Jóvenes benaluenses de fiesta. Foto cortesía de Mari Luz Romero García

El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (III-A)

Capítulo III a De “La Quinta de Hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas, anécdotas…

La última ronda en el Bar del Numa (posteriormente de Manolo de la Laurilla, el Piche), estaba a rebosar, todos, con alguna excepción, eran conocidos. En el ambiente, además de humo de tabaco y ruido de voces, se palpaba una cierta euforia, no propia del alcohol que se consumía -que quizá también-; pero era algo distinto.

Junto a la arista del mostrador tras traspasar la puerta que daba a la Plaza de España, había un grupo de jóvenes de similar edad y con especial empatía y hermandad. Fue uno de ellos el que, pidiendo una nueva ronda, se dirigió al grupo manifestando que sería la última:

“Mañana nos espera un día especial y una gran y larga fiesta”.

Serían las once horas de una noche estrellada y llena de luceros que tachonaban el cielo y prestaban su máximo de luz y esplendor… parecía como si quisieran participar de aquel especial nerviosismo que invadía al grupo de jóvenes benaluenses, porque, el oscuro cielo, temblaba igual que ellos.

Ya en la calle y en animada charla formaban un semicírculo. Uno de ellos se alejó un poco y en un acto no muy formal, ni cívico, se puso a orinar…

“¡¡Anda¡¡ como a dónde vamos se te ocurra hacer algo similar te dan un bofetón que te rodean la cara” – una gran risotada retumbó en la plaza… el grupo, a coro, había explotado en risas, que juntas, con los ecos rebotando en las casas, aumentaron los decibelios.

Algunos se separaban del grupo iniciando pasos hacia sus casas mientras mantenían animada charla; sabían que se tenían que acostar temprano, pero se sentían tan a gusto que les era difícil romper la armonía y empatía que había nacido entre ellos; porque todos se conocían y todos eran del pueblo… y aunque no todos entre sí, eran amigos, el hecho que ocurriría a partir del día siguiente les identificaba como un solo ser. Les unía de tal forma que se sentían amigos de toda la vida.

El grupo, ahora sí… ahora sí se rompió y cada uno cogió su ruta que le conduciría a su casa pero, a pesar de ir alejándose como ondas concéntricas, seguían, en alta voz hablándose las últimas palabras…

“¡¡Tíos, hasta mañana!! dormid bien.”

Se hizo el silencio en la calle casi totalmente oscura, tan sólo levemente iluminada por los rayos de luz que prestaba la taberna del Numa – aún abierta-, y la tenue y aterciopelada luz del cielo estrellado.

Yo, junto a uno de mis tertulianos y compañero de grupo, caminamos hacia nuestros respectivos hogares, ya que éramos vecinos.

Llegado a mi casa, serían cerca de las doce de la noche, ya madrugada, sólo tuve que empujar la puerta y apartar la silla que mis padres habían colocado detrás, para evitar que una ventolera la abriera, hasta que yo llegara. Eché el cerrojo y ya quedó atrancada.

Sí, sí… la puerta abierta y sólo una silla apoyada detrás hasta que yo llegara… no era una temeridad, era una costumbre, demostrativa de gente honrada. No se temía el robo y había plena confianza como para ir a dormir con las puertas abiertas.

Me pregunto, ¿qué pasaría ahora, en este nuevo siglo, si sólo una silla apontocada en la puerta fuera el único pestillo? Pero he aquí, lector de éste “ahora”, de este presente, de este año dos mil y mucho, que he de decirte, que no sólo yo encontraba la puerta abierta; era uso y costumbre de todos los vecinos que esperaban a los más jóvenes y mozuelos que se solían acostar más tarde.

En mis años de mozo, jamás se oyó; jamás ocurrió que algunas de aquellas puertas abiertas fuesen franqueadas por nadie extraño que no fuera familia o vecino, que a recogerse fuera.

Traspasada la puerta y apartada la silla con sumo cuidado, porque tal vez todos dormirían; aunque seguro que mi madre y, quizá, también mi padre, no. Pues estarían esperando, entre sueños, mi llegada. Esperarían sentir el característico sonido del cerrojo de la puerta de la calle, que les daría la tranquilidad de que todos en casa ya estaban.

Ya podrían dormir.

Aunque a mí me costó, por mi especial estado de emoción por la pretérita historieta y porque, a partir del día siguiente; algo daría un giro a mi vida.

En esto ocupaba mi mente cuando aún contemplaba la esfera del viejo reloj de mi cocina y un simpático recuerdo llenó mi memoria y dilató mis labios, dibujando en ellos una picarona sonrisa: recordé con agrado aquel baile, entonces conocidos popularmente como “guateques”, que, en mi casa, mis amigos y amigas, míos y de mi hermana, organizamos. ¡Qué felices éramos!, ¡qué ingenuos, llanos, formales e inmaduros!, no sólo por nuestras jóvenes vidas, no sólo por nuestros poquísimos años, sino que también -en ello influye, y mucho-, por la sociedad de antaño, la forma de vivir, de pensar y de comportarnos que, si bien eran formas mucho más básicas que las de ahora, no por ello eran menos importantes, menos vividas y saboreadas, tal vez todo lo contrario.

La calma, la sencillez, el sosiego y la tranquilidad de las formas de vida hacían que la convivencia y la relación social, económica y personal fuera altamente apreciadas. La escala de valores imperaba. Las formas, la educación y modales era algo que se practicaba, sobre todo por los jóvenes, que siempre hacia los mayores guardaban un gran respeto.

En ello estaba; había tomado una silla y acercándola a la chimenea en donde aún quedaban restos de la pava, rastreé con las tenazas entre las cenizas y, sacando ascuas y brasas, intenté conseguir, de alguna manera, apartar de mis pies y manos algo del frío que de la calle traía por aquel airecillo norteño que la cara cortaba.

Acerqué mis pies descalzos y mis manos a las brasas para disfrutar de aquella agradable templanza… ¡¡que “pillastre” fui aquella noche de baile!!

Como de costumbre era, en todo guateque bien organizado, un buen pikú1 con las mejores canciones de la época, sonaba sobre el poyo de la cocina; las mejores melodías de ogaño; nosotros, los jóvenes, dedicados a buscar pareja… esa pareja que entre todas, algo nos removía, no sólo en nuestro joven corazón sino hasta en nuestro estómago.

Todos con todas bailábamos, eso sí, agarrados. Aún a nosotros y a nuestra época lo de bailar sueltos no había llegado.

La calidad de la cercanía de aquellas guapas y encantadoras jóvenes -a las que su cintura rodeábamos-, hacía que nos sintiéramos plenos de felicidad, contentos y enormemente satisfechos por aquel momento en que con los acompasados movimientos juveniles de la música que el pikú nos regalaba y por el perfume tan agradable de la chica con la que bailabas, que te envolvía. Aquello pareciera ser la antesala de la Gloria.

Allí en aquel baile -como en todos los que se celebraban-, había distintas clases de jóvenes (ellos y ellas), que a diferentes personajes y modelos estereotipados responden.

Propios de esos saraos2 había el que del pikú se encargaba; más que por que le gustara, porque pareja no encontraba y aquella noche, de pinchadiscos se la pasaba.

Discos de época

En parecidas circunstancias también allí había el que de las pocas viandas que se consumían se encargaba: alguna chuchería, dulce, galleta, pastas o roscos que eran acompañados de una botella de anís, crema de café o Licor 43. Tras hacer prorrateo entre bailarines y mirones (que de éstos también había), salía del jolgorio por unos momentos y en cualquier tienda del pueblo las adquiría.

Y es que las tiendas del pueblo, aún a altas horas permanecían abiertas, porque la hora de organizar los bailes era al caer la tarde -hora temprana-, contraria a la costumbre de ahora, en la que sale la juventud a divertirse cuando debería de ir a acostar. Y es que sigo sin comprender por qué a la discoteca, o sala de fiesta, de estos tiempos, se ha de ir a las doce o una de la madrugada… costumbres son éstas y costumbres eran aquellas, pero, de manera personal, pienso que las de allí, eran más sanas, más razonables y lógicas que la de estos tiempos del siglo XXI que vivimos.

En el pueblo todo se sabía… por ello el intendente de comprar los piscolabis3 y las bebidas a consumir siempre con mucho cuidado debía andarse y de no pasarse en demasía, pues seríamos señalados al otro día de borrachos por todos.

Con la botella en una mano y una copa, que iba rellenando tras ser consumida uno por uno de los allí reunidos, y siendo acompañado por otro de su mismo gremio con la bandeja con las viandas, hacían varias pasadas y rondas ofreciendo tan delicioso aperitivo sobre todo y primero a los y las bailarinas… pues eran los que habían ligado y eran la envidia de todos los allí presentes que, de paso, algunos se encargaban de criticar, mirar o cuchichear de aquella otra pareja que muy melosos bailaban.

Y, esa pareja, ajena a todo, eran mecidos por el agradable son de tan melodiosa música, casi entrando en los brazos de Morfeo y acompañados del Dios Eros pasaban una velada de ensueño y de futuros imborrables recuerdos.

Entre los bailones los había patosos, ¡muy patosos!, los que se creían saber bailar (y sólo trotar hacían) y aquellos que eran expertos y junto con su pareja se lucían, a veces entre un corro formado por todos que con sus acompasadas palmas animaban a la pareja, que en medio danzaba, entre envidia sana de unos, mirones y admiradores otros, todos allí gozaban y disfrutaban como cosacos, de su fiesta.

También allí había otro personaje, muy importante que, en la fiesta pululaba y, a veces, con más abundancia de lo que todos querían: las madres de algunas chicas, que sentadas en sus sillas contra las paredes, para no ser obstáculo de los jóvenes (a los que decían estar “vigilando” para que nada “ocurriera”), se dedicaban a charlar entre ellas… también a compartir algún chismorreo, murmuración o gestos que, a través de las gentes que había en la pista, a sus pupilas mandaban señales o mohines de agrado, por estar bailando su hija con un chico que buen novio de ella sería… o desagrado y enfado con regañina fingida, por ser un chico no “apañao”… o por estar muy arrimados danzando… los pasodobles, boleros o, sobre todo, tangos, que, por lentos y suaves se prestaban a los arrullos más atrevidos.

Junto al rincón de mi casa, hoy, rememoraba y casi volvía a vivir aquella tarde/noche de baile.

Leonardo Adalid Calles y esposa, Mercedes Pérez Lagunas. Foto cortesía de Mercedes Adalid Martínez.

También había una madre sentada junto a la lumbre de ese rincón que yo ahora ocupaba… que era, ni más ni menos que la mía. Ya llevaba un rato haciendo gestos parecidos a aquellos que antes decía, y con su cabeza y mirada ya casi adormecida, me indicaba que mirara el viejo reloj de la cocina para que me diera cuenta de la hora que marcaba y que cortara ya la fiesta.

Bien poco caso le hacía. Bailaba con una bonita muchacha que me gustaba bastante, sobre todo sus bellos ojos y el verde color de sus pupilas, completadas con una hermosa cara.

Como mi madre ya dormitaba junto a la lumbre (ayudada por el calor de ésta), dando cabezadas intermitentes de sueño, que intercalaba con sus insistentes miradas al reloj denunciando la tardía hora, me ideé una treta: aprovechando que el reloj de cristal carecía, me acercaba sigiloso bailando con mi pareja y, aprovechando que mi madre, vencida por el sueño cerraba sus ojos, yo, alargaba mi mano y con mi dedo índice le daba media vuelta a las agujas del reloj, retrasando su hora, cuidándome de no exagerar el atraso para que cuando despertase entre cabezada y “abreojo” no se diera cuenta de lo malo que su hijo era. Así hice varias veces, procurando no ser muy repetitivo, sino que comedía bien los tiempos para que con la somnolencia de mi madre, el ruido de la música y el embrujo de la noche no notara la trastada que le estaba haciendo.

Cuando mis amigos se dieron cuenta de las maniobras que me traía con el dichoso reloj, todo fue una risa tendida que a mi madre despabiló y a alguna otra vecina que silla ocupaba junto a la pared, le hizo poner de pie y mirando “al tendido” trataban de averiguar qué pasaba.

Mi madre y ella, ya cansadas y por el golpe de risa de la concurrencia, algo escamadas y extrañadas, las dos a tono y coro, dijeron: “¡¡ya está bien por hoy!!”.

Alguien, de los que no bailaban, desconectó el pikú y el maravilloso baile, guateque, sarao o como queráis llamarlo, se acabó. Los chicos y chicas se despidieron de mi madre, les dieron las gracias por habernos dado su casa para tan entretenida fiesta y cogiendo sus abrigos comenzaron a salir, tranquilamente en educada estampida. En silencio, hablando, sí, riendo también, pero con un comportamiento responsable.

Nos organizaremos una ruta y los chicos acompañamos a las chicas hasta la misma puerta de sus casas, de donde salían sus madres a abrirles y recibirlas.

Dando las buenas noches estaba yo a una de esas madres cuando caí en la cuenta de que mis pensamientos me habían alargado la noche hasta cerca de las dos treinta de la madrugada, que ya marcaban las agujas, que yo hacía girar hacia atrás, en el antiguo reloj de la cocina, desde el que maliciosamente alargué el baile que meses antes habíamos celebrado.

Con el badil recogí las brasas de la lumbre que tapé con ceniza, aparté la silla de junto al rincón y subí la escalera a mi cama. Era tarde, muy tarde. y mañana me esperaba un gran día seguido de una gran y larga fiesta, que no sabía cuántos días duraría. Pasé junto al cuarto de mis padres con pasos comedidos para no despertarles, pero mi padre levantando la cabeza de la almohada dijo:

“Pero hijo… ¿Es que no recuerdas que mañana te miden? ¿Es que no recuerdas que mañana todo el día será movido y cansado? ¡Venga ya a dormir! ¡hombre! que ya es hora.”

“Buenas noches papá, buenas noches mamá” – dije también a ella que me miraba recostada en la almohada de su cama.

“¡Buenas noches!” – dijeron a coro. Cerré la puerta de mi cuarto y me dispuse a dormir… “dormiré rápido”, me dije…

Iba a dormir… esa acción y acto reflejo, me hizo venir a la realidad y esa realidad era hoy, en el año de 2020, el presente y cuando en mi ordenador os relato estas historias dulces, estas vivencias, estas formas de la sociedad pueblerina y sencilla de Benalúa, de mi pueblo.

Benalúa de las Villas Hijos Dulces de Dios – 62 – Pero ni me medía mañana, ni veintiún años tengo ahora, porque ya voy por los 75 y contando… y además me encontraba algo lejos de mi villa e incluso de mi Granada, pues el destino me ha traído unos días a un balneario murciano llamado Leana… y es que me he hecho un regalo, me he tomado un asueto.

Ahora, en este presente, en este momento, me acuesto, como también me acostaba igual en el relato de mis recuerdos.

Antaño, separado por más de cincuenta años y casi cuatrocientos kilómetros, ahora me encuentro distante y a la vez muy cerca en mi mente… lo vivo cual teatro que pasa su guión ante mí, mientras me meto en la cama de este bello y coqueto hotel del tranquilo y relajante balneario. Pronto mi cerebro reclamará a mis párpados y éstos obedientes comenzaran a cerrarse. Ya dormía profundamente en mi relato, ahora procedo a hacerlo en la distancia y el tiempo.

También dormía ya en mi acogedor y agradable cuarto de mi casa, en aquella noche, víspera de mi “entrada en quintas” (que así se decía entonces), así como “servir al rey”.

En la quietud de mi inminente sueño sigo pensando, sigo viviendo esta historia que con cariño recuerdo y con ilusión os relato y cuento. Era temprano, bastante temprano, para mis años mozos en que la cama se adora a esa hora de la mañana. Y mi madre con su peculiar encanto y con la alegría de a dónde había llegado su hijo cumpliendo años, me avisaba.

Que rápido ha pasado su tiempo de niñez, que pronto ha pasado su primera juventud y ya hoy me lo miden… qué barbaridad” – pensaba ella mientras me daba un beso de buenos días y con alegría me transmitía que ya era la hora… me despertaba.

“Venga, a asearse y prepararse que pronto has de estar en el ayuntamiento. Sobre la cama tienes preparado tu traje de quinto tu camisa y corbata nuevos y tus zapatos lustrados.”

Era costumbre desde siempre, que los quintos estrenaran un traje con su camisa acorbatada y, casi siempre, era el primero que estrenarían en su vida.

Son las diez de la mañana, por calle Real de mi pueblo, Benalúa de las Villas, avanzo con paso decidido hacia el lugar de nuestra cita: el ayuntamiento.

Aquella mañana soleada del frío invierno benaluense, pero con agradable temperatura no propia de la estación del momento, las calles parecíanme más anchas más largas, más alegres y diáfanas; invadido por una inexplicable satisfacción, ahora cruzaba la plaza camino del portalillo que del ayuntamiento era su entrada, tras dejar a mi izquierda aquella vieja baranda de hierro que separaba la fachada del ayuntamiento del Bar de Juan Pedro. Cuántas veces había volteado yo mi cuerpo, cual titiritero equilibrista, en esa baranda de hierro que los niños de Benalúa lo tenían por su único “parque” del pueblo.

Ya pisaba los primeros peldaños de aquella vetusta y empinada escalera que, en su meseta, a la izquierda, situaba la “Escuela de niñas” del pueblo, (única, como la baranda) y, a la derecha, con una vieja puerta, se entraba a una amplia sala del ayuntamiento. Junto a la puerta una rancia y raída mesa que coronaba una luz con una extraña consola, era ocupada por el administrativo único de dicho consistorio: D. David Romero, funcionario, para mí, de toda la vida. A la derecha y en perpendicular, otra antigua mesa, ésta algo más lustrosa, desde la que, a través de un gran balcón, daba vistas a gran parte de nuestra sierra coronada por el conocido Morrón.

Frente a este balcón una solitaria y triste habitación, llena de papeles, legajos y libretos, hacía las veces de despacho del Sr. Alcalde, en aquellos años, Don Cipriano de la Torre Benítez.

En medio de “la sala”, que así era llamada la principal estancia de tan regio edificio, encontrábase el “Agalí” (así pronunciaban allí el nombre de Adalid) al que respondía nuestro único alguacil. En círculo a su alrededor, la larga docena de jóvenes que escuchaban las serias e importantes palabras, ya mil veces dichas en anteriores e iguales encuentros por el entrañable “Agalí” que, revestido de especial autoridad y boato, ejercía con acierto y tino su viejo ceremonial. Es que, ni más ni menos, estaba ante la medición de “La quinta de Hogaño”.

Guardia Civil hijo del pueblo. Murió en el 36, en Elda (Alicante).

Un momento del acto, en el que yo ya me había incorporado al grupo de quintos, habló Guardia Civil hijo del pueblo Benalúa de las Don David que ahora Villas. Murió en el 36, en Elda (Alicante).

El Amanecer Con Humo Gregorio Martín García -65- ejercía cuasi de “Gran Notario del Reino” para dar fe administrativa de lo que allí, como tantos y tantos años, estaba pasando:

¿Estáis todos?” – preguntó ceremonioso y, como afirmativamente fue informado, mandó que, uno a uno, pasáramos al destartalado despacho del alcalde donde un curioso artefacto de madera mediría nuestra talla. Cosa importante ésta para ser futuro miembro de las Fuerzas Armadas.

Fuimos pasando uno a uno por orden alfabético, como había ordenado Don David y bien que D. Eduardo Adalid, “Agalí”, hizo que se cumpliera aquella orden.

Mientras esperábamos turno de talla, yo miraba pensativo un viejo retrato en blanco y negro que colgaba de la pared en sitio de honor de la sala. Le miraba y conocía, era el llamado Caudillo Franco, pero poco más sabía de aquel hombre que había en aquel retrato. Bajo dicha lámina y a su derecha, la Bandera de España… así me abstraía cuando mi nombre en alto retumbó en la sala, Me llamaban. Me coloqué en aquel artefacto y, por palabras de David que allí había leído, en la escala de números que le marcaban al cacharro, dijo: “uno ochenta y dos, ¡buena talla!, este año eres el más alto”.

Jose A. Martín García jurando bandera. Foto cortesía de Ana María Martín Afán de Rivera.

Allí todo sonaba a añejo, pero a añejo por importante; para aquellos dos hombres que ejercían tal ceremonia de la medida de los mozos que servirían a España.

Don David, conocido por todos los allí presentes, en forma respetuosa nos dirigió unas sesudas palabras y consejos y nos felicitó, añadiendo que, a continuación acompañáramos al Sr. Alguacil, para que procediera a pesarnos.

Rodolfo Abril Moreno Foto cortesía de Encarni Abril García

Como allí no había artilugio alguno para pesar, todos en grupo y tras nuestro “Agalí” fuimos raudos a pesar tan digna mercancía de los mozos del pueblo que a “servir al rey” iban. Y nos dirigimos nada menos que a la báscula de pesar aceitunas que el conocido empresario de almazara Don Daniel, allí cerca del caz tenía.

Ya en el camino alguno de los quintos quiso ensayar alguna coplilla de la que los quintos cantaban en su gran fiesta. La cortedad del momento y la timidez del acto le impidieron arrancarse a cantar la estrofa quedando todo en un tarareo que reír nos hizo a todos y estrechar más nuestros lazos de aquel maravilloso día que a todos en un mismo haz nos ataba.

Ya había ganas… alguno del grupo, palmeaba, bailaba y tarareaba… más de uno, ya, le acompañaba. Y es que ya medidos y estando siendo pesados cuál saco de aceituna con sus chorros de jámila y aceite rezumando…

¡Ya éramos quintos! quintos de verdad: ”Los Quintos de Hogaño”.

“La quinta del sesenta y seis,
es quinta de niñatos.
Podríamos ser veinticinco
pero somos veinticuatro.”

– “¡¡Olé!! ¡¡Olé!!” – respondimos a coro todos.

[Continua la próxima semana]

NOTAS

1 Pikú: equipo de música.
2 Saraos: sarados, fiestas, guateques.
3 Piscolabis: tentempié, aperitivo.

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Gregorio Martín García

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