Francisco Martínez Sánchez: «Que la muerte nos encuentre vivos»

Hace cuatro décadas, en la solemnidad de la Ascensión, moría mi hermana Lupe, tras una vida ejemplarmente evangélica. Vivió “vivamente”. Por entonces yo leía las meditaciones de Jiddu Krishnamurti. No recuerdo si fue en “El libro de la vida” donde leí una frase suya que me impactó mucho: “Haced que la muerte os encuentre vivos”. Sentirse “vivo” al final de la vida es un honor providencial. Jesús de Nazareth cambió esencialmente el escenario de la fe. Para él la muerte no fue un punto de llegada, sino un punto de partida, camino pascual. La muerte lo encontró “vivo”, dador de paz, de perdón, de no-violencia: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).

Cuando se usa la violencia se pierde la noción de Dios y de los humanos. Se cae en el olvido del sentido de la vida y se cometen las crueldades más absurdas. Ya el Génesis, más de mil cuatrocientos años antes de Cristo, nos narra la violencia cainita derivada de la envidia humana (Gen 4). Desde entonces la violencia ha sido la triste compañía del hombre. Por poner ejemplos: las conquistas de Alejandro Magno (336 a. C.) lo convirtieron en un mito posiblemente por su “religiosidad” que manifestó a lo largo de su vida. Sus victorias, sin embargo, fueron fruto de un tirano megalómano basando su orden político en inmensas masacres. También, bajo el liderazgo de Genghis Khan (1206), los mongoles celebraron una oleada de conquistas como resultado de los exterminios masivos. La misma historia eclesiástica tampoco escapa a ese “delito” que justificaba la Inquisición y las guerras de religión. En intensidad, la violencia alcanzó su grado absoluto en el siglo XX y sigue en nuestros días: recordemos a Mahsa Amini que por el hecho de portar su velo inadecuadamente, pagó un alto precio con su muerte bajo la intolerancia iraní… Desde la violencia impulsiva de las hordas primitivas se ha llegado a “excusar” las violencias individuales y colectivas a mano armada, las guerras atómicas o amenazas nucleares. Ya André Malraux, el autor de “La Condition Humaine” (1933), decía que “en los rincones más profundos del corazón están agazapadas la tortura y la muerte”. Diríamos, pues, que los gérmenes de las más atroces guerras anidan en la supremacía manifiesta de la violencia.

Desde los agitadores tóxicos que envenenan con sus provocaciones, a los golpes de imágenes violentas que llenan los espacios on line, se añade “la multitud de sal” sobre las heridas de los más vulnerables. Urge, pues, si no queremos sucumbir al harakiri dramático del planeta, comprender mejor los mecanismos de la violencia e identificar caminos para la reconciliación. Lo intentó Mahatma Gandhi quien desde 1919 condujo la independencia de su país a través de la estrategia política de la no-violencia, aunque pagando caro su pacifismo al ser asesinado en 1948. Hoy, el propio papa Francisco con la autoridad de su palabra y su testimonio es semilla en el campo del pacifismo.

Urge, sí, reconciliarnos con nosotros mismos, fumigando las cenizas de nuestros egos. Sin duda es la predicación de las Iglesias cristianas en estos días de Adviento: un tiempo de estar a bien con nosotros mismos lejos de toda violencia tanto interna como extramuros. Urge, sí, estar despiertos, crecer en humanidad descubriendo a ese prójimo vulnerable con apellidos concretos: eutanasia, aborto, inmigración, refugiados, sin techo, gays y lesbianas, ancianos sin recursos, etnias maltratadas… Urge, sí, traducir los acontecimientos violentos en busca de una nueva era que desengarce la historia presente de los trompicones del odio, la soberbia, las ansias de poder… Somos, ciertamente, una leyenda humana compleja, en la que se nos pide estar muy vivos, en vela, ante el “culto” de la violencia. Si la guerra es un proceso demencial por excelencia, no menos es la violencia en cualquiera de sus manifestaciones. Todavía subyacen conductas psicóticas que quiebran el destino de la vida y la esencia de la muerte. Voltaire, en “Essai sur les moeurs et l’esprit des nations” (Paris, 1756), era consciente de las grandes virtudes de su tiempo, pero escribía “La historia de los hombres es una colección de crímenes, locuras y desgracias…”

Se habla mucho de guerras en más de treinta rincones del planeta, pero el problema no es tan solo de “estar contra la guerra”, sino también de buscar alternativas a la violencia entre las que podríamos señalar: erradicar la pobreza, mejorar los estándares educativos, evitar la proliferación de escenas violentas on line, vencer las leyes discriminatorias, afrontar los factores que impulsan vías legales para la migración, reducir las brechas salariales o generacionales, combatir la intolerancia religiosa, así como la ambición de poder y los nacionalismos como fuentes de discordia… La psicología y la pedagogía tiene aquí un gran campo de acción como mecanismo disuasorio de toda violencia. El primado de la paz y de la justicia autentifica la lucha contra toda violencia que es perversión de la vida. ¡Que la muerte nos encuentre vivos!

(Nota: Este artículo de Francisco Martínez Sánchez se ha publicado en la ediciones de IDEAL de Almería, Jaén y Granada)

 

Francisco Martínez Sánchez

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