada de su admiradora, se sale del guion y, abandonando el mundo de la ficción, atraviesa la pantalla entrando en el mundo real para saludar a Cecilia y reunirse con ella. El ingenuo galán, hombre de celuloide, cuyo caudal de experiencias se limita a lo que ha aprendido en la película, recorre los espacios donde se desenvuelve la vida cotidiana de Cecilia y queda sorprendido por la compleja y, para él, fascinante realidad que encuentra.
El amor entre la espectadora y el galán salva la distancia entre los dos mundos, convirtiéndose en la posibilidad de que la vida de ambos protagonistas tenga sentido y valor. Conocida la realidad abierta, extrafílmica, Tom no quiere volver a la ficción –“la gente real desea una vida ficticia, y los personajes de ficción una vida real”, sentenciará alguien en un momento de la cinta. En consecuencia, rompe con su guionista y se enfrenta con el enfurecido marido abandonado por Cecilia y con el actor que le ha dado vida en el film, quien también ha conocido a Cecilia y se ha enamorado de ella.
Desde la pantalla, los demás actores del film se quejan de que ellos, a diferencia de Tom, no pueden escapar de la película ni de su monótona vida confinada en el celuloide y de que, a falta del personaje Tom, se ven obligados a improvisar una parte del guión inesperadamente suprimida. Del lado de acá de la pantalla, la acomodadora de la sala, en vista del caos sobrevenido, sugiere al dueño del cine que quizá lo mejor sería apagar el proyector. Uno de los personajes del film, espantado, interviene para decir: “¡No apaguen el proyector! ¡No! ¡Si se va la luz, desparecemos todos”!
José Antonio Rivera, que ha dedicado al tema de la relación entre el Cine y la Filosofía dos sugestivos ensayos, comenta al respecto: “Es este un divertidísimo momento berkeleyano. Quizá usted no lo sepa, pero el filósofo irlandés George Berkeley (1685-1753) tenía una curiosísima, casi extravagante, concepción de cómo era el mundo: creía que la realidad era como el mundo que transcurre en el interior de una película, un universo inmaterial hecho de las ideas o fotogramas proyectados continuamente por la mente de Dios. De tal modo que, si Dios dejara de proyectar esos fotogramas, la realidad se evaporaría como un sueño, con todo lo que en ella estuviera contenido” (Juan Antonio Rivera, Lo que Sócrates diría a Woody Allen. Cine y Filosofía, Espasa-Calpe, Madrid, 2003, (pp. 242-243).
Cecilia, por su parte, tiene que elegir entre el personaje de la película y el actor real que lo interpreta, de quienes se ha enamorado. Elige al actor porque le promete ir a Hollywood, pero al final la abandonará. Tom Baxter regresa al film. A ella sólo le queda el consuelo y ensoñamiento del cine: vuelve a la sala cinematográfica, donde permanece encantada por otra película: en la pantalla Fred Astaire y Gingers Rogers bailan Cheek to cheek, tal vez la pareja más glamurosa de la época de esplendor de la fábrica de sueños. Seguirá refugiándose en la sala Jewel, tratando de conocer las vidas privadas de sus actores favoritos, enamorándose de ellos y pendiente de los últimos estrenos cinematográficos.
Sin duda comprobamos, tras la visión de esta bella película, cómo en la sala de proyección se reproducen los dos mundos de la alegoría platónica: el mundo de la ficción (fílmica) y el mundo real de la vida misma. En el mito de la caverna, la mirada y la visión orientan el alma humana de las sombras hacia la luz. En el film se produce una orientación de la mirada también desde las sombras (desde la rutina de una vida miserable) hacia la luz proyectada en la pantalla de un mundo más luminoso, verdadero y mejor (representado y encarnado por el amor del personaje poético y aventurero que transforma radicalmente la vida de la espectadora enamorada). La dialéctica de la luz y de las sombras, como en el relato platónico, preside, pues, toda la trama de la película.
Pero sin duda alguna será Bernardo Bertolucci quien de una manera explícita llegue a hacer uno de las más dramáticos y bellas referencias a la alegoría platónica de la caverna que nunca se hayan hecho en el cine. Nos referimos a su película El Conformista (Il Conformista, de 1970), basada en una homónima novela de Alberto Moravia. En una determinada secuencia del film su protagonista, Marcello Clerici (Jean Louis Trintignant), un fanático activista fascista que ha recibido el encargo atentar contra su antiguo profesor de filosofía, un antifascista convencido, el profesor Quadri, marcha a París para cumplir su criminal misión. En una escena clave, Clerici dialoga con su viejo mentor en su estudio y éste le recuerda que la caverna de Platón era el tema de su tesis inacabada.
Durante la conversación, Marcello rememora que cuando el profesor entraba en la clase solía siempre cerrar las ventanas para que no hubiera luz ni ruido. A continuación, se dirige a la ventana y baja las persianas dejando pasar sólo un tenue rayo de luz hasta asemejarla a una lúgubre caverna, como la descrita por Platón el comienzo del libro VII de República. Vuelve a relatar entonces cómo el profesor solía, en efecto, enseñar el Mito de la caverna, y se dispone a exponerlo. Recuerda cómo su profesor comparaba a los prisioneros atrapados y engañados en el interior de la cueva con los habitantes de la Italia fascista, cegados por la propaganda del régimen. En un momento concreto de la exposición de Marcello, en el que entra suficiente luz como para proyectar las sombras –detrás de ellos- en la pared de la habitación que ocupan, su sombra es captada y aparece saludando al modo fascista. Al final tras expresar el profesor Quadri sus dudas respecto a que su antiguo alumno sea verdaderamente un fascista de corazón, sube las persianas y la sombra de Clereci desaparece con la luz resultante.
Bernardo Bertolucci utiliza la evocación fílmica de esa clase de filosofía y del relato platónico de la caverna, para poner de manifiesto, precisamente, su denuncia de la Italia fascista de Mussolini, un mundo de sombras y esclavitud, en el que sus habitantes, prisioneros-engañados de la caverna política del dictador italiano y de sus secuaces, sin ser conscientes –como los prisioneros de la caverna platónica- de la manipulación a la que permanentemente están siendo sometidos por políticos e ideólogos de ese régimen nefasto, creen vivir en el mejor de los mundos posibles bajo un gobierno justo, libre y benéfico.
Como señala Christhopher Falzon (La filosofía va al cine, op. cit., p. 34.), si la imagen de la caverna ha sido utilizada para hacer un comentario acerca de formas de confinamiento en un contexto social y político amplio, una sociedad, un pueblo o una nación, también ha sido utilizada para referirse al viaje que un individuo realiza para salir de la infancia y del confinamiento intelectual. En Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore (1988), se utiliza la imagen de la caverna, y el paralelismo entre caverna y cine, para representar el desarrollo de su personaje principal, Toto, en su camino hacia la madurez e independencia intelectual. En la película, Toto, cuenta la historia de su infancia, y en particular, su amistad de infancia con el proyeccionista del cine de su barrio. Un lugar parecido a la caverna, donde los aldeanos se sienten hechizados y seducidos –-en realidad “encadenados” — por las opiniones convencionales y estándares de conducta que ven en la pantalla. Pero Toto ha empezado ya a escaparse de su confinamiento cultural porque le ha dado la espalda a la pantalla y ha llegado a conocer al proyeccionista que está “entre bastidores”. La fuga liberadora de la caverna, que Platón concibe, tiene su parangón en la historia global de la película que describe cómo Toto logra escapar gradualmente de los estrechos límites de la pequeña vida pueblerina, y se dirige hacia el ancho mundo para adquirir una “paideia”, una educación (Ibid., p. 34).
Hemos visto a lo largo de esta aproximación a la hermenéutica y al simbolismo metafórico de la alegoría de la caverna, cómo su actualidad intemporal y su proteica riqueza de significado han quedado más que demostradas. Tras veinticinco siglos de vigencia, la metáfora platónica ha tenido una inmensa perdurabilidad en la historia de las ideas, antiguas y modernas, y también en la imaginación mítica, narrativa, teatral y cinematográfica de la historia cultural occidental (e incluso, añadiríamos, pictórica, dimensión ésta en la que no hemos podido detenernos en este ensayo, pero que merecería una reflexión al efecto: los bocetos de Cornelius Van Haarlem, de 1602, serían un preciso paradigma de la misma).
Hasta uno de los más populares pensadores del momento, Yubal Noah Harari (en “21 lecciones para el siglo XXI”) ha utilizado la alegoría platónica de la caverna al hilo de su interpretación de Matrix y de El show de Truman, sustituyendo simplemente el término “caverna” por el de “caja” o “ciberespacio” o “matriz”. En el epígrafe Vivir en una caja (del capítulo 18 de su libro,) escribe algo que resulta familiar al que haya leído el símil del filósofo de la Academia de Atenas:
“Matrix presenta un mundo donde casi todos los seres humanos se hallan presos en el ciberespacio, y todo lo que experimentan está creado por un algoritmo maestro. El show de Truman se centra en un único individuo que es la estrella involuntaria de un reality show (…) Neo en Matrix y Truman en El show de Truman, consiguen trascender la red de manipulaciones y escapar de ella, descubrir su yo auténtico y alcanzar la tierra prometida auténtica (…) Cuando escapamos de la matriz [como Neo, o del estudio de televisión como Truman] lo único que descubrimos es una matriz mayor (…). Nuestra identidad fundamental es una ilusión compleja creada por redes neuronales (…) Quizá todos vivamos dentro de una gran simulación informática, al estilo de Matrix” (Y. N. Harari, 21 lecciones para el siglo XXI, op. cit., pp. 272-275).
Cada época —ya lo señalábamos— ha diseñado su propia “alegoría de la caverna”, interpretando de diversa manera su significado originario, lo que indica que se trata de un texto clásico, y en cuanto tal “investigar en la historia de este relato” —escribe Pablo Capanna– “es indagar en las grandes ficciones que, inmunes al paso del tiempo, atraviesan los más diversos campos del saber manteniendo y conservando una vigencia siempre renovada y sorprendente”.
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