Tomás Moreno: «Reflexiones para el Tercer Milenio, XIV: Tres aproximaciones al poder. Anexo (1/2)

¿TOMAR EL CIELO POR ASALTO O CERCAR Y DESMANTELAR EL INFIERNO? 

Toda utopía comienza siendo un enorme paraíso que tiene como anexo un pequeño campo de concentración o infierno para rebeldes a tanta felicidad. Con el tiempo, el paraíso mengua en bienaventuranzas y la prisión se abarrota de descontentos, hasta que las magnitudes se invierten.” (Milan Kundera, “Conversaciones con Philip Roth”).

I. IDEALES vs. UTOPÍAS

Hay políticos, y pensadores políticos, que, imbuidos de revolucionario entusiasmo (“posesión divina”, según los griegos), suelen incitar a sus seguidores a “tomar el cielo por asalto, y no por consenso”. La expresión reproduce una famosa frase que Marx escribió en una de sus cartas a su amigo Kugelman para elogiar el valor de los revolucionarios de la Comuna de París y que se inspiraba en parecidos eslóganes revolucionarios de los románticos alemanes (Cartas a Kugelmann, Península, Barcelona, 1974).

Esa pretensión escatológico-secular de establecer el paraíso en la tierra situaría a sus formuladores, de entrada y tal vez a su pesar, dentro del grupo de los políticos mesiánicos, de los iluminados redentores tan alejado de esa racionalidad política que constantemente suelen proclamar cuando alcanzan el poder. Ya Hölderlin nos advertía de la peligrosidad de esas mesiánicas pretensiones y anhelos cuando en su Hyperión escribía con toda razón que “lo que ha hecho del Estado un infierno sobre la tierra es que los hombres han tratado de hacer de él su paraíso”. Y Karl Popper denunciaba como macro-utopías abstractas y globales esos proyectos de ingeniería social totalizantes, cuyos resultados desembocaban siempre en sociedades cerradas, uniformes, totalitarias. El filósofo español Fernando Savater coincidía con el filósofo austríaco en su crítica de los utopismos totales o globales y caricaturizaba sus pretensiones, inalcanzables por contradictorias, de esta manera:

Cuando a Leszek Kolakowski, un filósofo polaco actual, le preguntan que dónde le gustaría vivir, suele responder: ‘En lo más hondo de una selva virgen de la alta montaña a orillas de un lago situado en la esquina de Madison Avenue de Manhattan con los Campos Elíseos de París en una pequeña y tranquila ciudad de provincias’. ¿Ves? Eso es una utopía: un lugar que no existe, pero no porque no hayamos sido lo suficientemente generosos y audaces para inventarlo sino porque es un rompecabezas formado con piezas incompatibles” (Fernando Savater, Política para Amador, Ariel, Barcelona 1992, pp. 224-225).

Fernando Savater

Pues bien, suele llamarse “utopía” a un orden político en el que predominaría al máximo alguno de nuestros ideales (justicia, igualdad, libertad, armonía con la naturaleza) pero sin ninguna desventaja ni contrapartida dañina y sin determinar los medios que se deben emplear para su logro o consecución. En el terreno político, la utopía pretende, en opinión del filósofo donostiarra, conciliar valores inconciliables. En ello coincidirá plenamente con lo sostenido por el máximo historiador de las ideas políticas del siglo XX, Isaiah Berlin (pensador oxoniense, letón y anglófilo) con su concepción del “pluralismo de los valores”, según la cual hay valores que pueden ser igualmente correctos y fundamentales y, sin embargo, entren en conflicto entre sí, y se muestren como incompatibles e inconmensurables mutuamente. Por ejemplo: que la libertad puede dificultar la igualdad; la justicia aumentar el control y la coacción; la prosperidad industrial deteriorar el medio ambiente; las garantías jurídicas permitir a ciertos delincuentes escapar a su castigo; la educación general obligatoria puede facilitar la propaganda ideológica estatal, etc. En la realidad de los asuntos políticos toda ventaja tiene su contrapartida y es preciso adquirir conciencia de ello.

Desde un punto de vista ético, dice F. Savater, el descrédito de semejantes proyectos de “non plus ultra” social es una señal de cordura y salud moral, no de conformismo. “Como proyecto –-concluye Savater— es una tontería: supongo que quienes se lo recomiendan a los jóvenes como típico anhelo de su edad es porque los considera ‘bobos’. En cuanto ‘imposición’, como han demostrado en este siglo los totalitarismos (siempre con pretensiones utopistas): es el sueño de unos pocos que llega a convertirse en pesadilla para todos los demás” (Ibid, p. 226) Como sostenía José Luis Aranguren los totalitarismos no son más que utopías cumplidas. Y lamentablemente lo malo, lo peor de las utopías es que fácilmente pueden hacerse realidad con tal de apelar a los sentimientos, emociones, instintos y deseos más profundos e irracionales del corazón humano, manipulándolos convenientemente con la elección de un chivo expiatorio adecuado sobre el que cargar la culpa y la responsabilidad de todos nuestros males (así ocurrió con la utopía estaliniana, con la hitleriana, con la maoísta, con la de Pol Pot y ocurre con todas las utopías nacionalistas, racistas/supremacistas, misóginas, xenófobas y tribales como nuestro tiempo nos viene dramáticamente demostrando).

En su libro, nuestro lúcido filósofo (ejemplar y valiente ciudadano) propone sustituir esos proyectos o anhelos utópicos definitivos por los denominados ideales. Frente a ese tipo de “utopías” totalitarias, F. Savater recomienda y propugna los “ideales” políticos, morales, éticos, estéticos, sociales, religiosos o humanitarios, porque las utopías abstractas y globales “cierran la cabeza” y fanatizan, mientras que los “ideales” la “abren”. Las utopías llevan a la inacción o a la desesperanza destructiva (porque nada es tan bueno como debiera ser), mientras que los ideales estimulan el deseo de intervenir y nos conservan perseverantemente activos. Las utopías son “absolutas”, los ideales nunca son absolutos, porque han de convivir unos con otros y cada cual tiene sus propias contraindicaciones.

Representación utópica de New Harmony (Indiana), EE. UU., según las propuestas de Robert Owen (1838) ::WIKIPEDIA

Las utopías tratan de cambiar la condición humana ex radice los ideales no intentan cambiar o mejorar la condición humana sino la sociedad humana: no tratan de “transformar” de raíz lo que los hombres son sino las instituciones de la comunidad en que viven, porque viviendo en “sociedades mejores” los hombres nos “hacemos mejores” y por medios menos destructivos de los que alientan los utopismos. Todos ellos, al final, deshumanizadores. Las utopías se proponen delirantemente lograr un “Hombre Nuevo”, los ideales políticos prefieren ayudar al antiguo, a que sea más soportable, más responsable, menos bruto. Lo cual no es conformismo, no es resignarse a lo “probable”, es progresista: se esfuerza por “lograr lo posible”, aunque sepa que no ha de ser fácil. Todos los ideales políticos son “progresivos”, cada vez exigen más.

Las utopías son irracionales, visionarias, alucinadas; los ideales son decididamente racionales y tienen en cuenta la experiencia histórica, los avances científicos” (Ibid, pp. 227-228). Las utopías, señala finalmente nuestro pensador ético, son sueños de un orden político absolutamente perfecto e inmutable en el que todo el mundo será automáticamente bueno porque las circunstancias no permitirán cometer el mal. Los proyectos éticos, por el contrario, tienen en cuenta siempre la variabilidad, la libertad, la falibilidad y vulnerabilidad de la condición humana, conscientes de la sustancial imperfección de la naturaleza humana, “el fuste torcido de la humanidad”, en expresión kantiana (Ética para Amador, Ariel, Barcelona, 1991, p. 172).

José Saramago

A esas utopías o macro-utopías se refiere también un escritor tan poco sospechoso de posiciones reaccionarias como José Saramago, cuando incluso propone “eliminar de su vocabulario” el vocablo “utopía” en la más radical y absoluta de sus acepciones, tal vez porque lo considere una especie de nuevo opio del pueblo que proyecta hacia un más allá ilusorio por escatológico —aunque intrahistórico e inmanente— la resolución y compensación de las injusticias del presente. “Utopía —declaraba nuestro Premio Nobel lusitano— es algo que no se sabe dónde está, ni cuando, ni cómo se llegará a ella. La utopía es como la línea del horizonte: sabemos que, aunque la busquemos, nunca llegaremos a ella porque siempre se va alejando conforme se da cada paso; siempre está fuera, no de la mirada, pero sí de nuestro alcance”.

A estas alturas del siglo XXI —y una vez escarmentados de los horrores utópicos totalitarios y esclavizadores del siglo XX, que trataron de instaurar un anunciado Tercer Reich (nazi) que habría de durar mil años o de establecer un Paraíso intramundano (comunista) también milenario, e incluso milenarista— la denuncia de todos esos ensueños utópicos, preñados de hybris y de presunta omnipotencia semidivina, en ningún caso significa la idealización o utopización panglosiana, conservadora, ingenua y acrítica del presente, como “el mejor de los mundos posibles”, sino todo lo contrario. Significa realmente la necesidad de luchar día a día, sin descanso, para erradicar de la sociedad toda clase de injusticias y desigualdades y evitar en lo posible que el mal, la violencia y el sufrimiento prevalezcan sobre el bien, la paz y el bienestar, y se incrementen. Para hacer posible todo ello “tenemos que examinar con firmeza y claridad ciertos monstruos que llevamos dentro. Pero esto forma parte del proyecto de enjaularlos y domarlos”, como nos recuerda Jonathan Glover (Humanidad e Inhumanidad, op. cit. p. 25).

Conscientes de que sólo mediante proyectos utópicos posibles bien diseñados o ideales regulativos concretos “éticos” y “socio-políticos”, a escala realista, factible y universalizables, no podrán solucionarse, “milagrosamente”, de una vez por todas, la complejidad y pluralidad de los grandes retos a los que ha de responder la Humanidad doliente; ni servirán tampoco, ciertamente, para edificar los grandes acontecimientos revolucionarios de la historia (habitualmente violentos y destructivos); sí estamos convencidos, sin embargo, de que serán necesarios para ir preparando el terreno en orden a la paulatina y progresiva transformación de las mentalidades/formas de pensar que ayudarán a pergeñar los grandes cambios en las ideas económicas, sociales, políticas, científicas y tecno-científicas que dirigen y hacen avanzar la Historia. La única utopía realizable y humanamente deseable en nuestro tiempo solo puede ser una aproximación asintótica a un ideal relativamente alcanzable, nunca plenamente realizado, pues sabemos (como se nos indica en geometría de las asíntotas de una función) que a medida que nos acerquemos al objetivo perseguido, éste se alejará indefinidamente un poco más de nosotros.

 

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