Sabéis que, desde pequeño, soy un seguidor empedernido de Antonio Machado (Sevilla, 26 de julio de 1875 – Colliure, 22 de febrero de 1939), pero lo que quizás, hasta ahora, no os haya contado es que en mi “caja de recuerdos y enseñanzas” también tiene un sitio Blas de Otero: “(…) nace en Bilbao el 15 de marzo de 1916. (…) La muerte le llega por sorpresa en Majadahonda el veintinueve de junio de 1979, pocos meses después de haber cumplido sesenta y tres años”, fundacionblasdeotero.org
Y es que este último –aunque también lo hiciera con maestría el primero– vivió y luchó por el verbo, como arma de resistencia ante lo que le resultaba impropio de una sociedad civilizada: “Si abrí los ojos para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos, / me queda la palabra”.
Dicho esto, no os puede extrañar que a día de hoy vea con horror –sin necesidad de bola de cristal alguna– la constante pérdida del diálogo, sustituido por un enroque peligroso en ideas y gestos que ya tiempo atrás fueron descartados por nuestros más preclaros intelectuales y políticos.
Así, tampoco debéis pasmaros con mi pugilato contra las decisiones soportadas en un escueto “órdenes de arriba”, lo que me ocasiona verdaderos interrogantes sobre lo que es lícito hacer o no hacer y mantener en público en una comunidad que se considera tolerante y, aún más, democráticamente instaurada.
La “seguridad personal”, por ejemplo, es uno de los conceptos a los que valdría la pena dedicar mucho más tiempo y esfuerzo. Seguridad personal como derecho inalienable a las ilusiones posibles, a la presunción de inocencia, a la educación no dirigida, al desarrollo integral de la persona, en una tierra que quiere ser abierta y consecuente con su historia y patrimonio. Andalucía –sólo hay una–, y, por tanto, todas sus gentes, no se pueden conformar con pactos de intereses personales o con explicaciones cercanas a lo “divino”. ¡Ante todo, hay que cumplir!