Mañana, 23 de agosto, se cumplen ochenta y un años de uno de los más ignominiosos acuerdos de la Historia: el Tratado Germano Soviético de No Agresión, también conocido como Pacto Ribbentrop-Molotov por los dos firmantes, los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la URSS, respectivamente. El régimen nazi de Adolf Hitler y el soviético de Iósif Stalin, absolutamente opuestos en lo ideológico y, hasta ese momento, también en las más graves cuestiones europeas, como la recién acabada guerra de España, llegaban el 23 de agosto de 1939 a un entendimiento que sorprendió al mundo.
¿Cómo había sido posible? Muy pronto se supo todo su contenido: Hitler y Stalin se repartían Polonia, un país que ambos, por motivos similares, apetecían, pero que ninguno habría tenido fuerza para ocupar sin el beneplácito del contrario.
Para comprenderlo hay que remontarse a la Gran Guerra, la del 14, luego conocida como Primera Guerra Mundial. Aquel había sido un conflicto entre imperios, entre ellos el alemán y el ruso, que en esos momentos eran fronterizos porque Polonia hacía bastante más de un siglo que no existía como estado independiente (desde antes incluso de las guerras napoleónicas), pese a haber sido un reino surgido, como otros, en los tiempos medievales. Esto no significa, evidentemente, que no existieran los polacos, sino que estaban, en función del lugar exacto donde habitaran, bajo el dominio del Imperio Ruso, del Imperio Alemán o del Austro-Húngaro, que también contaba con su “porción” del desaparecido país.
En 1917 el viejo Imperio Ruso está siendo machacado en el frente por los alemanes y acaba abandonando la guerra cuando la Revolución de Octubre lleva al poder a Lenin y los suyos, que son los que deciden sacar al país de la contienda rápidamente, aunque sea perdiendo amplísimos territorios. Poco después, todo termina con la victoria de los que han sido sus aliados, Francia y Reino Unido (ayudados a última hora por Estados Unidos), la derrota de los imperios centrales (Alemania, Austria-Hungría y Turquía) y el destronamiento de sus “culpables” soberanos. En suma, en el plazo de los últimos años del conflicto, los imperios de uno y otro bando desaparecen (excepto el Reino Unido) y, con ello, nacen o renacen diversos estados más pequeños en el este de Europa.
Concretamente, entre la vencida Alemania, reducida y democratizada con el nombre de República de Weimar, y la Rusia bolchevique, muy menguada y pronto llamada Unión Soviética (o la URSS), resucita una extensa Polonia. Pero sus valedores, que quieren que tenga una salida al Mar Báltico, cometen una gran torpeza: la dotan de una especie de pasillo que le da dicha salida por la ciudad de Danzig (Gdansk), solo que esto supone amputar a Alemania esa franja territorial, además de dejar aislada (entre Lituania y Polonia) y separada del resto del país la región germana de Prusia Oriental. A los dirigentes alemanes que firmaron el Tratado de Versalles en 1919 no les gustó nada pero, ante la dureza de los que habían ganado la guerra, no pudieron impedirlo, sino solo acatar a regañadientes.
El caso es que muy poco después nació el partido nazi, ultranacionalista, xenófobo, racista y muy agresivo. Polonia estaba, desde su origen, en el punto de mira, pero pasan casi veinte años hasta que da el paso decisivo de invadir a su indeseado vecino. Para entonces, la República de Weimar había sido transformada en el III Reich, el régimen totalitario de ese único partido.
Mientras, también la Unión Soviética ha cambiado. A los bolcheviques les cuesta mucho afianzarse en el poder, incluso una guerra civil, pero lo logran y a Lenin terminará por sucederle el déspota Stalin. Durante los años treinta se consigue una cierta industrialización con los llamados planes económicos quinquenales, pero a Stalin el acuerdo de agosto del 39 con Hitler le da la oportunidad de retrasar el enfrentamiento de su país con el III Reich y fortalecerse para cuando suceda; además, como al dictador nazi, le permite “recuperar” su porción polaca, así como los estados bálticos y Finlandia, todos ellos perdidos con el abandono ruso de la Gran Guerra antes de su fin.
El resultado ya es por todos conocido: a primeros de septiembre Hitler ordena la invasión de Polonia. Pero ahora, Francia y Reino Unido, que en conflictos anteriores han mirado para otro lado o cedido ante el “Führer”, como en España y Checoslovaquia, deciden declararle la guerra, que será la Segunda Guerra Mundial. Pocos días después, también en septiembre, Stalin toma posesión de “su zona”, según el pacto. No obstante, un par de años más tarde ocurre lo esperado: Alemania inicia la conquista de la URSS, el gran “espacio vital”, que será un rotundo desastre para su ejército, como lo había sido para Napoleón en el siglo XIX.
En 1945, con el fin de la peor tragedia bélica que la Humanidad ha conocido, la derrota total de Alemania y el triunfo de la URSS (junto con Reino Unido, Estados Unidos y Francia), Polonia sale reforzada, aunque territorialmente experimenta un curioso cambio: como si hubiera sufrido un fuerte empujón desde la Unión Soviética, queda desplazada hacia occidente, perdiendo sus zonas más orientales, que ya se las queda definitivamente Stalin, pero ganando antiguos territorios alemanes por el norte y oeste que le permiten, además, ampliar su franja costera en el Báltico. Desde nuestra óptica peninsular es como si se nos hubiese acercado y hoy, cuando han pasado setenta y cinco años, es la Polonia que seguimos conociendo.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)