IV. INFERIORIDAD INTELECTUAL: INFANTILIZACIÓN DE LAS MUJERES
La inferioridad de la mujer, que hunde sus raíces en la diferencia sexual, se extenderá “con toda naturalidad” a su ser entero, y en particular a sus facultades intelectuales. Rousseau no puede negar que también la mujer posea un espíritu, esto es, una cierta potencia o facultad racional (más simple que la del hombre), y que en ella también ha de educarse su entendimiento, aunque sólo debe cultivarlo en la medida en que tenga necesidad de él para cumplir con sus deberes naturales (obedecer al marido, serle fiel, cuidar de los hijos). Pero, al igual que el discurso dominante de los filósofos ilustrados, sí niega a la mujer la posibilidad de abstraer y de generalizar, esto es, de “pensar”, lo cual equivale a afirmar que la génesis completa del conocimiento especulativo sólo tiene sentido para los varones. El espíritu femenino no tiene actividad conceptual superior sólida y completa:
“La búsqueda de verdades abstractas y especulativas, de principios y axiomas en las ciencias, todo lo que tiende a generalizar las ideas no es de incumbencia de las mujeres; sus estudios todos deben remitirse a la práctica; a ellas corresponde hacer aplicación de los principios hallados por el hombre, y, a ellas hacer las observaciones que conducen al hombre al establecimiento de los principios” (EOE, 579).
Rousseau considera que la razón de las mujeres no es por completo una razón teórica; sino más bien una razón inferior: una razón práctica. Este hecho hace, que efectivamente se apoye siempre en los hechos concretos: “La razón de las mujeres es una razón práctica que les hace encontrar con mucha habilidad los medios para llegar a un fin conocido, pero que no les hace encontrar ese fin” (EOE, 565). A menudo, se repite que no hay mujeres capaces de invención, que están excluidas de la genialidad, que les falta la “capacidad necesaria” para producir obras de genio, aun cuando puedan acceder a la literatura y a determinadas ciencias. Aunque el desarrollo de la inteligencia sea más precoz en ellas que en los varones, tienen las facultades intelectuales como atrofiadas, al nivel de una imaginación desordenada, ayudada por su excesiva sensibilidad. Dotada de una astucia especial, que es “una justa compensación por la inferioridad de su fuerza”, la mujer debe cultivar estudios que se refieran “todos a la práctica”:
“Todas las reflexiones de las mujeres deben tender, en lo que no atañe de modo inmediato a sus deberes, al estudio de los hombres o a los conocimientos agradables que sólo tienen el gusto por objeto: porque en lo tocante a las obras de genio, éstas superan su capacidad; tampoco tienen suficiente precisión y atención para triunfar en las ciencias exactas, y, en cuanto a los conocimientos físicos, ve más objetos aquel de los dos que es más activo, el más emprendedor, aquel que tiene más fuerza y que la ejerce más juzgando las relaciones de los seres sensibles y de las leyes de la naturaleza” (EOE. 579).

A una mujer que es débil y que no ve nada fuera de sí misma, le conviene, ante todo, conocer “los móviles que puede poner en práctica para suplir su debilidad, y esos móviles son las pasiones del hombre” (Idem). De ellos podrá sacar, gracias también a su propia finura espiritual, una “moral experimental”, que corresponderá luego al hombre sistematizar. Desde esa debilidad o incapacidad fundará su propia psicología “natural”, su propio conocimiento no del espíritu del hombre en general o en abstracto sino del espíritu de los hombres que la rodean y a los que está sometida:
“Es menester que aprenda a calar en sus sentimientos, con sus palabras, sus acciones, con sus miradas, con sus gestos. Es preciso que, con sus palabras, con sus acciones, con sus miradas, con sus gestos, ella sepa dar los sentimientos que a él agradan sin que parezca siquiera que piensa en ello. Ellos filosofarán mejor que ella sobre el corazón humano; mas ella leerá mejor que ellos en el corazón de los hombres” (EOE, 579-580).
La mujer es el ser de la pasión, de la imaginación, no del concepto. La mujer parece haber quedado, pues, fijada en la etapa de la imaginación, esa facultad que nos hace tomar los deseos por realidades, que lleva sin cesar al engaño y al extravío. Dueña del error y de la falsedad, la imaginación está marcada por el sello de la infancia. Por exceso de imaginación es posible enfermar, enloquecer, morir. La fijación del espíritufemenino al estadio imaginativo explica que se mantenga siempre niña, frágil, incontrolable, infantilizada. Como afirma Celia Amorós, detener el desarrollo intelectual de la mujer en la intuición sensible, en una imaginación que no conoce reglas ni normas, es afirmar que la mujer no tiene historia, que, idéntica a sí misma en sus funciones y en sus deberes, carece de auténtica individualidad.

Según Rousseau, la mujer está por todo ello permanente y perpetuamente en el estadio de la infancia incapaz de ver nada que esté fuera del mundo cerrado de la vida doméstica, que la naturaleza — ¡no la sociedad! — les ha dejado en herencia. Aparte de la relativa a sus deberes (que, en realidad, conoce por intuición), la única ciencia que debe conocer es la que, sobre la base del sentimiento, tiene por objeto a los hombres que la rodean, y, sobre todo, a su esposo.
Este propósito de describir a la mujer en función del hombre se puede comprender ya en la misma estructura del Emilio, donde de cinco libros, sólo uno está dedicado a la educación de la mujer. Esta desproporción indica ya la distinción que hace en la atención de los dos sexos, pero lo más importante es, sobre todo, el hecho de que la educación de la mujer es completamente funcional respecto al hombre: Sofía es educada para ser la esposa de Emilio, para convertirse en la mujer del hombre (EOE, 674). Volvemos a encontrarnos, una vez más, ante una perspectiva androcéntrica, donde el hombre es el término de la comparación y el metro con el que la mujer debe ser evaluada. Puede decirse que, en el siglo XVIII, la ideología predominante consiste en considerar al hombre como causa final de la mujer y a la mujer como función del hombre. No hay duda de que Rousseau radicaliza esta teoría, puesto que la educación de “Sofía” está destinada por completo a la realización de la felicidad de Emilio.

Tras criticar a Platón que en su República adjudica a las mujer la misma educación y los mismos ejercicios que a los hombres, y viéndose forzado, al final, a convertirlas en hombres (libro V, 451d y ss; 460a y 461 b-c), Rousseau denuncia “esa promiscuidad civil que confunde por doquier a los dos sexos en los mismos empleos, en los mismos trabajos” y que engendra los abusos más intolerables: “me refiero a esa subversión de los sentimientos más dulces de la naturaleza, inmolados a un sentimiento artificial que sólo puede subsistir por ellos” (EOE, 542). La naturaleza debe ser la guía para una adecuada educación de los dos sexos y como por naturaleza hombre y mujeres son diferentes, su educación también lo será:
“Una vez que se ha demostrado que el hombre y la mujer no están ni deben estar constituidos igual, ni de carácter ni de temperamento, se sigue que no deben tener la misma educación. Según las direcciones de la naturaleza deben obrar de consuno, pero no deben hacer las mismas cosas; el fin de los trabajos es común, pero los trabajos son diferentes, y por consiguiente los gustos que los dirigen. Después de haber tratado de formar al hombre natural, para no dejar imperfecta nuestra obra veamos cómo debe formarse también la mujer que conviene a ese hombre” (EOE, Idem).
Frente a las protestas de las féminas de su tiempo que se consideraban sometidas a una educación vana y frívola, que las educamos para ser vanas y coquetas, entreteniéndolas sin cesar con puerilidades para seguir siendo los amos con más facilidad Rousseau les reprocha su error y las consecuencias perniciosas que una educación igualitaria comportaría para las mujeres: “Tomad la decisión de educarlas como a hombres, éstos lo consentirán de buena gana. Cuanto más quieran ellas parecérseles, menos los gobernarán, y será entonces cuando ellos se conviertan verdaderamente en amos” (EOE, 543). Se muestra, en consecuencia, partidario de una inequívoca educación diferenciada de los sexos:
“No todas las facultades comunes a ambos sexos están repartidas por igual, pero tomadas en conjunto se compensan; la mujer vale más como mujer y menos como hombre; por doquiera hace valer sus derechos, saca ventaja; por doquiera pretende usurpar los nuestros, queda por debajo de nosotros” […] “Por tanto, cultivar en las mujeres las cualidades del hombre y descuidar las que les son propias es, a todas luces, trabajar en perjuicio suyo […]. Creedme madres juiciosas, no hagáis de vuestra hija un hombre discreto como para dar un mentís a la naturaleza; haced de ella una mujer discreta, y estad seguras de que así valdrá más para ella y para nosotros” (EOE, 543-544).
¿Se sigue de esto que deba ser educada en la ignorancia de todo y limitada únicamente a las funciones del hogar, como una sirvienta, esclava o autómata sin capacidad para sentir algo o para conocer algo?, se pregunta Rousseau. Y responde: “No ha dicho eso la naturaleza, que da a las mujeres un espíritu tan agradable y tan sutil; al contrario, quiere que piensen, que juzguen, que amen, que conozcan, que cultiven su mente tanto como su figura, he ahí las armas que les da para suplir la fuerza que les falta y para dirigir la nuestra” (EOE. 544). Por todo ello es por lo que su educación deberá estar siempre en función de sus inclinaciones naturales, del destino particular de su sexo, de su dependencia de los hombres:
“La mujer y el hombre están hechos el uno para el otro, pero su mutua dependencia no es igual: los hombres dependen de las mujeres por sus deseos; las mujeres dependen de los hombres tanto por sus deseos como por sus necesidades, subsistiríamos mejor nosotros sin ellas que ellas sin nosotros. Para que ellas tengan lo necesario, para que estén en su estado, es preciso que nosotros se lo demos, que nosotros queramos dárselo, que nosotros las estimemos dignas de él; depende de nuestros sentimientos, del valor que damos a su mérito, del caso que hacemos de sus encantos y de sus virtudes” (EOE, Idem).
Desde la visión del Emilio, la diferencia más destacable entre hombre y mujer resulta ser que mientras el hombre está educado para comprender la estructura de la necesidad y relacionarse directamente con ella, no teniendo más guías que su razón y su conciencia -sin preocuparse de los prejuicios sociales y de la opinión de los demás- en cambio, la mujer, ha sido educada para experimentar a través de un sistema de constricciones su dependencia de los convencionalismos sociales y, en suma, de la opinión del hombre. En efecto, por ley de la naturaleza:
“Las mujeres, tanto por lo que se refiere a ellas como a sus hijos, están a merced del juicio de los hombres: no les basta con ser bellas, es preciso que agraden; no les basta con ser prudentes, es preciso que sean tenidas por tales; su honor no está solamente en su conducta, sino en su reputación” (EOE, 545).
El hombre por el contrario actúa siempre con independencia del juicio público. A la mujer le importa, pues, más lo que se piense de ella que lo que en realidad es. El hombre depende directamente de sí mismo, la mujer totalmente del hombre, debe ser educada en función del hombre, de las necesidades del hombre, a su incondicional servicio:
“Por eso, toda la educación de las mujeres debe referirse a los hombres. Agradarles y serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, educarlos de jóvenes, cuidarlos de adultos, aconsejarlos, consolarlos, hacerles la vida agradable y dulce: he ahí los deberes de las mujeres en todo tiempo, y lo que debe enseñárseles desde su infancia” (Idem).
La educación femenina, debe basarse, pues, en la sumisión, en la obediencia, en la sujeción al varón (padre o marido) e incluso en la resignación. Insistiendo sobre esta obligación de la mujer de obedecer al hombre, declara que “está hecha para obedecer a un ser tan imperfecto como el hombre” y a “sufrir incluso la injusticia […] sin quejarse” (EOE, 554). Mientras que un hombre, comenta Rousseau, no cedería nunca a tanta resignación porque la naturaleza lo impulsa a rebelarse contra la injusticia, en cambio la mujer tolera la injusticia a causa de la dulzura de su sexo y a su habituación a la docilidad: “De este hábito a la sujeción resulta una docilidad que las mujeres necesitan toda su vida, puesto que nunca cesan de estar sometidas o a un hombre o a los juicios de los hombres, ni nunca les está permitido quedar por encima de estos juicios” (EOE, 554).

Lo más preocupante es que Rousseau atribuye todo esto a la naturaleza femenina y no se le ocurre pensar, en cambio, que han sido una larga historia de subordinación al hombre y un riguroso sistema represivo, al que se la ha sometido ya desde el nacimiento, los que han enseñado a la mujer a no rebelarse ante las injusticias que se ve obligada a sufrir. Atribuye a la naturaleza o a la esencia femenina lo que, en realidad, es fruto de un condicionamiento histórico y de la voluntad del poder masculino. Rousseau, propone, en consecuencia, una educación de las niñas y jóvenes diferencial y sumamente restrictiva y represiva, que las inculque el hábito de la obediencia, que las someta a un conjunto de obligaciones -incluso utilizando mecanismos de domesticación arbitrarios- que les impidan sentirse libres de cualquier tipo de freno, ni siquiera por un instante de su vida.
Ahora bien, para asegurar que la mujer para velar por la función reguladora de los valores prístinos del estado de naturaleza, los varones deberán constituirse en sus guardianes (1). Muchas de estas afirmaciones, apunta Celia Amorós, podrían haber sido entresacadas del manual del perfecto domador:
“Las jóvenes deben ser vigilantes y laboriosas; pero eso no es todo; deben estar sujetas desde hora temprana. Esta desgracia, si lo es para ellas, resulta inseparable de su sexo, y jamás se libran de ella sino para sufrir otras mucho más crueles […]. Hay que ejercitarlas ante todo en la sujeción a fin de que nunca les cueste nada, hay que domeñar todas sus fantasías, para someterlas a las voluntades de otro. Si quisieran estar siempre trabajando, se debería obligarlas a veces a no hacer nada. La disipación, la frivolidad, la inconstancia son defectos que nacen fácilmente de sus primeros gustos corrompidos y siempre seguidos. Para prevenir tal abuso, enseñadles sobre todo a vencerse. En nuestros insensatos establecimientos, la vida de la mujer honesta es un combate perpetuo contra sí misma; es justo que ese sexo comparta la pena de los males que nos ha causado” (EOE, 552-553).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1. Celia Amorós, Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y posmodernidad, Cátedra, Madrid, 2000, p. 150-162.
ÍNDICE DE LA SERIE:
I. ROUSSEAU: UNA VIDA ENTRE MUJERES
II. LA SEXUALIDAD FEMENINA: LA DIFERENCIA
III. DE LA COQUETERÍA AL PUDOR. DEBERES DE LA MUJER
IV. INFERIORIDAD INTELECTUAL: INFANTILIZACIÓN DE LAS MUJERES
V. MUJER Y SABIDURÍA: CULTURA, EDUCACIÓN Y POLÍTICA






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