III. UN PENSADOR REBELDE CON CAUSA*
Si en los anteriores epígrafes nuestra reflexión gravitaba en torno a la aventura biográfica y personal y al talante moral del genial escritor y pensador francés Albert Camus, enfatizando en ella sobre todo su significación intelectual y humana y su ejemplaridad ética a lo largo de su intensa aunque corta existencia, en estos dos epígrafes últimos que vamos a desarrollar nos proponemos centrarnos en el análisis de una de las obras más importantes de su pensamiento ético y político: El hombre rebelde (1). Fernando Savater, aludía –-lo vimos en el anterior epígrafe o artículo— con ocasión del cincuenta aniversario de su muerte a su sorprendente actualidad y vigencia, al señalar que uno de los temas fundamentales tratados y analizados en El hombre rebelde por el pensador francés era el del “lenguaje teológico puesto al servicio del exterminio de seres humanos”:
“Camus —señalaba magistralmente el filósofo y escritor vasco— comprendió bien hasta qué punto la búsqueda del absoluto puede convertirse en justificación para pisotear los derechos humanos más elementales. Cuando publicó su célebre ensayo, la invocación inquisitorial de motivaciones religiosas para persecuciones y matanzas parecía algo del pasado, pero medio siglo más tarde ha vuelto a ponerse de trágica actualidad. Entonces se pensaba que las ideologías políticas (nacionalismo, nazismo, bolchevismo, etcétera) habían venido a sustituir al furor teológico de las religiones, pero hoy vemos que —tras la decadencia de esas ideologías digamos “laicas— son de nuevo las coartadas religiosas las que regresan para legitimar atentados mortíferos, matanzas tribales, deportaciones masivas o bombardeos preventivos” (2).
Esta denuncia del totalitarismo y del terrorismo, que se adelantaba al futuro y avizoraba acontecimientos venideros, consiguió para Albert Camus, después de más de medio siglo de ser enunciada, el aplauso general entre intelectuales demócratas de signo conservador o de signo izquierdista (3).
En efecto, como Jean Daniel recordara en un destacable ensayo (4), en apenas cincuenta páginas de El hombre rebelde, Albert Camus lleva a cabo su ajuste de cuentas intelectual con el marxismo y con los principios o fundamentos teóricos de toda praxis política totalitaria y terrorista. Allí describe los códigos de la filosofía oculta del universo marxiano y disecciona su doctrina. Más allá del espíritu de ortodoxia que detectara y analizara su maestro Jean Grenier en ella, Camus va a descubrir las fuentes seudo-religiosas de la nueva esperanza revolucionaria, donde se reemplaza la trascendencia en Dios por la trascendencia en la Historia o el más allá de los cristianos por el más adelante de los marxistas, como habría dicho Nietzsche.
En opinión del director de Le Nouvel Observateur, para Camus las sociedades humanas, incapaces de mirar de frente ni el sol, ni la muerte, han inventado la trascendencia -no sólo de Dios, sino también de la Historia- para “burlar la condición absurda del hombre”. Todos los visionarios apocalípticos o totalitarios —profetas del reino, de la ciudad radiante, de la sociedad feliz y sin clases— habrían preconizado en realidad una disciplina de los corazones para preparar la hoguera redentora, preludio ineluctable para todos los paraísos intramundanos.
Una parte muy sustancial de El hombre rebelde está, en efecto, dedicada al análisis y crítica de todos los sistemas políticos dogmático-totalitarios, enfatizando los paralelismos y analogías entre todos ellos bajo la forma de teocracias totalitarias (como “terrorismo de Estado” o como “Estado policial” de Hitler, de Mussolini, o de Stalin). A analizar el fascismo y el nazismo dedica 10 páginas de su ensayo (“El Terrorismo de Estado y el Terror Irracional”, pp. 165-174). Las atrocidades nazis derivadas de la revolución nihilista, expresada históricamente en la “religión hitlerista”, le merecen el desprecio y la repulsa más absoluta, por representar el terror irracional, el impulso primitivo, de una moral de pandilla asesina (ibid., pp. 173-174). Se detiene, sin embargo, y sobre todo, en el análisis del comunismo ruso por haber “tomado a su cargo la ambición metafísica que describe este ensayo, la edificación, después de la muerte de Dios, de una ciudad del hombre por fin divinizado” (“El Terrorismo de Estado y el Terror Racional”, pp. 174-234) (5).
Albert Camus denunciará, en su extenso análisis, el marxismo como una ideología que se dota de un aparato eclesial, como una doctrina cuyos principios mismos se aproximan a los de cualquier religión y trata de mostrar cómo acabó por transformarse, para muchos de sus fieles seguidores, en una suerte de secta religiosa con sus profecías y sus líderes, sus doctrinas sacrosantas y sus herejes o enemigos, al mezclar en sus principios teórico-doctrinales “el método crítico más valedero y el mesianismo utópico más discutible” (El hombre rebelde p.174) (6). Para acabar concluyendo: “Lo malo es que el método crítico, que, por definición, debería adaptarse a la realidad se encontró cada vez más separado de los hechos en la medida en que quiso permanecer fiel a la profecía” (ibid., p. 175).
En efecto, el marxismo, para Camus, era todo menos una teoría científica, y será denunciado por el pensador francés no solamente, según se dice ahora, como una ideología que funciona como una religión, sino como una verdadera ideología religiosa: “El socialismo es una empresa de divinización del hombre y ha tomado algunas características de las religiones tradicionales” (ibid., p. 179). Se trataba de una especie de “mesianismo científico, de origen burgués”, cuyas predicciones a corto plazo se revelaron falaces, o bien porque en todo hecho o señal encontraba elementos verificadores para sus creencias e hipótesis, o bien por ser “infalsables” (Popper), ya que, al no realizarse lo anunciado en ellas, el sistema generaba las pertinentes explicaciones ad hoc: o bien que no se daban las condiciones adecuadas para ello o que las contradicciones históricas no eran suficientes para permitirlo. Y a largo plazo porque se ubicaban como profecías en un futuro incierto e indefinido (escatológico) y, sobre todo, porque reclamaban e imponían el sacrificio de generaciones.
Camus descubrirá, asimismo, que Marx reintrodujo elementos o conceptos fundamentales de la visión religiosa judeocristiana —las nociones de inocencia, de culpa y su corolario el castigo o la pena, características nucleares de toda religión— en el seno de su propia doctrina. Y también que, en la concepción de la historia marxista, el hombre está siempre en situación de ser acusado de retardar el curso que lleva a la sociedad sin clases, al fin de la historia, al reino de los cielos secularizado o al Paraíso comunista:
“En la medida en que Marx predecía la realización de la ciudad sin clases, en la medida en que establecía así la buena voluntad de la historia, toda demora en la marcha liberadora debía ser imputada a la mala voluntad del hombre. Marx ha vuelto a introducir en el mundo descristianizado la culpa y el castigo, pero frente a la historia. El marxismo, en uno de sus aspectos, es una doctrina de la culpabilidad en cuanto al hombre y de inocencia en cuanto a la historia” (ibid., p. 224).
Las previsiones alentadoras, salvíficas y casi paradisíacas, en fin, sobre ese futuro feliz escatológico, aunque intrahistórico e intramundano, que la doctrina marxista vislumbraba en el mañana no eran todo lo verosímiles, factibles, deseables o plausibles que los hagiógrafos del marxismo auguraban en sus prédicas ideológicas:
“Los individuos no son libres bajo el régimen totalitario, aunque se libere el hombre colectivo. Al final, cuando el Imperio libere a toda la especie, reinará la libertad sobre rebaños de esclavos […] El milagro dialéctico, la transformación de la cantidad en calidad se aclara aquí: se elige llamar libertad a la servidumbre total. […] Si la única esperanza del nihilismo es que millones de esclavos puedan constituir un día una humanidad liberada para siempre, la historia no es sino un sueño desesperado” (ibid., pp. 217-218).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Albert Camus, El hombre rebelde, Losada, Buenos Aires, 1981.
2) Fernando Savater, “Dos cabalgan juntos”, loc. cit.
3) Enrique Cejudo Borrego señala en “Albert Camus y la filosofía del límite. (Lectura casi nietzscheana de El hombre rebelde)»(op. cit., pp. 40-56) que la denuncia de todo régimen totalitario desde una argumentación basada en la búsqueda de la justicia, tal y como fue expresada en El hombre rebelde, no debió ser en absoluto fácil para Camus en el año de su publicación, 1951, cuando lo más popular y sencillo entonces habría sido denunciar los horrores del nazismo y aferrarse al socialismo soviético como una religión salvadora. Eso fue lo que hicieron intelectuales comunistas famosos que quisieron mirar para otra parte: Brecht, Merleau-Ponty, Sartre y Neruda.
4) Jean Daniel, “Meursault, Muichkine y la obsesión de la inocencia”, en ¿Es fanático Dios? Ensayo sobre una religiosa incapacidad de creer, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1999, pp. 143-162.
5) Como ex-miembro del PC. francés y ex-redactor-jefe de Combat, órgano oficial del partido, Albert Camus es consciente de la diferencia sustancial entre ambas ideologías (una, explícitamente racista y anti-ilustrada, la otra, en principio, humanista e ilustrada). Mientras que el fascismo y su terror irracional quiere instaurar el advenimiento del superhombre nietzscheano […] fabricante de cadáveres y de subhombres, él mismo es subhombre y no Dios, sino un servidor innoble de la muerte”, el comunismo y su revolución racional “quiere por su parte, realizar el hombre total de Marx […] No es justo identificar los fines del fascismo con los del comunismo ruso. El primero simboliza la exaltación del verdugo mismo. El segundo, más dramático, la exaltación del verdugo por las víctimas. El primero no soñó nunca con liberar a todos los hombres, sino solamente a algunos de ellos subyugando a los otros. El segundo, en su principio más profundo, aspira a liberar a todos los hombres esclavizándolos a todos provisionalmente. Hay que reconocerle la grandeza de la intención” (El hombre rebelde, op. cit., pp. 228-229).
6) El hombre rebelde apareció en 1951, es decir el mismo año que Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt. Hostil a la teoría de las religiones políticas, Hannah Arendt defendió la idea, contraria a la de Camus, de que el marxismo no podría confundirse con una religión al no postular ninguna trascendencia (desconociendo sorprendentemente las raíces judaicas del profetismo marxiano y marxista). En efecto, mientras la escatología religiosa-cristiana apunta a una trascendencia transhistórica y transmundana (el Paraíso celeste, en el “más allá”), la escatología comunista-marxista —en su versión humanista, no en la científica o cientificista— es intrahistórica e intramundana (el Paraíso terrestre, en el “más acá”) y representativa de la “inmanentización” de la esperanza soteriológica, como sostiene Eric Voegelin. Si la gran pensadora judía hubiese conocido la entrega “absoluta” a su Partido del comunista fiel, auténtico y creyente en sus ideales, habría comprobado que la trascendencia para él estaba encarnada en el Partido y en la Humanidad futura. Al leer con atención el Himno de “La Internacional” comprobaremos el acierto de Albert Camus al subrayar el carácter utópico-mesiánico e incluso apocalíptico (propio de las religiones políticas modernas) del comunismo marxista. El famoso poema de Pablo Neruda, “A mi Partido”, confirma también la trascendencia a la que aspiraban, tanto el poeta como sus “correligionarios”. Refiriéndose al Partido al que consagraron su acción política y dio sentido a sus vidas, los dos últimos versos del mismo dicen: “Me has hecho ver la claridad del mundo y la posibilidad de la alegría / Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo”. Sobre esta temática véase el clásico de Eric Voegelin, Las religiones políticas, Trotta, 2022.
* Una versión más breve de este ensayo fue publicada, con ocasión del Primer Centenario de su nacimiento, en el Boletín de la Academia de Buenas Letras de Granada, Nº 2. Enero-Junio 2014.
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