La Alemania de los grandes maestros (IV): Stuttgart bajo la mirada de G. W. Hegel

 

En 1770 nació Hegel en Suttgart. El mismo año que lo hicieran Beethoven y Hölderlin. La temprana muerte de su madre, quien por cierto siendo él muy niño ya le había enseñado latín, dejó en él la impronta profunda del respeto por el estudio. Quiso convertirse en el erudito y teólogo que su madre hubiera deseado para él. En los diarios de adolescente se autopresenta como un solitario ratón de biblioteca, y más tarde, cuando ingrese en el Seminario de Tubinga, le apodarán «el vejete».

Inmediatamente nos sentimos absorbidos por la Königstrasse, esa calle peatonal tan comercial y bulliciosa que no llega a ser ruidosa, jalonada por árboles deshojados y anuncios publicitarios. Una calle preñada de ofertas: puestos de libros que se asoman hacinados en canastillas a la puerta de grandes librerías, mesitas circulares delante de un escaparate lleno de panes oscuros, con semillas de girasol o de calabaza, de centeno y de trigo, redondos, oblongos, todos ellos en el límite incierto con los bizcochos o las tortas. Y la conciencia encuentra espacio libre en la Schlossplatz.

Fachada de la estación de Stuggart/ José Manuel Carvajal
Fachada de la estación de Stuggart/ José Manuel Carvajal

Allí se alza la imponente columna conmemorativa, la Jubiläumssäule, coronada por la diosa Concordia. Qué serenidad, sentado en un banco, observando las proporciones del Castillo Nuevo abierto a la plaza, como un claro en el bosque. Y sin embargo me vuelvo a la estación. Me veo desde fuera, arrastrando la maleta, eludiendo a los pasajeros con más prisa, absorto ante un quiosco de flores. Me veo desde dentro, sediento de una nueva luminosidad, dilatando mis pupilas ante los nuevos estímulos, los olores, los ruidos. Esta doble perspectiva, interior y exterior, decía Hegel, se da ya en la conciencia. Para él fue un absurdo intentar resolver esta dualidad: «la razón se conoce a sí misma y se ocupa sólo de sí misma, de suerte que todo su obrar y toda su actividad están basados en la razón misma». La Hauptbahnhof está además coronada orgullosamente por otro símbolo de la ciudad, la estrella de la Mercedes Benz, emblema del progreso tecnológico alemán.

El proyecto «Stuttgart 21» pretende la nueva construcción de una estación ultramoderna que ha llevado a la población a una protesta muy activa. Entretanto he conseguido averiguar que las palabras que adornan el pórtico central de la estación, como si de la academia platónica se tratara, provienen de una obra, cuyo título ya produce vértigo: «La fenomenología del espíritu». Hegel la había titulado al principio de otra manera «La ciencia de la experiencia de la conciencia». Se proponía nada menos que dar cuenta, de forma rigurosa, de aquellos contenidos que aparecen en la conciencia. ¿Cabe rigor en una conciencia errabunda, imprevisible, camaleónica, siempre convenida con la vivencia presente y de tan frágil identidad? Hegel está convencido de ello, y de hecho, las palabras al principio citadas están dirigidas contra Kant, su predecesor, quien había negado la posibilidad de conocer las cosas en sí mismas, quien había renegado de la posibilidad de «conocer» esos entes espirituales que nos son tan familiares y que tanto nos consuelan.

Y cuando el conocimiento intenta acceder a lo último, lo que hay más allá, a lo metafísico, se extravía en contradicciones sobre las que no cabe seguir argumentando. Ya es hora de abandonar tantas precauciones y miedos y conocer de verdad lo que hay, se rebela Hegel. Estamos ya siempre en la verdad y la filosofía debe «dejar de llamarse amor por el saber para llegar a ser saber real». Y sin embargo, esas palabras, las palabras que merodean como las abejas un jardín, aluden a una intimidad biográfica mucho más palpable, más radical, a una vida de renuncias, de inseguridades, que han mutilado la riqueza del ser, la aventura de la experiencia, pues esas palabras nos advierten: «no será ese miedo al error ya un error en sí mismo». Más allá de Stuttgart se extiende la Selva Negra.

 

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