I. ALBERT CAMUS O LA “CONCIENCIA ÉTICA DE EUROPA” *
El tratamiento del tema del poder en Albert Camus (1913-1960), uno de los escritores europeos más lúcidos y representativos del pasado siglo XX, nos ofrece la oportunidad de valorar su enorme aportación intelectual, así como de destacar su indiscutible ejemplaridad moral.
Antes que valiente periodista y editorialista de Combat en la clandestinidad, durante la Resistencia y tras la Liberación; antes que excelente prosista y ensayista, autor de ensayos y relatos inolvidables como El exilio y el reino, El envés y el derecho o El verano; mucho antes que original novelista de El Extranjero y de La Peste o La Caída; antes, incluso, que insigne dramaturgo —como se evidencia en obras como Calígula, Los Justos, El estado de sitio o El Malentendido— o que profundo pensador del absurdo y crítico del totalitarismo de posguerra (El mito de Sísifo o El hombre rebelde), el Premio Nobel de Literatura francés de 1957 fue un hombre profundamente coherente, valiente y honesto, y un pensador moral de la estirpe, de tan acendrado enraizamiento en la tradición filosófica francesa, de un Montaigne o de un Pascal.
Albert Camus nace en Mondovi (Argelia), el 7 de noviembre de 1913, hijo de padre francés y de madre de ascendencia española (había sido asistenta doméstica en Orán). Su padre morirá en combate al comienzo de la I Guerra Mundial. Su familia se trasladará a Argel, donde el escritor residirá 28 años. Su infancia y adolescencia (1914-1934) transcurren en condiciones económicas difíciles. Herbert R. Lottman recuerda en su biografía (1) lo que Camus le respondió a un crítico que le había reprochado que no hubiera aprendido la libertad en Marx: «Es cierto», respondió Camus, «la he aprendido en la miseria». No podemos dejar de recordar un dato bastante significativo en la biografía personal de Albert Camus (y, en general, de todo joven adolescente): que uno de los personajes que más influyeron en su trayectoria intelectual y humana fue un profesor, en su caso lo sería el profesor de filosofía del Liceo de su ciudad, Louis Germain.
Es el tiempo de sus primeros montajes teatrales, tanto de obras propias como ajenas. Entre los 17 y 20 años padece una tuberculosis que nunca logró curar del todo. Se licencia en letras (Filosofía) e intenta dedicarse profesionalmente a la enseñanza, pero su enfermedad será un serio obstáculo para superar la Agregación de filosofía a la que optaba (en realidad se la negaron por la tuberculosis). En 1935 ingresa en el Partido Comunista, del que será expulsado dos años después por su posición crítica y discrepancias ante la dirección. En 1936 ejerce el periodismo en «Alger Republicain», con su amigo Pascal Pia. En 1937 conoce a Francine Faure, matemática y pianista, que más tarde será su esposa, de quien tuvo dos hijos: Jean y Catherine. En 1940 trabaja en Paris Soir (Lyon).
En 1942 publica en la prestigiosa Gallimard, con la recomendación de Malraux, El extranjero y El mito de Sísifo, que suponen su consagración literaria en los círculos parisienses. Sartre acogerá la novela con entusiasmo; en la zona de Vichy, por el contrario, las críticas son negativas. Ya en París, en 1943, es lector de la editorial Gallimard, participa en la Resistencia desde la primera hora y forma parte de la redacción del clandestino Combat, del que terminará siendo redactor-jefe. En plena ocupación, un año más tarde, en 1944, estrena El malentendido con la actriz española María Casares, que será desde entonces su amante durante 14 años. La publicación de La peste, en junio de 1947, le granjea un gran éxito. En otoño se habían vendido cien mil ejemplares. Es la época de la mitificación de los intelectuales de la izquierda francesa, de la rive gauche de Saint-Germain-des-Pres. Representaba con J. P. Sartre el emblema de ese barrio, que generó tanta mitología: la moda existencialista, Juliette Greco y Boris Vian, la música y el cabaret, los cafés literarios y la terraza del Flore.
En 1952 tiene lugar su ruptura con J. P. Sartre y con Les Temps Modernes, tras la publicación de El hombre rebelde. El libro fue el detonante o la excusa para ello. Francis Jeanson, amigo y biógrafo de Sartre, fue el primero en atacarlo en un artículo en Les Temps Modernes: “Albert Camus o el alma rebelde” (2). Albert Camus anotará en su diario: “Admiten el pecado, pero niegan el perdón […]. Lo único que les excusa es lo terrible de la época. Por último, hay algo en ellos que aspira a la esclavitud”. En 1956 pide una política de reconciliación en Argelia para poner fin a la guerra, entre la cólera de la extrema derecha. Protesta contra la intervención soviética en Budapest, antes había apoyado las revueltas del Berlín Este contra la opresión comunista. En 1957 le es concedido el Premio Nobel de Literatura, entre ataques de la izquierda y de la derecha. En su discurso de recepción del premio en Suecia dirá: “Debemos hablar por todos aquellos que sufren en este momento, cualquiera que sea la grandeza, pasada o futura, de los Estados y los partidos que los oprimen: para el artista no hay verdugos privilegiados”.
El 4 de enero de 1960 muere a los 47 años en un absurdo accidente de carretera, en Villeblevin (Yonne), cerca de París. Viajaba con el editor parisino Michel Gallimard y su familia (esposa e hija), procedentes de Cannes. El coche conducido por el editor chocó contra un platanero. En su cartera se encontraron, junto a su pasaporte, su diario y algunas cartas, el manuscrito inacabado de su nueva novela, El primer hombre. Su obra publicada hasta entonces era considerada como inacabada por el propio Camus, meros prolegómenos de su obra futura, que nunca jamás pudo ser realizada. Desde El extranjero hasta La caída, todo no era otra cosa que tanteos, preparación para el libro capital que no llegó a escribir.
Personalmente fue un hombre profundamente enamorado de la vida y de la belleza, de la justicia y de la libertad. En absoluto fue, como algunos dijeron, un nihilista moral y metafísico, un “ateo peligroso” (F. Mauriac), un literato existencialista seguidor de Nietzsche y apóstol del absurdo, aunque ese fuese, aparentemente, su punto de partida en El mito de Sísifo y en El extranjero. Todo lo contrario: Camus fue un amante de la vida y de la belleza, optó inequívocamente por la vida contra el suicidio y como señalara, en su momento, Jesús Tuson, “tuvo palabras duras contra el nihilismo moral porque de él solo podían derivar posturas y acciones seudo liberadoras que, en definitiva, humillaban al hombre” (3). Y también se opuso a lo que podríamos llamar “nihilismo metafísico”, porque veía en la voluntad de vivir —como nos lo revelara en El verano— un elocuente e inevitable juicio de valor positivo e incluso esperanzado desde la desesperanza (4). Impuso a su acción los límites de una fidelidad insoslayable: no pisotear jamás la dignidad del ser humano. No hizo otra cosa en su vida que buscar los caminos que le permitieran superar el absurdo. “Ni su obra se reduce a Le mythe de Sisyphe, ni la lectura atenta de este ensayo da pie para una clasificación por el estilo”. Logró así “afirmar los valores de una existencia que de ninguna manera invita a la dimisión” (5).
Camus parte, en efecto, de la noticia nietzscheana de la “muerte de Dios”, del nihilismo. Un nihilismo resultante de esa denominada muerte de Dios y, por lo tanto, que afectaba, sin duda, a los valores vigentes en su tiempo (de penuria y pesimismo): “Para los que no creemos en Dios, o tenemos toda la justicia o la desesperación”, decía en Los Justos. Pero, como ha señalado lúcidamente Enrique Cejudo, se trata de un nihilismo que ha de ser superado, un nihilismo para proponer, para construir, no para destruir. En realidad, Camus fue un debelador del nihilismo: hay que proponer mensajes positivos para no instalarse en el sin sentido o en la inacción moral. Su figura moral se encarna sin duda en el doctor Rieux y en su actitud ante la peste: la enfermedad está ahí, pero su diagnóstico no basta. Hay que vencerla, al menos dar la batalla, implicarse, comprometerse. “Hay que construir entonces el único reino que se opone al de la gracia, el de la justicia, y reunir por último la comunidad humana sobre las ruinas de la comunidad divina” (6).
Dejó claro, en fin, en esa conmovedora obra, a la que antes aludimos, “El verano” (L’été), que existía la belleza y los humillados y que él “no quería ser infiel ni a la una ni a los otros” (7). Reconoció, asimismo, que “la pobreza nunca ha sido una desgracia para mí. La luz esparcía sus riquezas”. Sobre todo, en los días de sol del Mediterráneo o en su amada playa de Sablettes (Argel). Siempre se mostró en favor de las víctimas, de los humillados y ofendidos de esta tierra, como su gran y admirado maestro Dostoievski. ¿Cómo, entonces, podía ser nihilista un hombre que creó figuras literarias tan solidarias, heroicas y desprendidas como el doctor Rieux, como Tarrou, e incluso como Kaliayef?
Camus fue, sin duda, la conciencia moral de Europa en un tiempo en que pensar con la independencia y libertad con las que él lo hizo era una auténtica proeza intelectual, un auténtico acto de heroísmo, que le granjearía unas veces la soledad y el vacío, otras la marginación y el desprecio. Lamentablemente incomprendido en su tiempo por parte de la intelligenstia de izquierdas -imbuida de una “moral hemipléjica”, en expresión de M. Vargas Llosa– hegemónica y dominante en la Francia de posguerra y en toda Europa, desde Jean Paul Sartre o Simone de Beauvoir hasta M. Merleau-Ponty (8) y otros turiferarios del padrecito Stalin y del paraíso soviético.
Albert Camus fue consciente del precio que tenía que pagar por todo ello y lo asumió con una gallardía y una honestidad ejemplares desde su obra, desde su acción política y desde su práctica periodística, crítica y denunciadora de todas las injusticias que le saliesen al paso, sin renunciar jamás a los principios éticos insobornables que inspiraron su vida y su obra. Escribir en 1952, en aquel ambiente, contra la Unión Soviética y denunciar la existencia de la tiranía estalinista y de los campos de concentración siberianos (el término Gulag no se conocía por entonces, tampoco Kolima) era no ya romper con un tabú inviolable, sino exponerse a la marginación y al anatema (9). Todos sabían de su existencia, pero se decía que era por una buena causa y había que callar. Pero él decidió hablar, como Orwell, como Ignacio Silone, como Bertrand Russell y muy pocos más en aquellos momentos (10). Cuenta su hija Catherine Camus en su libro de memorias (Albert Camus, Solitaire solidaire, París, 1910) que un día encontró a su padre en el salón de su casa, sentado en un sillón y con la cabeza gacha. Le preguntó si estaba triste y él levantó la cabeza, la miró de frente y respondió: “No, estoy solo”.
Lo estuvo, efectivamente, cuando denunció en 1945 las matanzas de Sétif, cuando rechazó con contundencia el bombardeo atómico de Hiroshima; cuando se opuso —en una importante serie de artículos titulada Ni víctimas ni verdugos y, por supuesto, en El hombre rebelde— al bolchevismo imperante en media Europa y denunció a la Unión Soviética por su invasión de Hungría. Lo estuvo, sobre todo, durante la insurrección anticolonial en Argelia, advirtiendo a sus compatriotas, en su Llamamiento a una tregua civil en Argelia, que el FLN fundaría allí un partido único de orientación religioso-imperialista y una religión de Estado, en el que las primeras víctimas serían los propios argelinos, y denunciando asimismo también la cruenta represión contra los argelinos por parte del gobierno y del ejército francés (11). La soledad de Camus fue verdaderamente dura.
BIBLIOGRAFIA Y NOTAS
1) Herbert R. Lottman Albert Camus, Taurus, Madrid, 1993.
2) El tema de la disputa era, en principio, la obra de Camus, pero rápidamente las argumentaciones derivaron hacia otro punto: la existencia de los campos de concentración en la Unión Soviética. Camus aducía que era su denuncia del socialismo autoritario lo que le valía el anatema de Jeanson.
3) Jesús Tuson, «Camus ante el enigma», Revista de Occidente, nº 74, mayo, 1969, pp. 135-36.
4) Significativamente Charles Moeller en Literatura siglo XX y cristianismo, tomo I “El silencio de Dios”, tituló el capítulo dedicado al pensador francés: “Albert Camus o la honradez desesperada”, pp. 35-159.
5). Enrique Cejudo Borrego, “Albert Camus y la Filosofía del límite”, Volubilis, nº 11, octubre 2003 UNED-Melilla, Granada, pp. 40-56.
6) A. Camus, El hombre rebelde, op. cit., p. 124.
7) «Oui, il y a la beauté et il ya les humiliés. Quelles que soient les difficultés de l’entreprise, je voudrais n’etre jamais infidèle à l’une ni aux autres» (L’été, en Essais, Encyclopédie de la Pléiade, NRF, Gallimard, París, 1966, pp. 874-75).
8) Cfr. M. Merleau-Ponty Humanismo y Terror, Leviatán, Buenos Aires, 1986.
9) Félix de Azúa (“A favor de la memoria histórica”, El País, 20 de febrero de 2010) sintetiza así aquella situación: “Aquellos escritores que en verdad eran de izquierdas tuvieron que soportar los feroces ataques de los «intelectuales de izquierdas” que entonces, como ahora, apoltronados en sus privilegios, eran enemigos feroces de la verdad. Tal fue el caso de Camus, de Orwell, de Serge, de Koestler, de Kolakowski, que se atrevieron a ir en contra de las órdenes del Partido y de la corrección política”.
10) Más tarde vendrían los testimonios de otros muchos intelectuales que habían perdido su fe marxista: la dantesca visión de A. Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag (1918-1956); las revelaciones de Vasili Grossman en Vida y Destino; las denuncias de Stéphane Courtois et alter, en El Libro negro del comunismo. Crímenes, Terror, Represión o las investigaciones de Vitali Chentalinski expuestas en De los archivos literarios de la KGB en las que muestra los expedientes de escritores y artistas represaliados durante la época de Stalin: Isaak Bábel, Borís Pilniak, Evgene Zamiatin, Mijaíl Bulgákov, Alexandr Solzhenitsyn, Anna Ajmátova, Marina Tsvetáieva, Borís Pasternak, Méyerhold, Andréi Platonov, Ossip Mandelshtam, Eugenia Ginzburg, Varlam Shalamov etc.
11) Cfr. Jean Daniel, “Camus y el terrorismo en Argelia”, El País, 17 de noviembre de 2002. Su actitud valiente y comprometida, señala el director de Le Nouvelle Observateur, lo llevó a denunciar tanto las represalias y torturas de los ultranacionalistas franceses políticos o militares contra la población civil argelina como las matanzas del terrorismo aplicado por el FLN argelino contra los civiles franceses y también contra sus propios compatriotas civiles árabes. En ningún caso podían, para Camus, justificarse esos métodos violentos para solucionar el conflicto.
Ver más artículos de
Catedrático de Filosofía
y las Reflexiones…. anteriores