III. DE LA COQUETERÍA AL PUDOR. DEBERES DE LA MUJER
Las mujeres, según Rousseau, son coquetas por condición natural, gustan del adorno casi desde la más tierna infancia y se preocupan mucho de la opinión de los demás. En este punto la coquetería es devastadora, y el hombre vive bajo el imperio (encantador) de una constante amenaza, por sus efectos incontrolables:
“Casi desde que nacen, a las niñas les gustan los adornos: no contentas con ser bonitas quieren parecerlo; en sus primeros ademanes se ve que ese cuidado ya las domina, y, apenas están en situación de comprender lo que se les dice, las gobiernan hablándoles de lo que se ha de pensar de ellas” (EOE, 547).
Para Rousseau, esta innata vanidad — que las somete constantemente a la opinión de los demás — hace que la mujer se reduzca a simple apariencia, a una máscara carente de profundidad, que no tenga ser sino para la mirada de los otros, para la mirada de los hombres. La mujer es el ser de la opinión del otro. Más que un ser es un parecer. Ése es su estatus “natural” y Rousseau considera que está bien que sea así (1). Para el hombre, por el contrario, esa condición no es natural: “con tal de ser independientes y de hacer su capricho les preocupa muy poco lo que pueda pensarse de ellos” (Idem). El hombre no tiene necesidad de agradar, le basta “ser.
La naturaleza ha inculcado al ser humano una serie de impulsos instintivo-naturales y de “deseos ilimitados” que necesitan ser controlados o regulados. Ante los posibles desbordes instintivo-pasionales que también proceden de ella misma, la naturaleza ha inculcado también a las mujeres, para corregirlos o controlarlos el sentimiento del pudor, una de las características específicas del comportamiento femenino ligada al sexo y casi un instinto innato en las mujeres. La naturaleza ha previsto, pues, los medios para contener esos impulsos instintivo-naturales, dotándonos de leyes para regularlos: la razón para gobernarlos, en el caso del hombre, y el pudor y la vergüenza, para contenerlos en el caso de las mujeres. El pudor es esa contención modesta fundada en la conciencia de sus imperfecciones que atempera el exceso.

Pero el pudor, además de mitigar la vehemencia femenina, sirve a las mujeres para protegerse de los asaltos de los hombres y para desarrollar un sutil arte de dominio en relación con ellos. Del pudor derivan las artes femeninas para agradar, atraer, seducir, subyugar y provocar a los hombres: la coquetería, casi innata en la mujer, es la capacidad de tener al hombre bajo el dominio fascinante de una amenaza continua. Una afirmación semejante la encontramos en Montesquieu, tal vez su inspirador (2).
De ahí que, en función de esa diferencia, se trate de asignar roles sociales específicos y exclusivos a las mujeres que, en realidad, dimanan de su propia naturaleza, como una necesidad propia de su sexo: la mujer es esencialmente esposa y madre. El rol natural de la mujer consiste, pues, únicamente en la reproducción de la especie, la atención del marido y el cuidado de los hijos, como lo exige la naturaleza. Este rol de genitora es paralelo a la condición de servidumbre doméstica: ocuparse del marido, de los hijos, de la casa, provee e impone tantos deberes que sería cruel agobiar a las mujeres con otras preocupaciones. Tales deberes exigen que la mujer permanezca en el reducto del hogar, encerrada en su lugar natural (3).
Rousseau, inspirándose en una cultura completamente distinta, la espartana, coincide en una idea semejante: las jóvenes espartanas, una vez casadas, eran encerradas en su casa para la atención de su pareja y de la familia. “Esa es la manera de vivir que la naturaleza y la razón prescriben al sexo”. Nos lo certifica la historia: en Oriente y Esparta las mujeres estaban enclaustradas, separadas de los hombres, que era quienes se ocupaban de los asuntos públicos, del gobierno y del Estado, en una tranquilidad que las tormentas femeninas no podrán perturbar.
Además de los deberes de esposa, madre y guardiana de la casa, la mujer casada está esencialmente obligada a la fidelidad sexual. Por eso el punto fuerte de la moral femenina es, naturalmente, la castidad. Ésta es la virtud más importante de las mujeres, que están obligadas a guardarla mucho más severamente que los hombres, porque de esta virtud depende la salud de la familia y la certeza acerca de la legitimidad de los hijos nacidos del matrimonio. Ambos cónyuges están obligados a guardarse fidelidad, si el marido es infiel comete una injusticia al violar su juramento, “pero la mujer infiel hace más, disuelve la familia y rompe todos los vínculos de la naturaleza. Al dar al hombre hijos que no son suyos, traiciona los unos y los otros, une perfidia a la infidelidad” (EOE, 540). El dominio masculino sobre el cuerpo femenino fecundo es algo de importancia tan capital que a la mujer no le basta con ser fiel, deben considerarla tal el marido, los allegados, todos. Ésta, más que ninguna otra virtud, es la que obliga a incluir también “la apariencia incluso en el número de los deberes de las mujeres” (EOE, 540), lo contrario de lo que sucede con el hombre. La infidelidad femenina quebranta los fundamentos de la familia, también los de la de la sociedad.

En La nueva Eloísa (tercera parte, carta XVIII), Rousseau defiende la fidelidad conyugal, y sobre todo la de la mujer, a través de la voz femenina de Julia. No puede admitirse la menor infracción que ponga en peligro el nudo sagrado e indestructible del matrimonio. Sostiene nuestro filósofo, sin embargo, que la infidelidad masculina no es objeto de un juicio tan riguroso, aunque sus consecuencias sean similares. Pero la desgracia mayor que se abate sobre Emilio no es tanto el que Sofía le engañe, como el que esté embarazada de otro hombre, en cuyo caso no podría, garantizarse derecho de paternidad o propiedad sobre los hijos. Con intencionada sutileza, Rousseau va a poner en boca de Sofía, la mujer, un discurso que en realidad es dictado por el interés del hombre.
El argumento “formal” que recorre tantos textos “ilustrados” que justifican, como también hace Rousseau, la desigualdad de los sexos en la institución conyugal, descansa en la idea, no cuestionada, según la cual si se quiere que una unión sea indisoluble, una de las partes debe ser superior a la otra, puesto que la igualdad disolvería rápidamente la unión (4). Para Rousseau el estatus de los esposos es y debe ser profundamente desigual. El marido es el jefe de familia, señor de su mujer, de sus hijos, y llegado el caso, de sus sirvientes. Por ello en el “Emilio”, libro V, entre los consejos el preceptor ofrece a Sofía, la esposa perfecta preparada desde su infancia para Emilio, se destaca este: “Al volverse vuestro esposo, Emilio se ha vuelto vuestro jefe; a vos corresponde obedecer, así lo ha querido la naturaleza. Cuando la mujer se parece a Sofía, conviene, sin embargo, que el hombre sea guiado por ella; es también una ley de la naturaleza” (EOE, 720-721).

Es indudable que la ley de la naturaleza desempeña una sutil dialéctica entre dominación y sumisión. Pero Sofía sólo puede conducir al hombre en la medida en que fue concebida y fabricada para él. El matrimonio es incompatible con la idea de una democracia entre los esposos. En este punto, la paradoja: el matrimonio se concibe como un contrato voluntario, pero, en realidad, descansa sobre un contrato de “sumisión”, un contrato de servidumbre entre la mujer y su señor. Es paradójico que el siglo que rechaza la esclavitud y denuncia que un hombre contraiga un contrato para someterse, admita para la mujer, sin embargo, la existencia de un contrato de tal naturaleza.
Para Rousseau, la paradoja y el escándalo es que la mujer quiera mandar sin aceptar esa servidumbre o subordinación al hombre que, en su opinión, es conforme a las leyes de la naturaleza. Para nosotras, comenta Wanda Tommasi (5), el escándalo es, más bien, que se tenga una mujer en tales condiciones que, incluso en la familia, el único ámbito en que puede desarrollar autoridad, sólo pueda ejercer influencia sobre el que manda por medio de caricias, súplicas y llanto. Más que a la de un ministro, su figura se parece a la de una sierva que tuviera relación muy íntima con el amo. Esto no quita que, como descripción de la condición histórica femenina, la de Rousseau sea sumamente realista y eficaz. Efectivamente, para ejercer su autoridad las mujeres se veían obligadas a hacerlo indirectamente, a través del hombre, de modo que, cuando su influencia lograba hacerse sentir fuera de la esfera doméstica, como en el caso de las damas que, desde sus salones influían sobre la vida cultural y política, su poder lo percibían los hombres como oculto, taimado y manipulador (6).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1. Montesquieu también sostiene, como Rousseau, que el deseo de agradar es inherente a la naturaleza de la mujer, pero encuentra en ello cierta utilidad social. En efecto, este deseo “consolida los ornamentos”. Del gusto por los ornamentos nace la posibilidad de aumentar el comercio. Si bien es cierto que las mujeres pueden corromper las costumbres, también es cierto que las mujeres pueden corromper las costumbres, también es cierto que forman el gusto. El ornamento forma parte indisociable del hecho social (cf. “Espíritu de las leyes”, Libro XIX, cap. VIII).
2. Montesquieu, tomando como referente la mujer de Oriente, afirmaba que tales deberes son tan acaparadores para las mujeres que es necesario que se las limite a ellos, de donde la gran eficacia de la “clausura” de las mujeres en el serrallo. También entiende el pudor como defensa contra la incontinencia: “Todas las naciones están de acuerdo en ver con desprecio la incontinencia de las mujeres: esto porque la naturaleza ha hablado a todas las naciones. Ha establecido la defensa, así como ha establecido el ataque” (Montesquieu, Espíritu de las leyes, libro XVI, cap. XII).
3. Espíritu de las leyes, libro XVI, cap. X.
4. Kant también suscribirá este argumento: “En el progreso de la civilización, la superioridad de un elemento debe establecerse de manera heterogénea: el hombre debe ser superior a la mujer por la fuerzacorporal y el coraje; la mujer, por la facultad natural de someterse a la inclinación que el hombre tiene por ella; por el contrario, en un estado que no es todavía el de la civilización, la superioridad sólo se halla del lado del hombre” (Antropología).
5. Wanda Tommasi, Filósofos y mujeres, op., cit., pp. 108-120.
6. Según Wanda Tommasi, Rousseau muestra un hastío rayano en el desprecio hacia las damas del siglo XVIII que, sin embargo, habían contribuido notablemente a la difusión de los mismos ideales de la Ilustración: “Pero preferiría mil veces una muchacha simple y educada con rusticidad, a una doncella sabihonda yculta que viniese a instituir en mi casa un tribunal literario presidido por ella. La mujer sabihonda es el martirio de su marido, de sus hijos, de sus amigos, de sus criados, de todos”. Aunque una mujer “tuviese auténtica capacidad para el ingenio”, sería mejor para ella “permanecer ignorada. Su gloria es gozar la estima del esposo; sus placeres están en la felicidad de la familia” (Ibid).
ÍNDICE DE LA SERIE:
I. ROUSSEAU: UNA VIDA ENTRE MUJERES
II. LA SEXUALIDAD FEMENINA: LA DIFERENCIA
III. DE LA COQUETERÍA AL PUDOR. DEBERES DE LA MUJER
IV. INFERIORIDAD INTELECTUAL: INFANTILIZACIÓN DE LAS MUJERES
V. MUJER Y SABIDURÍA: CULTURA, EDUCACIÓN Y POLÍTICA






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