José Lupiáñez: El chico de la estrella
Lo imposible es el fantasma de los tímidos
y el refugio de los cobardes.
Napoleón Bonaparte
Aprovecho esta cita del Pequeño Corso que aparece en El chico de la estrella, la obra que hoy presentamos, para no ser tímida ni cobarde, pues es un atrevimiento por mi parte hablar del primer libro de cuentos de un poeta como José Lupiáñez, miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada, autor de más de quince libros, artífice de revistas y colecciones ejemplares y, por más señas, miembro fundador de la Asociación Andaluza de Críticos Literarios.
El chico de la estrella ha cosechado en la prensa escrita y en internet excelentes críticas de reconocidas personalidades: Mauricio Gil Cano dice de nuestro escritor que “Domina el arte de contar historias con elegancia y verosimilitud”. Para Francisco Gil Craviotto “Roza la narración freudiana, un género poco cultivado en nuestro país”. José López Rueda habla de Eros y de Tánatos en los cuentos de Lupiáñez. José Cortés Criado dice que posee “ese aire costumbrista de los grandes cuentistas”. Fernando de Villena ve en el libro escenas “oníricas y fellinianas”, donde “sale al paso algo que hoy día ya no se encuentra: el buen gusto”. Alberto Granados cree que Lupiáñez regresa a esa “Ítaca que es su infancia”. Para Juan Luis Tapia estos seis cuentos son “una poética de la memoria”. Antonio Enrique, en el magnífico epílogo, desvela los tres planos que aparecen en El chico de la Estrella: el metafórico, el simbólico, el visionario y el psicológico.
Pues bien, esta noche no voy a mencionar ni el realismo mágico ni el naturalismo descarnado de El chico de la estrella. Ni siquiera, y eso que me seduce la idea, voy a hablar de la España del desarrollismo que refleja Lupiáñez, del “Ave María Purísima” y el “Sin pecado concebida”, cuando se fumaban Bisontes, se escuchaba la novela radiofónica, se veía la tele en blanco y negro, se donaba al Domund y las diosas eran Marilyn Monroe, Ingrid Bergman, Ava Gardner y la “deliciosa Kim Novak que acariciaba como nadie a los gatos”. De aquellos tiempos conmovidos por la muerte del presidente Kennedy, cuando los niños pegaban cromos en los álbumes, veían pasar los trenes y disparan tirachinas.
Y aunque como filóloga me tiente hablar del niño que aparece en el cuento titulado “El imperio de César” como el Segismundo de La vida es sueño, o de los David y Goliat bíblicos, casi personajes de La riña a garrotazos de Goya, de “El chico de la estrella”, el relato que da nombre al libro, siguiendo el consejo de Napoleón, seré valiente y hablaré de los cuentos de Lupiáñez desde una perspectiva que, a mi modo de ver, todavía no se ha explorado.
Sus mujeres: Norma, Rocío, Nuri… son arquetipos del deseo masculino, hijas de la mirada del escritor y el artista desde la noche de los tiempos. En palabras del propio autor, la mujer es “la encarnación del ideal alimentado por los sueños”, que hace caer al hombre “en las redes de la hermosura, en su trampa inevitable”.
En el cuento “Don Siro” aparece la seductora Norma Williams, un trasunto de Norma Jean Baker que conduce un dodge, un gran carro americano, color perla, que surge desde la Base de Rota, como Afrodita o Esther Williams de la espuma del mar. Pero esta Norma –léase Norma Jean– es mulata igual que otra Jean, en francés Jeanne, Jeanne Duval, la amante de Charles Baudelaire, retratada por Manet. Gracias a estos juegos especulares don Siro, en apariencia un maestro corriente, esconde a un maldito.
En “El imperio de César”, aparece Charo, una de las Graya mitológicas cuyo simbolismo literario no desvelo esta noche para no destripar el cuento.
En el relato titulado “El secreto”, Rocío es, y cito textualmente una criatura “frágil y a la vez poderosa”, que el incauto protagonista, el joven lector de Los argonautas, identifica con su vellocino de oro, sin saber que en realidad es su Medea.
Doña Regina, de “Régina y el vértigo de la eternidad”, es, como su nombre indica, una reina, a medio camino entre Penélope, soberana de Ítaca, tejiendo y destejiendo recuerdos, y otra reina, en este caso del teatro, la gran Sarah Bernhardt, que tenía la misma afición tanatológica que la protagonista del cuento. Curiosamente la Bernhardt tenía dos hermanas, Regina y Jeanne. La Regina de Lupiáñez viene a ser la hermana andaluza de Sarah.
En “El chico de la estrella” Lupiáñez convierte a Nuri, Nuria, una chica de barrio, en una “ninfa”, “bacante” que baila “ausente y ajena” entre “laberintos de cuerdas y ropas tendidas”, “semidesnuda […] hermosísima, deseable hasta el dolor” bajo la luz de una “luna gigante que nimba su cuerpo de pálidos reflejos”. Precisamente el nombre Nuria parece provenir del árabe “luminosa”. A los ojos del protagonista la chica es una Salomé danzante, una “favorita” que le ofrece a su sultán “el regalo secreto de su beldad y de su desnudez”.
Y me arriesgo a decir que Lupiáñez, al ser primero poeta que prosista, ha escrito El chico de la estrella como vates pagano, médium entre el mundo de las ideas y el de las cosas, ante el que se mostraron unas mujeres, fantasmas de otros tiempos, que querían volver a la vida, aunque solo fuera a la vida literaria, y se manifestaron en la niebla de los nombres.
Sé que para terminar ya y dar la palabra al autor lo ideal sería hacerlo con alguna cita del libro, por ejemplo con esa idea tan poética de Lupiáñez de “los pies desnudos que se acarician bajo la mesa como heraldos de otros deseos mayores o inconfesables”, pero mejor acabo con una recomendación que el propio autor introduce en sus páginas por boca de una sabia gitana adivina y cartomante: “A la comida, y a la vida misma, hay que echarles mucho picante”. Además de comprar el libro, aplíquense el consejo. Muchas gracias.
Ana Morilla. 23 de noviembre de 2012. Librería Nueva Gala, Almona de San Juan de Dios, 15. Granada
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