Para mi amiga María Castaño Jiménez,
que es maestra en la sierra de la vida
Languidecía la tarde mientras el día envejecía en la vetusta villa. Era una fría tarde de invierno, el tren hacía su entrada triunfal en la antigua estación y de él se apeó María, una bonita muchacha de ojos miel caramelo y pelo negro como una noche oscura de invierno y rizado como un anillo. Los almendros, caducos ya de antaño, estériles de fruto, estaban desnudos y tiritaban de frío. Esos almendros fue lo primero que vio al bajarse del tren, maleta en mano, con los ojos brillantes de emoción y el corazón aún por escribir al inicio de una nueva vida.
María contaba con veintitrés primaveras tan sólo, era maestra de música y estaba recién llegada a su nuevo destino. En esa atardecida de domingo, hacía mucho frío, cuando ella del tren se apeó y una estrella comenzó a brillar en el cielo, prologando una noche de ventisca y hielo. Al día siguiente, María se incorporaba en la escuela donde iba a impartir clase, en ese pequeño pueblo de Andalucía, que nacía a los pies de la sierra. La maestra estaba muy feliz y contenta puesto que su sueño continuaba, un sueño muy bonito que era fruto de una vocación muy temprana, enseñar a los demás, ser maestra, con toda la grandeza que esa palabra lleva aparejada.
Al alba del nuevo día, el despertador sonó en la mesita de noche que había junto a la cama en la alcoba de la muchacha. Ella partió del reino de los sueños a la realidad de la temprana mañana, en la radio se escuchaba un villancico y la locutora daba los buenos días a toda España. María estaba muy contenta, siempre añoraba lo que dejaba atrás, en una ciudad costera, en pocos días hubo de partir de la mar a la montaña. No obstante, ella estaba feliz, porque de nuevo volvía a las aulas, volvía su corazón de maestra a latir, su vocación a resurgir y sus enseñanzas magistrales a impartir.
Las manecillas del reloj –ese mismo que un poeta llamó “astrolabio del tiempo”−, situado en la torre de la iglesia, marcaban las nueve de la mañana. Don Casto, el director del colegio, hacía sonar la campana que anunciaba con su repique el inicio de una nueva jornada en la escuela. María entró al interior de la misma, en una fría mañana que prologaba la Navidad bajo el cobijo de la sierra, se presentó al director y al claustro de maestros. Sin lugar a dudas, su llegada a esa escuela fue como un rayo de sol que comienza a abrirse paso entre la niebla de la mañana, paseándose entre los recodos de los pinares de la sierra.
“María enseñaba a sus alumnos de la mejor forma que se puede enseñar, con la alegría; siempre puso en práctica un lema: “aprender ha de ser alegre y divertido”. |
Al poco tiempo de su llegada, los niños y niñas estaban encantados con la nueva maestra, los padres también y a sus compañeros les parecía estar viviendo un sueño. María era la alegría personificada, su cabecita era un pequeño torbellino de ideas que no paraba de inventar formas para hacer divertida la lección. Con ella quedaron atrás las viejas lecciones que eran aburridas. María enseñaba a sus alumnos de la mejor forma que se puede enseñar, con la alegría; siempre puso en práctica un lema: “aprender ha de ser alegre y divertido”.
Algunos días, al calor de la lumbre, María echaba mucho de menos a su familia, a sus amigos, a su amor…, pero pronto se le pasaba la morriña puesto que era rara la semana que no recibía carta de unos o de otros. Ella siempre estaba presente en la vida de todos porque moraba en el interior de los corazones de todas aquellas personas que la conocían, apreciaban y querían.
Un día, María recibió una gran noticia. Ya quedaban muy pocas semanas para que terminase el curso. Cuando abrió la carta del Ministerio de Instrucción Pública, María leyó la comunicación que éste le hacía, la destinaban el curso siguiente al colegio de su pueblo natal. Ella no se lo podía creer, la destinaban de maestra a su pueblo. La carta decía que el ministerio quería premiar sus extraordinarios servicios prestados al proyecto de las misiones pedagógicas y le concedían la plaza definitiva en la escuela de su pueblo. Inmediatamente, María, que era una maestra de profunda fe y convicciones católicas, fue a dar gracias a Dios por la merced que Éste había hecho con ella. Escribió a su familia y amigos para anunciarles la buena nueva y sus palabras desprendían alegría y felicidad a raudales.
El final de curso fue muy intenso y la despedida un poco triste, como todas las despedidas. María se integró perfectamente en aquel pueblo de la sierra, donde, además de trabajar como maestra, creó un coro parroquial, ayudaba en todo lo que podía en la parroquia, y difundía la Alegría del Evangelio todos los días con los valores cristianos en sus enseñanzas. El último día de clase, celebraron una fiesta de despedida, donde la canícula ya se hacía presente, los aromas de espliego, tomillo y romero bajaban de la sierra al pueblo, y la esperanza de una nueva vida latía en su corazón joven y ferviente de maestra convencida.
El relato “Maestra en la sierra” se publicó en el especial de Navidad de IDEAL del 24-12-2014, (pág. 14)
Fotografía de la Canaleja (Sierra de Baza) de Miguel J. Ávalos González
Ver otros artículos de:
Centro de Estudios Históricos de Granada y su Reino |
|