Juan Antonio Díaz Sánchez: «Alameda de Cervantes» 

 

Para Ana B. Mesas Quesada,
que pasea por esa alameda.

Languidecía una dorada tarde de otoño, los ruiseñores ya comenzaban a silenciar sus trinos en las ramas de los caducos árboles, estériles de fruto y ya casi desnudos.

Por la vieja “Alameda de Cervantes”, paseaba Ana, una zagala de cabellos dorados y ojos tan verdes como dos esmeraldas, que con su mirada cautivaba a todas las personas. Ana se detuvo un momento para observar los peces del estanque, cuando reanudó su paseo, lo vio, le dio un vuelco el corazón, ahí estaba él, leyendo un libro, sentado en un banco, cobijado bajo la sombra de un viejo tilo, después de tanto tiempo sin verlo, sin lugar a dudas era él, su amado. Ellos solían jugar juntos cuando John –así se llamaba el muchacho, que era inglés− venía de vacaciones, de Manchester a la ciudad de la Dama. Alto, rubio, esbelto, bonachón, simpático…, −¡qué guapo era!, −pensaba Ana en voz alta, por suerte para ella, no había nadie a su lado que la pudiera escuchar.

Ella estaba completamente enamorada de él, desde que era una niña, desde siempre. Cuando se vieron, frente a frente, y al fondo quedaban las caducas hojas de los árboles, se fundieron en un gran abrazo, que fue el prólogo de un apasionado beso.

Ana no daba crédito a lo que estaba sucediendo, John estaba en España, y eso a ella más que sorprenderle, le desconcertaba. No sabía los motivos que habían llevado a regresar al muchacho a la ciudad de la Dama, pero intuía que su presencia en ella no era para nada gratuita.

−¿Qué estás haciendo aquí John? –le preguntó Ana un poco desconcertada.
−Necesitaba verte, −respondió el muchacho.
–Sé que han pasado varios años desde la última vez que nos vimos, éramos unos adolescentes, pero no me puedo olvidar de ti.

Ana no sabía muy bien ni qué decirle, ni qué cara poner; se encontraba con el ceño fruncido, los ojos le brillaban como reluce la estrella polar en la noche, y sin ni siquiera darse cuenta, se le derramaron de sus preciosos ojos dos lágrimas que recorrieron su delicada y suave cara como si fuera una bella muñeca de porcelana. Ana no supo nunca si esas lágrimas fueron de alegría o de tristeza, lo único que sí supo fue que el corazón le dio un vuelco de alegría y emoción al ver a John.

«Los dos muchachos se sentaron en un banco, desde donde pudieron contemplar el ocaso del sol en la tarde, resguardados del fresco otoñal por el tilo centenario, que se convirtió en el único testigo de un amor sincero».

Los dos muchachos se sentaron en un banco, desde donde pudieron contemplar el ocaso del sol en la tarde, resguardados del fresco otoñal por el tilo centenario, que se convirtió en el único testigo de un amor sincero, una cómplice mirada y un apasionado beso, de aquellos que eran prologados y no robados, y que sabían a los suspiros de merengue de la antigua confitería de Castellano.

Ana volvió a preguntarle a John:
−¿Por qué estás aquí?, ¿qué ha pasado?, ¿has venido solo o con tu familia?… Un huracán de preguntas fue lo que rompió el silencio de la tarde.
–Tranquila Ana, −le respondió el muchacho.
−No tienes nada de qué preocuparte, no pasa nada.
−No me digas eso John, no me lo voy a creer, a ti te pasa algo que ha de ser importante y no sé por qué motivo no me lo quieres decir.

Ana tenía como una especie de don: “veía venir a las personas a cuatro leguas de distancia”, es decir, podía intuir las intenciones de las mismas al momento de conocerlas. Fue por ello, por lo que cuando Ana conoció a John, en una cafetería de la ciudad, se enamoró de él perdidamente, de ese muchacho extranjero, tan lejano pero a la vez, tan cercano.

−Ana, a ti es imposible mentirte, no se te puede engañar.
−Ves tú como sabía yo que algo ocurría. Por favor, cuéntamelo todo, necesito saberlo, ¡tengo que saberlo!
−Ana, he venido a España porque te quiero, te he amado desde siempre, te amo ahora, en este instante, te amaré hasta la muerte. −Ana se quedó muda, no sabía ni que decir, ni mucho menos, cómo reaccionar.
−Pero John, tú tuviste que marcharte a Manchester con tus padres, decidiste poner tierra y mar de por medio entre nosotros, olvidar lo que había pasado, ¿por qué vienes ahora a buscarme? −Porque te quiero, amada mía, porque la vida sin ti no tiene sentido, porque si tú no estás en ella, yo no la entiendo. Ya no quiero regresar a Inglaterra, quiero permanecer junto a ti, en esta bonita tierra.

Ana no podía dar crédito a lo que estaba viviendo aquella tarde de dorado otoño. Su sueño se estaba convirtiendo en realidad, estaba sentada en un banco de la alameda junto a su amado. John le explicó a Ana que se había venido a vivir al viejo caserón de sus abuelos, un antiguo palacio renacentista que estaba muy deteriorado pero que, gracias a la ayuda que le habían dado sus padres, iba a restaurarlo para convertirlo en su hogar.
−Ana, ¿quieres ser la reina de ese viejo palacio? −le preguntó el muchacho.
− ¡Sí!, −respondió Ana prestamente, sin pensarlo demasiado.
−Ana, ¿quieres ser la reina de mi corazón? –Sí, respondió la zagala con una sonrisa en la cara que dibujaba la felicidad en su rostro.

John le comentó a Ana que iba a opositar a una plaza de profesor nativo de inglés que se había ofertado en la escuela de idiomas modernos de la ciudad y que estaba seguro de que podía conseguirla.

Los meses habían pasado, las flores regalaban sus pétalos con la generosidad de una sonrisa, la primavera había llegado. Una tarde próxima a la canícula, paseaban por la alameda los enamorados. De pronto, bajo la sombra de aquel viejo tilo, John se arrodilló ante Ana y le dijo:
−Ana, amor mío, ¿querrías hacerme el hombre más feliz del mundo?, ¿quieres casarte conmigo?
La respuesta no se hizo de esperar, fue un sí rotundo, categórico, efusivo, emocionante, enamorado…

FOTO: MIGUEL ÁVALOS GONZÁLEZ

Redacción

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