II. LA SEXUALIDAD FEMENINA: LA DIFERENCIA
Los discursos ilustrados masculinos que tienen por objeto la mujer –- señala Michelle Crambe-Casnabet (1) — emplean casi siempre la primera persona del plural: nosotros, esto es, el conjunto de hombres, a la hora de proponer una teoría sobre la otra mitad de la humanidad, lo cual constituye un claro ejemplo del uso discriminatorio y sexista del lenguaje. Al nosotros que designa la comunidad masculina se opone el la suya, que designa la femenina: Nuestro sexo viril, nuestras virtudes, nuestras costumbres, nuestro papel, no son los suyos. Todo ello se evidencia si leemos el Emilio o de la educación, en el que la diferencia de tratamiento de uno y otro sexo es explícitamente señalada. Aún sin prejuzgar su contenido, ello ya es notable desde la misma organización del texto: compuesto por cinco libros, los cuatro primeros diseñan toda una teoría de la educación del varón, representado por Emilio, un joven huérfano criado por un preceptor filósofo ilustrado y en ellos nuestro filósofo desarrolla toda una serie de disquisiciones acerca de la naturaleza humana.
Sólo en el libro V, Sofía o la mujer, se trata de la naturaleza de la compañera de Emilio, Sofía o la mujer, analizando su constitución específica y sexual desde el punto de vista físico y moral y mostrando cómo ha de ser su educación, orientada exclusivamente a procurar la felicidad de éste. Es de resaltar, en consecuencia, la perspectiva androcéntrica que utiliza Rousseau para referirse a la mujer ya desde el principio del libro. El ginebrino habla como hombre a hombres: “Comencemos, pues, por examinar las coincidencias y las diferencias de su sexo y del nuestro” (EOE, V, 534), dice al comienzo de ese libro. Cuando da la palabra a las mujeres se vale de “cartas” — como las de Julia, en La Nueva Eloísa —– para que se expresen, al menos por escrito. Pero, en realidad, no estamos en presencia de un discurso femenino, sino de una palabra del otro sexo, el dominante: un discurso del varón, «a propósito de la mujer» (2). El patrón masculino es, pues, lo que permite medir a la mujer en su especifidad, puesto que la mujer sólo es en función del hombre, donde encuentra su razón de ser, su fin y su objetivo ya sea como madre, hija, esposa o hermana. Es el mismo caso de Montesquieu en sus Cartas persas poniendo en boca de ciertas damas del serrallo su propia concepción de las mujeres.

Una de las preocupaciones y contradicciones fundamentales del pensamiento ilustrado en lo que se refiere a las relaciones hombre-mujer consiste en pensar su diferencia – siempre marcada por la inferioridad de la mujer- y, al mismo tiempo, en tratar de hacerla compatible con el principio de una igualdad (teórica) de los seres humanos fundada en el derecho natural, pretensión que se revelará imposible, como veremos. Rousseau comienza su análisis afirmando la igualdad esencial de hombres y mujeres en cuanto pertenecientes al género humano:
“En todo lo que no atañe al sexo, la mujer es hombre: tiene los mismos órganos, las mismas necesidades, las mismas facultades; la máquina está construida de la misma manera, sus piezas son las mismas, el juego de la una es el del otro, la figura es semejante; y bajo cualquier enfoque que los consideremos no difieren entre sí prácticamente en nada” (EOE, 533) (3).
Sin embargo, a renglón seguido, añade que “en todo lo que atañe al sexo, la mujer y el hombre tienen en todo relaciones y diferencias; la dificultad de compararlos procede de la dificultad de determinar en la constitución de uno y otra lo que atañe al sexo y lo que no le atañe (EOE, 534). Para concluir, finalmente, que “lo único que sabemos con certeza es que cuanto tienen en común pertenece a la especie, y que cuanto tienen de diferente pertenece al sexo” (Idem). En “lo que atañe al sexo” no hay, para Rousseau, paridad alguna entre ambos sexos. “El macho sólo es macho en ciertos instantes, la hembra es hembra toda su vida o al menos toda su juventud; todo la remite sin cesar a su sexo» (EOE, 539). De ello podemos concluir que, en rigor, la “diferencia” es propia del sexo sólo en el caso de la mujer, pues en la mujer lo que prevalece es el sexo, se define por él.

Como ha señalado atinadamente Celia Amorós, no es que el hombre y la mujer tengan -como es obvio que las tienen- diferencias en relación a sus respectivos sexos, lo que esencialmente les diferencia consiste en el modo de establecer una relación definitoria con su propio sexo, con su sexo correspondiente:
“En el varón, la relación es meramente puntual y accidental, mientras que en la mujer es esencial: la una se define por su diferencia sexual y el otro no. De nuevo, el masculino se solapa con el neutro y asume lo genéricamente humano, que, en el discurso ilustrado, se define por la universalidad, por la igualdad de todos los sujetos, que lo son en la medida en que no están sujetos al sexo, como las mujeres -quienes, por la misma razón, tampoco son individuos” (4).
Al no definirse el varón por su actividad sexual, concluye Amorós, “transita sin problemas desde los intermitentes desempeños de sus funciones sexuales a las demás actividades propias de su no-sexo” (5). Por el contrario, en el caso de la mujer la situación es muy diferente, pues su sexualidad marca y condiciona toda su vida. De ello se van a derivar, para el filósofo ginebrino, diferencias significativas y esenciales entre hombre y mujer: “estas relaciones y estas diferencias deben influir sobre la moral; tal consecuencia es sensible y conforme con la experiencia, y muestra la vanidad de las disputas sobre la preferencia o la igualdad de los sexos” (EOE, 534).
De esa diversidad se sigue una distribución de roles entre los sexos completamente tradicionales: “Uno debe ser activo y fuerte, el otro pasivo y débil; es totalmente necesario que uno pueda y quiera; basta que el otra resista un poco” (EOE, 535). El hombre debe poder y querer, mientras que la mujer se contenta con ofrecer algo de resistencia. La necesidad sexual no es una necesidad física, no es una verdadera necesidad del hombre, pero sí de la mujer. De ello se sigue que la mujer está hecha especialmente para agradar al hombre y para ser sometida. Se trata de una ley de la naturaleza, anterior al amor mismo: “Si el hombre debe agradarle a su vez”, añade Rousseau, “es una necesidad menos directa, su mérito está en su potencia, agrada por el solo hecho de ser fuerte” (Idem).

Nos recuerda Wanda Tommasi, en efecto, que para Rousseau en la relación sexual hay un juego dialéctico profundo entre fuerza y debilidad, entre dominio y sumisión, entre asalto y huida que, después de colocar a la mujer en la posición de sumisión y al hombre en la de dominio, invierte las posiciones trazando todo un sistema de recíprocas dependencias. Así es que el hombre debe admitir que también depende de ella, pues debe conquistar sus favores, tratando de agradarle, de modo que:
“El más fuerte sea el amo en apariencia y dependa en la práctica del más débil; y esto no por un frívolo uso de galantería, ni por orgullosa generosidad de protector, sino por una invariable ley de la naturaleza que, dando a la mujer mayor facilidad para excitar los deseos que al hombre para satisfacerlos, hace depender a éste, a pesar de que los tenga, del capricho del otro, y le obliga a agradarle a su vez para lograr que ella consienta en dejarle ser el más fuerte” (EOE, 537).
Esta dialéctica trasciende este ámbito básico, para extenderse más allá de la esfera sexual: por un lado, la preeminencia del hombre está subrayada como control del amo o jefe, al que la mujer debe obediencia, pero por otro, reconoce que la mujer es la que tiene que guiarlo o gobernarlo:
“Me temo que muchos lectores, recordando que atribuyo a la mujer un talento natural para gobernar al hombre, me acusen por esto de contradicción; se equivocarán, sin embargo. Hay mucha diferencia entre arrogarse el derecho de mandar, y gobernar a aquel que manda. El dominio de la mujer es un dominio de dulzura, de habilidad y de complacencia, sus órdenes son caricias, sus amenazas lágrimas. Deben reinar en la casa como un ministro en el Estado, haciéndose mandar lo que ella quiere hacer. En este sentido siempre ocurre que los mejores matrimonios son aquellos en que la mujer tiene el máximo de autoridad. Pero cuando ignora la voz del jefe, cuando quiere usurpar sus derechos y mandar ella, de tal desorden nunca resulta sino miseria, escándalo y deshonor” (EOE. 611).

La sexualidad femenina es, pues, la base de su servidumbre, según un complejo sistema suave y flexible de coerciones, ya que su destino de esposa será precisamente el ser coercionada y sometida. Según Rousseau el Ser Supremo o la Naturaleza ha concedido al varón “inclinaciones sin medida” respecto a sus instintos y pasiones naturales y a la mujer “deseos ilimitados”, una actividad devoradora que, en determinados climas, se expande tan amenazadoramente que, para preservar la tranquilidad y la paz de todos, los hombres, tanto más agotados cuanto que son polígamos, se ven impelidos a encerrar a sus mujeres. La violencia, según Rousseau, caracteriza de este modo la relación sexual. Si bien el hombre desempeña el papel activo ante un consentimiento femenino, en realidad la mujer no deja de provocarlo: “la violencia de ella reside en sus encantos con ellos debe forzarle a él a encontrar su fuerza y a utilizarla” (EOE, 535).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1. Michelle Crambe-Casnabet, “Las mujeres en las obras filosóficas del siglo XVIII”, en Historia de las Mujeres, tomo 3º, dirigida por Georges Duby y Michelle Perrot, Taurus, Madrid, 2000, pp. 344-384..
2. Julia, no es otra que la mujer soñada por Rousseau, mujer tan cabal que rescata la no transparencia de su creador. La sangrienta rebelión de Roxana en el serrallo destruido de las “cartas persas” quizá no traduzca más que el horror fascinado de Montesquieu ante el destino ineluctable del despotismo.
3. Jean-Jacques Rousseau, Emilio o de la Educación, Alianza Editorial, Madrid, sexta reimpresión, 2008, prólogo, traducción y notas de Mauro Armiño, pp. 533-534). Citamos esta obra con la sigla EOE seguida de la página de esta edición.
4. Celia Amorós, Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y posmodernidad, Cátedra, Madrid, 2000, p. 161.
5. Idem
ÍNDICE DE LA SERIE:
I. ROUSSEAU: UNA VIDA ENTRE MUJERES
II. LA SEXUALIDAD FEMENINA: LA DIFERENCIA
III. DE LA COQUETERÍA AL PUDOR. DEBERES DE LA MUJER
IV. INFERIORIDAD INTELECTUAL: INFANTILIZACIÓN DE LAS MUJERES
V. MUJER Y SABIDURÍA: CULTURA, EDUCACIÓN Y POLÍTICA






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