Una reivindicación de la importancia de la escuela rural en una novela gráfica divertida, sincera y real que –desde el humor y la crítica– encara el reto educativo en la España vaciada
Son muchos los retos que impone el sistema educativo con el fin de aminorar las brechas que aún existen en un mundo tan globalizado como el nuestro; uno de ellos, la desprotección de centros y docentes en las áreas rurales. De todos es sabido los motivos que han conducido a la despoblación de ciertos territorios rurales: la alta mortalidad, las escasas oportunidades laborales, las dificultades en las comunicaciones, los deficientes servicios básicos, etc. Todavía nos sigue pareciendo que el futuro espera con los brazos abiertos en núcleos urbanos y así, muchos creen que la emigración del pueblo a estos otros espacios más sofisticados es una de las soluciones de abrirse paso hacia un prometedor porvenir. En cambio, sea en pueblo o ciudad, la educación debe poner en valor constante la importancia del arraigo. Precisamente, esta es una de las premisas que nos cuenta la autora de La escuela vaciada, novela gráfica publicada por la editorial Grijalbo, firmada por Maestra de pueblo e ilustrada por Cristina Picazo.
La historia nos muestra a María, que vive junto a su pareja Esteban, frustrado porque no consigue que uno de sus documentales sobre animales capte la atención de ninguna productora. Mientras, ella vive entregada a su vocación pedagógica. Por si fuera poco el trabajo diario a desempeñar, el centro de María tiene que preparar un proyecto de liderazgo. Todos piensas en ella como la coordinadora ideal del mismo. La autora utiliza dos personajes que sirven para contrastar la imagen que sobre los docente cierta parte de la sociedad: el ya mencionado Esteban y su prima Rosa, quien unos días con ella y cuya proyección laboral está centrada en ser actriz antes que profesora, como así desea su madre.
Pronto María ve el camino despejado para su proyecto colaborativo de aprendizaje y servicio. Ha pensado que, con la ayuda activa del alumnado, es una buena oportunidad para reivindicar una enseñanza de calidad en los centros rurales. Para ello, prepara un documental que recoja las necesidades reales del entorno. Tirando de entusiasmo, ingenio y creatividad, el proyecto servirá para promocionar los valores de la comarca, los juegos tradicionales y el patrimonio en general.

María representa al profesorado renovador que reconoce el gran potencial del entorno y la capacidad de innovar de la escuela rural. Entre los quehaceres de la protagonista que centra la historia, se adivinan otros temas como la dedicación que los docentes prestan al desempeño de sus funciones de educar y enseñar, en contraste con la soberbia de algunos padres, la carga administrativa que recae sobre el profesorado, la relevancia de las escuelas rurales en relación con su entorno, sin dejar atrás la cuestionable política ministerial en cuanto a centros, profesorado y alumnos.
La autora establece seis perfiles de personas que llegan de la ciudad, aunque no todas reciben lo que esperan de la España vacía: los pijipis, los quechua, los artistas, los herederos, los rural ciziten y las maestras de pueblo.
Con breves pinceladas, Cristina Picazo consigue dotar al espacio principal de una singularidad muy real: el pueblo dispone de servicio de bibliobús, el todavía uso de la megafonía para notificar y compartir sucesos relevantes que pueden interesar a la comunidad y, a pesar del pequeño reducto espacial en el que se desarrolla la historia, el sueño de la aldea global permite a los niños conocer a quienes triunfan en las redes sociales.
Prácticamente, en cada una de las páginas predomina un color, de acuerdo a la narración y sentimientos que padece la protagonista.
Con un lenguaje fresco, divertido y vivaz (acortamientos, tratamiento coloquial, onomatopeyas, dichos), de las notas ya apuntadas podemos dibujar dos retos que se plantean en la obra y que la autora encara con sinceridad: el educativo y el demográfico de la España vaciada.
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