Edith Stein_simone weil y hannah arendt

Tomás Moreno: «Reflexiones para el Tercer Milenio, XV: Tres filósofas judías contra el totalitarismo (2/2)»

II. TRES LUCHADORAS ANTITOTALITARIAS

De los dos pilares del infierno totalitario —el antisemitismo y el imperialismo—, que Hanna Arendt resaltará, Simone Weil solo percibirá el segundo, dedicándole toda su atención a la cuestión colonial, así como a la opresión de la clase obrera. Sin embargo, identificará antes que Hanna Arendt el fracaso del partido comunista, la identidad de nucleares tesis fascistas y comunistas tanto en el terreno político como en el terreno social (1). Hasta la entrada de Hitler en Praga, será pacifista; compara la política hitleriana con la política imperialista romana y teme que Francia se convierta en una colonia del Reich. Las dos recurrirán al paradigma de la guerra de Troya para alertar sobre una guerra cuyo único objetivo sería la destrucción de una parte del mundo. Pero mientras que para Simone Weil el ascenso del totalitarismo es consecuencia del declive de la religión, Hanna Arendt se esfuerza por discernir la especificidad de las ideologías totalitarias, en las que no ve tanto un sustituto de dios como una nueva tiranía, negándose a confundir autoridad y violencia.

Para concluir, en la tercera parte (El Exilio, 1940-1943), con la experiencia del desarraigo y el exilio. Las tres, efectivamente, sufrirán el exilio: Hannah Arendt, primero en Francia, entre 1933 y 1941, luego en Estados Unidos, donde se nacionaliza en 1951. Simone Weil viajará hasta Marsella, zona libre, luego a Estados Unidos y, los meses que precedieron a su muerte, los pasará en Londres donde se dejó morir de hambre en el sanatorio de Ashford, el 30 de julio de 1943. Edith Stein se refugiará en Holanda, antes de ser deportada con su hermana Rosa a Auschwitz-Birkenau, donde morirán en la cámara de gas el 9 de agosto de 1942.

Abocadas, pues, al exilio, las tres se verán obligadas no solamente a tratar de “comprender” una realidad monstruosa, sino también a intentar vivir y luchar contra ella. Sus destinos se cruzan, aunque no siempre las encontramos a las tres en el mismo momento. Sus obras son indisociables de los trágicos acontecimientos que se suceden entre las dos guerras mundiales. Revoluciones, fascismo, imperialismo, democracia, totalitarismo, antisemitismo, tal es el terreno abonado en el que se alimenta la reflexión apasionada de Simone Weil y de Hanna Arendt; mientras Edith Stein prosigue su meditación sobre San Juan de la Cruz sin por ello dejar de percibir, desde su recóndito monasterio, los ecos de la tormenta.

Simone Weil

La autora del ensayo las sigue entre 1933 y 1934. Ninguna de las tres nos dejará indiferentes: Edith Stein, comprometida en la lucha por los derechos de las mujeres, que tras su conversión entró en el Carmelo y pereció en Auschwitz-Birkenau en 1942, siendo canonizada por Juan Pablo II en Roma el 11 de octubre de 1998; Simone Weil, entregada a los oprimidos hasta el final, a través de la experiencia de la fábrica, de las trincheras de la guerra en España, de su enfrentamiento con las injusticias sociales y políticas, se dejará morir de hambre -como señalábamos- en solidaridad con sus compatriotas sometidos a similar hambruna, negándose —según afirmara Michel Narcy— a que su destino fuese distinto del de su ciudad y del de sus conciudadanos. Hannah Arendt, que abandonó la filosofía académica para centrarse en el pensamiento político tras tener que abandonar su país con la llegada de Hitler al poder, continuará su lucha antinazi y antitotalitaria denunciando la banalidad del mal e investigando las causas de la Shoah. Las tres nos resultan cautivadoras y nos conmueven por su voluntad feroz de comprender un mundo desquiciado, por tratar de reconciliarse con él, de amarlo a pesar de todo. Así encarnada, su reflexión política se aparece como un modo de amor fati y de amor mundi (de amor al destino y amor al mundo) (2).

En el epílogo (¿Tres justas?) (3), la autora analiza la actitud de las tres mujeres ante la tragedia a la que se está sometiendo a su pueblo. Simone Weil es, de las tres, la que se muestra más alejada de su propia condición judía, cuando afirmaba no tener ningún vínculo con la tradición judía y rechazaba incluso cualquier pertenencia a un pueblo, a una colectividad. Silvie Courtine-Denamy se pregunta si Simone Weil, tan sensible al sufrimiento del prójimo, que estaba siempre atenta a cualquier desamparo humano —tanto Simone de Beauvoir como Raymond Aron recuerdan su profunda conmoción al enterarse de una hambruna en China— se mostrara, si no “falta de piedad”, sí al menos de esa thoughtfulness (sentimiento de cuidado por el “otro”), como le objetará Maritain, al no percibir esa humanidad desnuda a la que habían quedado reducidos los judíos por la guerra y al manifestarse obstinadamente crítica respecto al monoteísmo judío y rechazar cualquier vínculo de pertenencia a su pueblo.

Y todo ello, precisamente, en el momento en que ya era posible tener noticias de la persecución antijudía y del proyecto nazi de exterminio. ¿Ignoraba Simone la existencia de los campos de concentración alemanes, la del campo de Drancy, el destino de los trenes que partían hacia el Este?, se pregunta la autora de la obra (4). ¿Cómo explicar la falta de atención de Simone con el pueblo judío? ¿Nada sabía de la “desgracia” de los judíos? Sin embargo, era capaz de escribir en 1942 textos tan solidarios como éste: “Lo único que necesitan los desdichados en este mundo son hombres capaces de prestarles atención” (5). ¿Cómo entonces no llegó a gratificar a sus propios hermanos de raza con una “mirada” o con la “atención” que se merecerían?

Es tanto más extraño el hecho de su aparente impasibilidad cuanto que es precisamente esa ausencia de calidad, esa desnudez, ese anonimato lo que ella reivindica como el único móvil puro susceptible de despertar la compasión (6) y, sobre todo, cuando demostró sentir una espontánea y heroica empatía por todas las clases oprimidas (obreros industriales y campesinos) y por todos los pueblos sometidos o colonizados, y hasta tal punto que el doctor Bercher llegó a decir que, si se hubiera quedado en América, “se hubiera hecho negra” (7).

Edith Stein (Sor Teresa Benedicta de la Cruz)

El caso de Edith Stein es significativamente diferente, a pesar de su abandono de la fe judía por su conversión al catolicismo. Ella sí supo dar pruebas explícitas de su Einfühlung para con su pueblo, sentimiento que escogió no solo como tema de su tesis sino que mostró expresamente cuando, poco antes de morir en Auschwitz, dijo al padre Hirschmann: “No sabe lo que significa para mí ser hija del pueblo elegido, pertenecer a Cristo no solo en espíritu sino también por la sangre” (8), o cuando, el día que la arrestaron, tomando la mano de su hermana Rosa, salió de su convento exhortándola con estas palabras: “Ven, vamos por nuestro pueblo”(9), haciendo suyas las palabras de Pablo: “Hebraei sunt, et ego”.

En lo referente a Hanna Arendt, su carencia de fe judía no fue óbice tampoco para actuar solidariamente con su pueblo (10). Poco antes de su muerte, contó en la radio francesa que un día, en su infancia, afirmó ante el rabino de su comunidad, en mitad de una clase: “Sepa que he perdido la fe”. A lo que el sabio rabino le replicó: “¿Pero ¿quién le ha pedido que tenga fe?”. Y es que —como Emmanuel Lévinas señalase— “lo importante no es la fe, es el hacer”. El rabino, recordando el Salmo (35, 10) (“¿Con qué creemos? ¡Con todo el cuerpo! Con todos nuestros huesos”) hubiese podido decirle con toda razón a la agnóstica joven: “Hacer el bien es el acto mismo de creer” (11). Y no cabe duda de que —con independencia de sus propias circunstancias, de sus creencias, prejuicios, ideologías y personalidades— las tres “hicieron mucho bien”. A las tres, separadamente, dedicaremos más adelante una serie de microensayos.

Hannah Arendt

BIBLIOGRAFIA y NOTAS

1) El fascismo y el comunismo le parecen “dos concepciones políticas y sociales casi idénticas”, que se caracterizan por el dominio del estado sobre las formas de vida individual, la militarización a ultranza, el sistema de partido gubernamental único, el vasallaje: “no hay dos naciones cuya estructura sea tan parecida como Alemania y Rusia” (OC II, EHP, vol 3, Ne recommencon pas la guerre de Troie, abril de 1937, p. 55).

2) Tres mujeres en tiempos sombríos, op. cit., pp. 18-20.

3) Ibid., pp. 297-327.

4) Es cierto que poco después de las primeras deportaciones llevadas a cabo el 28 de marzo de 1942, ella se embarcaría rumbo a Estados Unidos, donde vivirá hasta noviembre, fecha de su partida para Londres. ¿No se sabía en Nueva York y en Londres que se gaseaba a los judíos? Silvie Courtine-Denamy nos recuerda que ya el cinco de diciembre de 1941, el New York Times publicaba unos artículos del Daily Telegraph, fechados el 25 y el 30 de junio, en los que se hablaba del “exterminio de más de setecientos mil polacos mediante la utilización de gases tóxicos”, y que el 21 de julio tuvo lugar un gran acto de protesta en el Madison Square Garden. Poco después, en agosto y septiembre, llegarán nuevos testimonios como el de Thomas Mann, exiliado en Suiza, quien habló, en un programa transmitido por la BBC desde Londres (“Los franceses hablan a los franceses”), del exterminio total de la comunidad judía europea, de miles de personas gaseadas cerca de Varsovia.

5) A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 1996, p. 72.

6) “Cristo ha señalado quién es el prójimo al que debemos amar. Es ese cuerpo desnudo, ensangrentado y desmayado que se descubre tirado en la carretera. Lo primero que debemos amar es el infortunio, la desdicha del hombre, la desdicha de Dios”. Pensamientos desordenados, Trotta, Madrid, 1995, p. 83.

7) S. Pétrement, Vida de Simone Weil, Trotta, Madrid, 1997, p. 659.

8) W. Herbstrith, El verdadero rostro de Edith Stein, Encuentro, Madrid, 1990, p. 222.

9) Ibid, p. 205.

10) También Hannah Arendt fue injustamente acusada -como la propia Simone Weil- por el pensador judío G. Scholem, con ocasión del proceso de Eichmann y de su reportaje desde Jerusalén, de falta de Herzenstakt, de delicadeza de alma y de misericordia. Scholem le reprochó una doble frialdad: hacia sí misma -olvidar que era judía- y hacia su pueblo -olvidar el sufrimiento padecido por el pueblo judío (Cfr. la carta de G. Scholem del 23/671963, en H. Arendt, Ebraísmo e modernitá, Milán, 1986 pp. 215-221 y Laura Boella, Pensar con el corazón. Hannah Arendt, Simone Weil, Edith Stein, María Zambrano, Narcea, Madrid, 2010, pp.84-85).

11) E. Lévinas, À l’heure des nations, Éditions Minuit, París, 1988, p. 192.

 

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