Gregorio Martín García: «Por la senda de una vida. Ahondando en mis recuerdos, 2/3»

Todo así expuesto, con mucho cariño y esmero, invitaba a un espléndido desayuno con el que, el ayuntamiento del pueblo premiaba a aquellos niños.

Costumbre arraigada desde hacía tiempo y que perduró por muchos años como gesto cariñoso del gobierno municipal con los niños de su pueblo. Aquello y en aquellos tiempos era una gran fiesta vivida y disfrutada por pequeños y mayores.

¿Qué comparativa cabe entre aquella sencilla y entrañable fiesta compuesta por una taza de chocolate y un bollo de azúcar y, aderezada con mucho arte y con mucho cariño; y las celebradas ahora?

Si la costumbre hubiera perdurado hasta estos nuestros tiempos, atrévanse a pronosticar… ¿Cuántos niños irían a ese sencillo evento?¡Ninguno!… digo con rotundidad, porque todos irían a desenvolver sus carísimos regalos, compuestos de móviles y consolas. Y una vez abiertos, se habría acabado la fiesta, sin dar lugar a más y quedando en un fracaso la fiesta de comulgar.

Pues nuestros niños de entonces, no los de ahora sino los de antaño, hacían algo más al terminar de desayunar aquel riquísimo bollo de azúcar y aquel chocolate espeso, regalo del ayuntamiento.

A todos nos hacían unas artísticas estampas a modo de recordatorio que por su parte posterior tenía un texto ilustrado donde ponía tu nombre, la fecha y la iglesia donde habías, por primera vez, comulgado, y por la parte delantera una imagen del santoral cristiano con profusión de Ángeles, Niños Jesús y santos.

Estampas de primera comunión

Con nuestros recordatorios en la mano, visitábamos a vecinos, amigos íntimos y familiares que tras darnos unos besos y decir que bonico estás, nos regalaba unas “gordas” o como mucho un real, los más allegados a una peseta podrían subir y al final del día te podías encontrar con que habías juntado ocho o diez pesetas, los que más. (diez pesetas = 0 ‘0599€). Con diez pesetas te podrías sentir un pequeño potentado, que casi siempre, tus padres se encargaban de confiscar, por aquello de: “dame niño que los puedes perder”.

Mis pocos años también se cansaban, el día de emociones y de cosas nuevas descubiertas, en esa joven vida que apenas despegaba, pedía sus esfuerzos. estaba rendido, la falta de costumbre de unos zapatos nuevos y algo duros, como entonces eran hechos, me habían destrozado los pies…pero que raro, en ello no había reparado hasta ahora, cuando en mi cama y a medio desnudar me había echado, los ojos se me cerraban pero todo lo vivido aquel día no me dejaba ni relajarme…me venía una nueva idea cuando se acababa de ir otra y así en mi cabeza se rodaba una película de toda una vivencia que aquel día había experimentado, seguro, me dije, que en mi cabeza quedará para futuros días y años recuerdos de aquello que yo, como mi padre, recordaré cuando esté viejo y contaré a familiares amigos y a mis hijos. Si toda la vida es así, si toda está llena de cosas bonitas como las de hoy, seguro que es muy bello vivir, pero no todo es así porque ahora recuerdo a mi padre cuando junto a la chimenea y semi arropado y tapado con su chaqueta, sufría dolorido de sus males de estómago que le tenían amargado… entonces la vida toda no es como hoy, hay que estar preparado para esos otros días en que nos viene lo malo.

Yo, ya era un niño que había hecho mi primera comunión, acababa en mí una etapa y comenzaba otra distinta.

Me llamaban a cenar, yo hubiera querido que aquel rato en la cama se hubiera alargado, me encontraba muy a gusto y me comenzaba a relajar de todo el ajetreo vivido. Ya comenzaba otra vez a soñar, cuando me volvieron a llamar… venga que te he hecho caldo muy rico que te ayudará a descansar… ya entraba mi madre por la puerta de mi cuarto a reclamar mi presencia en la cocina y dándome un beso me tomó por el brazo y así me acompañó hasta la silla de la mesa que siempre estaba colocada junto a la de mi hermano, a su izquierda mi padre, de lo que se deduce que yo ocupaba espacio a la derecha de mi hermano, a la mía se ponía mi hermana y a la de esta mi madre, quedando el respaldo de la silla de mi padre junto al dintel izquierdo de la chimenea, o sea el que ocupaba siempre estando en casa. y mi madre frente al fuego, desde donde manejaba y vigilaba algún recipiente, sartén u otro que estuviera cocinando en la lumbre. Recuérdese que aún no había hornillas ni hornillos que no fueran de leña o de granzas (paja de trigo o cebada más recia que la normal). Junto al lugar que ocupaba mi hermano, detrás. Había una radio sobre una pequeña mesa, no hacía mucho tiempo allí colocada, tras infinidad de pruebas con antenas de alambres sobre los tejados en un intento casi vano de cazar las ondas. ¿Qué ondas habrían de cazar si ondas apenas había?, la técnica era escasa y la radio emitía más ruidos que palabras y más crujidos que melodías: y he ahí el por qué estaba allí mi hermano, sí, allí cerca de la radio colocada. Él, con unos guantazos, un “saleón” y un puñetazo, la hacía funcionar cuando se negaba a colaborar.

La colocación en la mesa estaba pensada de tal forma que ni los mejores estrategas así lo hicieran, cada uno ocupamos el puesto mejor indicado a nuestras formas, disposiciones o conveniencia del grupo, para prestar con rapidez cualquier demanda de este.

Había veces que ni los golpes ni una paliza que se le hubiera dado, hacía hablar a la radio, entonces, se charlaba, sobre todo de cosas cotidianas o del campo y mi hermano, mayor que nosotros muchos años; catorce más que el que esto suscribe y diecisiete que mi hermana, que a mí me sigue. Al que yo quería mucho y respetaba casi como a mi padre. La diferencia de edad era la causa, creo. Tenía un sentido del humor muy original y suyo, yo me reía mucho con él. En la mesa que era el lugar, sobre todo en las cenas, donde más tiempo estábamos juntos, gustaba de hacerme reír y aprovechaba para contarme pequeñas aventuras y anécdotas que le ocurrían en el campo; que ni decir hay, que muchas de esas cosas eran inventadas, pero sabía narrarlas de tal manera que alguna vez hasta mis padres las creyeran. Terminaba de comer antes que todos, lo hacía muy rápido. Y levantándose casi de un salto, decía: ¡Me voy…! y salía rápido por la puerta dando un pequeño portazo muy característico de aquella fuerte puerta de madera maciza pero ya vieja, que yo recuerdo perfectamente y si tuviera instrumento adecuado lo sabría emitir sonoramente. Desde la puerta y levantando la voz nos decía adiós o bien mis padres le daban la última recomendación de que viniera pronto; que le entraba por un oído y salía por el otro, raudo y ligero bajaba los grandes escalones frente a mi puerta en busca de los amigos, que le esperaban o en época más avanzada, que ya se echó novia, a visitarla.

Grupo de primera comunión

Casi todas las noches lo oía volver, no sé a qué hora lo hacía porque yo en la cama estaba, pero oía meter la llave dar las dos vueltas y desencajar la vieja puerta para volverla a cerrar y ahora, echar un buen cerrojo que tenía detrás.

Otras muchas veces, la puerta no tenía la llave echada, sino que, por haberla olvidado, mis padres, tan solo ponían una silla tras aquella, como único impedimento de acceder a la casa. Ello demuestra el grado de seguridad y tranquilidad de aquellos tiempos, ya que la posición de la silla tras la puerta era costumbre muy arraigada en casi todas las casas donde mocetón había en edad de trasnoche. Dicha costumbre, se decía, la impuso un suceso que sin saberse si era bulo o realmente cierto, los mayores y abuelos lo transmitían como advertencia a sus hijos y nietos:

Una noche trágica que alteró los cimientos de la aldea, no se sabe muy cierto por qué en una bareto existente en el pueblo, se originó una grave pelea, entre bandas rivales de jóvenes trasnochadores y noctámbulos.

En el fragor de la lid uno de ellos escapó corriendo, perseguido por un rival de grupo, a duras penas guardó la distancia de seguridad en su alocada carrera. Donde el miedo marcaba la actitud del que huía y el odio impregnaba los instintos suicidas del perseguidor.

Llegado el primero a la puerta de su casa, todo sudoroso y temblando de ver cómo le seguía, cual fiera enfurecida, aquel que pisaba sus talones. No acertaba a extraer del bolsillo de sus pantalones la llave de la puerta de casa que tenía frente así y que le pondría a salvo de aquella situación.

Pocos metros quedaban para que llegara a su altura cuando vio en la mano de aquel un maligno destello cual reflejo mortal de acero, que pronto podría su cuerpo agujerear.

No hubo tiempo de más…una mano asesina se elevó, en la noche fría y estrellada. Escenario de un crimen cobarde, sin razón pertrechado.

Solo, una loca noche de alcohol y reyertas y, con la luna brillante, como única testigo de acción tan horrenda por asesinato.

He aquí el motivo que dio lugar, por pura prudencia y escarmiento, del triste hecho narrado, a que en el pueblo se impusiera, la silla tras la puerta.

Son recuerdos guardados muy dentro. Jamás se borraron porque siendo cosas de tan poca importancia mi vida llenaban sin yo proponérmelo y ahora recordando tan insignificantes momentos, disfruto, relajo y sueño…y es maravilloso ello.

Granada, enero de 2024

[Continuará:/…]

 

 

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Gregorio Martín  García

(Benalúa de las Villas, 19/02/1945-

Atarfe, 15/04/2024)

Autor del libro ‘El amanecer con humo’

Gregorio Martín García

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