Siempre había pensado Daniel que todo trabajo debía tener su recompensa. Aquel día, después de más de seis horas escardando en el haza de su padre, esperaba que la recompensa, por las especiales circunstancias que se reunían, fuese mayor. Era aquel, sin duda, un trabajo enojoso, de los más duros acaso que se realizaban en la vega, pues estar agachado tanto tiempo, arrancando con el almocafre las malas hierbas que crecían entre los terrones, suponía para él, que todavía no estaba demasiado acostumbrado a aquello, mucho esfuerzo.
Tenía veinte años. Después de un infructuoso periodo en que se había dedicado a los estudios, había desistido de ellos para dedicarse a la labor. Su padre era un modesto agricultor: a falta de otra ocupación, lo mejor que podía hacer Daniel era trabajar en sus terrenos con él. Como más de una vez le había dicho, el mayor capital está en las manos del buen trabajador, del que es capaz de sacrificarse para sacarle el máximo rendimiento a su oficio. Viendo a aquellos labriegos toscos y sufridos con los que ahora se relacionaba, Daniel comprendía a veces que era verdad, que con aquella fuerza que desarrollaban y con aquella capacidad de sufrimiento era difícil que les pudiera faltar nada; lo tenían todo para vivir, para apreciar la vida por sus pequeños detalles, porque la felicidad, según se iba dando cuenta, no estaba en lo grande o en lo ostentoso, sino en el modo en que uno se enfrentaba a la existencia, en la manera de adaptarse a las asperezas y dolores que conlleva. Estaba aprendiendo, ciertamente, a sufrir y a sobreponerse a su cansancio en medio de aquellos hombres grises, de aspecto incluso hosco y desangelado.
Faltaba ya poco para que concluyera la jornada. Daniel se afanaba en cumplir la tarea que se le había asignado junto a los otros peones. Le dolían las piernas y las manos las tenía ya doloridas. Hacía una tarde espléndida de mayo, con un sol rumboso que parecía detenido en el cielo. Cuando acabara su trabajo, él regresaría con el padre al pueblo, donde esperaba encontrarse con Beatriz, una vecina de su edad de la que se había enamorado. Era la ansiada recompensa, el pago de un esfuerzo largamente mantenido. Llevaba ya varios meses cortejándola, desde que en las Navidades pasadas tuvieron ocasión de coincidir a la salida de un concierto. Beatriz era morena, con el rostro ovalado, los ojos verdes, la nariz algo respingona. Aunque nunca hasta entonces lo hubiera atraído, había sido suficiente que le prestara atención para que se desatara en él un interés desorbitado por ella. Cada vez que la veía, casi siempre acompañada de sus amigas, Daniel experimentaba un hondo estremecimiento, sobre todo desde que advirtió que Beatriz daba continuas muestras de que su presencia no le era indiferente y de que incluso la deseaba cuando al verlo aparecer un repentino azoramiento descomponía su cara. En su forma de dirigirse a él y de hablarle, era evidente que la movía un afecto especial, muy diferente del que debía de sentir por el resto de vecinos. Era una pasión la de Daniel que había ido creciendo a medida que transcurrían los días: si se pasaba un tiempo sin verla, notaba que ya no podía vivir sin ella, como si su vida hubiera perdido el eje en torno al cual giraba; sus pensamientos, socavados por la ausencia, acababan por volverse tristes. Había llegado, ciertamente, un momento en que su amor necesitaba expandirse, comunicarse con la persona que lo había inspirado. Ya no se conformaba con miradas que parecían corresponderse o con frases que contuviesen un doble sentido; había de dar un paso más, tomar una decisión que a ella la sorprendiese. Se había prometido, alentado por las esperanzas que le suscitaban los últimos encuentros, que aquel mismo día, después de que hubiese llegado del campo y se hubiese lavado y vestido de limpio, le declararía a Beatriz todo lo que por ella sentía; le pediría, si la veía complacida por la declaración, que lo aceptara como novio.
Su ansiedad aumentaba conforme se acercaba la hora en que debía terminarse el trabajo. Normalmente, era el padre quien determinaba cuándo concluía; a una señal suya, todos los integrantes de la cuadrilla abandonaban lo que estaban haciendo y lo seguían hacia el cornijal del haza donde habían dejado los talegos. A falta de unos minutos para que ello se produjera, apenas le restaban fuerzas para arrancar las hierbas; tenía los dedos de las manos entumecidos y cualquier movimiento que intentaba hacer con ellos era lento. Para animarse, pensaba que cada golpe que daba con el almocafre en la tierra era un mérito más que tenía para alcanzar la gloria que le aguardaba en el pueblo. No había nada que no tuviese un valor; cualquier acción, por insignificante que pareciese, debía ser considerada como parte de una cadena de hechos que conducían hacia un fin.
Regresaron a pie al pueblo padre e hijo, pues el haza no distaba mucho de él. El sol colgaba aún como una antigua insignia del cielo; su luz rubia, de tono casi naranja, se derramaba sobre montes y colinas, resbalando como la sangre de una vieja herida por el paño arrugado de los cerros, por la plata de los olivares. El pueblo, al pie de uno de aquellos cerros, dormía un sueño de siglos, con la torre de su iglesia erigida como una palmera en medio de un oscuro pedregal de tejados. Todo lo que se le ofrecía a Daniel aquella tarde era un feliz presagio de lo que se le avecinaba: el vuelo de un ave, la columna de humo que se alzaba tras unos bardales, el murmullo del agua en las acequias…
Luego que hubo llegado a su casa, se lavó y se puso ropa limpia, tal como había planeado, y ansioso, sin haber comido nada, se echó a la calle. La luz soñolienta de la tarde había dado paso a otra más turbia de crepúsculo, a una penumbra macilenta. Sin dudarlo, Daniel se dirigió a la esquina de la plaza de la iglesia en la que a esa hora Beatriz solía reunirse con las amigas. En su trayecto, saludó a algunos conocidos, con quienes no quiso pararse, pues solo ansiaba llegar cuanto antes al sitio donde habría de culminar su empresa. Ella, como había presumido, estaba allí, rodeada de varias amigas. Llevaba el pelo suelto y vestía un traje de raso azul, con unos volantes blancos. Al verlo llegar con indeclinable decisión, ella se turbó, cosa que Daniel notó por la manera en que se puso a actuar ante sus compañeras, por el modo en que lo miró cuando lo tuvo al lado. Estaba claro, por aquellas señales, que su sueño se cumpliría aquel mismo día: era, sin duda, la recompensa que tanto había anhelado durante su jornada de trabajo.
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