Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
(Ítaca, Constantino Cavafis)
Le tomo prestado el título de este artículo al cantautor cubano Silvio Rodríguez. Al final de este viaje está tomado de uno de sus poemas, de una de sus canciones, y lo voy a utilizar para hacer, a modo de despedida –siquiera momentánea–, un breve balance de los dos años de escritura que he tenido la suerte de compartir con todos ustedes. Más de cien semanas en las que siempre me he sentido a su lado y en las que, parafraseando al también escritor norteamericano Ray Bradbury, “escribir cada artículo no ha sido una tarea, ha sido más bien una celebración”.
Durante todo este tiempo, cada viernes, perseguí el vano intento de desgranar una serie múltiple de reflexiones y temas que os pudiesen resultar útiles y atractivos. Todos dentro de una especie de autoimpuesta trilogía sentimental que ha venido abarcando desde la educación a los vínculos comunes de la tierra y las raíces propias y siempre teniendo como elemento aglutinador las enseñanzas y las experiencias de la Historia.
Una colaboración que se inició tratando de dar visibilidad a la profesión de maestro –especialmente a los maestros y maestras rurales– y a las deplorables condiciones en las que sobrevivían y en las que venían desarrollando su trabajo a finales del siglo XIX y principios del XX. Le seguirá la esperanzadora llegada de la II República y la dignificación de una profesión que se consideró imprescindible para el progreso social y material de un país. Una breve etapa a la que se pondrá fin por la fuerza de las armas y que nos sumirá, de nuevo, en un fuerte retroceso, en un negro túnel y un erial educativo. Un segundo bloque de temas ha estado dedicado a las gentes y a los lugares que quiero –entre los que cabe destacar la memoria personal y colectiva de mi pequeño universo vital, de Cogollos (de Guadix)–, pues, nunca los quise –ni los pude– olvidar. Por último, he tratado de buscar alimento constante para la memoria en las enseñanzas del paso del tiempo; todo un intento por contribuir a la mejora del conocimiento y a la comprensión de la condición humana. En suma, un modo sencillo y honesto de comprometerme con la cultura, con mi pueblo (con mis pueblos) y con mis ideas.
Han sido dos años de emergencias sanitarias, de todo un bienio pandémico. Con un 2020, especialmente, que no fue un año cualquiera. Empezó pronto con las fases de confinamiento: el miedo, las incertidumbres, las mascarillas, el aislamiento, el silencio de las calles desiertas, las aulas vacías… A su fin, el logro de encontrar una vacuna nos situó ante un panorama bastante más optimista. Sin embargo, este 2021, que hoy nos deja, no nos ha permitido recuperar del todo la añorada “normalidad”. Se impone, por tanto, seguir depositando toda nuestra confianza e ilusión en el año venidero y en seguir aferrados al hecho simple y extraordinario que supone estar vivos; procurando hacerlo cada día en armonía y en coherencia con lo que se piensa, se dice y se hace.
A la hora de escribir, y procurando huir de ciertos personajes siniestros que “presumen de lo poco que saben y de lo mucho que ignoran”, he expuesto humildemente mis pensamientos –con mayor o menor fortuna–, he intentado documentarme sobre lo que escribía y he tratado de esgrimir mis razones con el mayor de los respetos. Sí, ya sé que ahora lo que se impone es el chascarrillo demagógico y populista o las malévolas ocurrencias lanzadas a voleo para avergonzar o denigrar al contrario. En todo caso, que cada uno sea consecuente consigo mismo y si desea, o no, hacer caso a la panda de charlatanes que nos acechan por cualquier esquina mediática, siempre prestos a propagar sus desinformaciones intencionadas.
Asimismo, decir que nunca he confiado en quienes únicamente asientan sus opiniones en los que creen como ellos (en quienes comparten esa misma visión del mundo y sus prejuicios) y, por supuesto, sin procurar entender mínimamente las razones del otro; actitudes que, hoy día, como sabemos bien, las redes y los buscadores de internet alimentan hasta extremos antes inimaginables. Un sencillo consejo, si me lo aceptan, bastaría para discernirlos: “El ruido no hace bien y el bien no hace ruido”. Yo, por mi parte, pido disculpas si en algún momento mi parecer pudo herir o causar desasosiego a alguien.
Nunca me olvidé de la nostalgia del paso del tiempo, de lo que vivimos y sentimos cuando éramos niños. Un paso del tiempo irrefrenable en el que, cuando jóvenes lo despilfarrábamos a manos llenas sin dejar de quejarnos ansiosos de su lentitud. Algo que, hoy –un día en el que precisamente me uno al grupo de los sexagenarios–, lo miro desde un ángulo totalmente contrario y en el que no puedo menos que reconocerme en la amarga queja que supo expresar la escritora y columnista Irene Vallejo: “apenas dejamos de desear ser mayores ya empezamos a lamentar no ser más jóvenes. Qué breve es el tiempo en el que vivimos reconciliados con nuestro tiempo”. En ese lejano pasado y de todo cuanto anhelábamos en él, tampoco he querido descuidar a quienes compartimos en las vivencias. Principalmente a nuestros padres y abuelos, a todos esos seres queridos que vimos envejecer a nuestro lado y que –en estos días tristes– se te rompe el corazón comprender que ya no están entre nosotros; con razón se dice que uno echa de menos algo, de verdad, cuando lo pierde.
En este último artículo no me olvidaré que hoy, 31 de diciembre, se debería estar celebrando la ancestral fiesta de mi terruño natal; la renombrada fiesta de La Carretá. Los vecinos ya habrán marchado al monte para recoger la leña de las viejas encinas. Incluso, puede que tuvieran la dicha de contemplar el pueblo en la distancia, tal como supo captarlo en la fotografía de portada nuestro paisano Rafael López Alcántara. Una visión que, en esta época, eso sí, debiera ser más próxima a la que nos presenta el que fuera maestro y alcalde de Cogollos, Rafael Jiménez Tapia. Una recogida de ramas de chaparros y coscojas que hoy, tras la procesión del Niño Jesús y el remolque con su carga, servirá para alimentar la gran hoguera que iluminará la plaza principal y la torre de la iglesia en esta mágica noche. Un fuego purificador en donde, con las debidas precauciones, todos los cogolleros y cogolleras se reunirán para festejar la entrada y salida del año. Unos recuerdos imborrables que hoy avivan, no sin cierto pesar, a mi memoria: el trabajo comunal en la sierra, el hacha afilada y las verdes ramas, el vino bebido en bota, los arenques y el bacalao, el carro con sus bueyes, el pino adornado con lazos de colores, caramelos y naranjas, el calor de la lumbre y el valor de la amistad… Todo cuanto me reafirma en la idea de que cada vez es más preciso mantener, proteger y conservar nuestra cultura, nuestras tradiciones. Pues, ya se sabe, el que olvida sus raíces pierde también su identidad y sin saber de dónde se viene difícil es saber a dónde se va.
Llegado el momento del adiós, quiero mostrar mi profundo agradecimiento a IDEAL EN CLASE y a su director, Antonio Arenas, por la oportunidad que me han brindado de llegar cada semana a todos ustedes y por permitirme decir en todo momento lo que he sentido y lo que he pensado, sin cortapisas ni injerencias de ningún tipo y en total libertad. Lo reconozco, en los próximos días y meses se me hará extraño leer sus páginas y no encontrar esta columna de opinión de los viernes. ¡Muchas gracias por todo!
Por último y aún reconociendo que cuando dices que te vas es que, en cierta forma, ya te has ido, no me retiraré sin decirles, estimado lector, estimada lectora, que tener su compañía fue todo un placer y todo un honor. Nos vemos en los caminos de la vida. Amigos y amigas: ¡Qué pasen una muy feliz Nochevieja y una mejor entrada de año! ¡Feliz 2022!
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)