Pedro López Ávila: «El asalto a la valla»

Me llega un Whatsapp, esta nueva forma comunicativa que tanto le gusta a los jubilados, que dice textualmente: si agredes a un guardia civil con cal viva en Cuenca, vas seis años a la cárcel; si lo haces en Ceuta, tienes cama comida y un sueldo«. Como a mí, me parece que es tal cual, lo reenvío a los que considero mis amigos y uno de ellos me responde: «no le veo la gracia«. Evidentemente yo tampoco, pero creo que ninguno se la vemos por motivos bien distintos.

Me parece interpretar en esa respuesta, seca y sin más diálogo por medio, que «mi amigo» estima que uno no es sensible a la humanidad: a la miseria, al abandono, a la marginación, al horror, al espanto y las desgracias que padecen estas personas que se ven obligados, como sea, a buscar una vida que dignifique su existencia. Y sin entrar a formular valoraciones sobre las mafias que rodean a toda esta inmigración en Europa en general y España en particular por tierra mar y aire, tengo la impresión que estamos perdiendo la cabeza totalmente y que nos estamos dejando llevar más por la simpatía al que delinque, como corriente ideológica, que por los valores que tanto reclamamos, incoherentemente, de nuestra cultura y de nuestra civilización.

Cuando el individuo adquiere su auténtica dimensión humana es cuando se encuentra en los demás. Decía Octavio Paz: «para que pueda ser otro, salir de mí, buscadme en los otros, los otros que no son, si yo no existo, los otros que me dan plena existencia«. Afirmaciones que, por otro lado, se identifican con mi manera de interpretar al mundo y al prójimo. El sufrimiento, el desarraigo existencial, la marginación y la miseria no deben nunca pasar desapercibidos para cualquier alma sensible; por consiguiente, me da igual la nacionalidad, el color de su piel, su sexo o su religión, y quien bien me conoce lo sabe, no por lo que escribo, sino por cómo actúo ante la vida y la encaro.

“¿Merecen estos servidores, garantes del orden internacional establecido por ustedes, que se les apedree, que se les escupa, que se les arroje cal viva a la cara, que los fustiguen con potentes lanzallamas, radiales y bolas de heces?”

Dicho esto de antemano, le preguntaría al Presidente del Gobierno, del que no espero grandes cosas: ¿Acaso no son los otros, los guardias civiles que por orden de usted y de los presidentes y gobiernos que le precedieron los encargados de custodiar la valla de Ceuta con Marruecos?, ¿merecen estos servidores, garantes del orden internacional establecido por ustedes, que se les apedree, que se les escupa, que se les arroje cal viva a la cara, que los fustiguen con potentes lanzallamas, radiales y bolas de heces?, ¿que se les llamen racistas o que sufran todo tipo de vejaciones e improperios por parte de una muchedumbre, porque alguien, bajo el engaño, le ha prometido el paraíso en nuestra patria? No, definitivamente, no. No se lo merecen. Nos hemos apartado de ciertas raíces fundamentales de la condición humana y nos hemos alejado del sufrimiento de los que viven en un espacio más confortable. Por mucho menos, desde el punto de vista de la algarabía, que no del concepto jurídico, que ya tendrán que aclarar los legisladores, hubo y hay presos en Cataluña.

Hoy quedan aún muchos inmigrantes heridos, pero con la alegría de haber conseguido un sueño: el abandono de la miseria que les han asegurado en origen. También quedan muchos guardias civiles heridos, pero además con heridas mucho más profundas: las heridas del alma, porque las del cuerpo sanarán casi con seguridad, pero la del espanto de lo vivido tardarán mucho tiempo en recuperarse y quedarán grabadas en su memoria para siempre sin el recuerdo ni el consuelo de nadie. Sin embargo, lo que a un servidor le duele es que esta progresía nuestra: ególatra, narcisista y chanchullera ande siempre con la misma cantinela de llamar fascistas a aquellos que entendemos que no podemos sustraernos a la realidad y que como dice mi buen amigo José Vicente Pascual en un magnífico artículo publicado en Posmodernia bajo el título «Igualdad, ¿para qué?: «ningún estado, por ágil y dinámico que fuere, es capaz de intervenir inmediatamente en la base económica para corregir sobre la marcha las desigualdades e injusticias generadas por el sistema y en el mercado«. Aunque si bien propone soluciones a muy largo plazo, desde mi punto de vista, chocarían frontalmente con el concepto de libertad individual y resultaría más utópicas que realizables.

Pues bien, si todos voceros que a través de los distintos medios a su alcance quisieran entender esto, buscarían soluciones humanas más en las teorías económicas globales, que no situándose en los honores de la oficialidad en defensa, poco útil y sin sentido, de los desheredados de los mercados. Las llamadas oficiales de bienvenida a hombres y mujeres desde los ayuntamientos sin ofrecer ningún porvenir es como mínimo una irresponsabilidad tan inmisericorde como las que padecen en los países desde donde proceden.

(Nota: Este artículo de Pedro López Ávila se ha publicado en la edición impresa de IDEAL correspondiente al martes, 7 de agosto de 2018)

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