Blas López Ávila: «El negocio del fuego»

“Entre ser hombre de bien y no ser hombre de bien, no hay medio. Si lo hubiera, no sería tanto el número de pícaros”

JOSÉ CADALSO: “Cartas marruecas” (LII)

La madrugada es tropical, densa, húmeda hasta la exasperación e insufriblemente calurosa. La duermevela me trae imágenes –vívidas aún en la memoria- de mi primera adolescencia cuando pasaba los veranos en el pueblo donde nací: Pontones. Me levanto, tomo una ducha templada –ni el agua sale fría a estas horas-, salgo al jardín –el perfume de la flor de azahar es sensual e inspirador- y diviso, a lo lejos, las luces del puerto y escucho los ecos de una fiesta que, a estas horas, estará en su apogeo. Enciendo el aire acondicionado –no llevo corbata- y pongo en marcha el ordenador.

Para quien no conozca Pontones, le diré que se trata de un pueblecito encaramado en la zona más alta de la Sierra de Segura, que vivía por entonces de la pequeña agricultura y de la pequeña ganadería; de gentes muy trabajadoras, humildes y sencillas a las que en algún momento llegué a odiar por lo que yo –niño de ciudad- entonces consideraba una manía de mis paisanos: casa en la que entraras a cualquier hora te ponían de comer. De aguas prístinas sus huertas eran de una feracidad exultante y, rodeado de una vegetación boscosa considerable, la fauna de todo su entorno era todo un canto a la naturaleza: ciervos, gamos, jabalíes, torcaces, buitres…Todo un lujo.

Fachada e interior de la iglesia de Pontones (Jaén)

Fue ese entorno, como decía más arriba, el escenario donde transcurrieron esos veranos de tan gratísimo recuerdo y que ahora, con el transcurrir de los años, creo que forjaron, en buena medida, una parte importante de mi personalidad. Acogido por mis tíos y mis primos allí comencé a vislumbrar, aunque de forma difusa entonces, ciertos aspectos de la vida que tan fecundos me serían luego. Allí, una figura de gran trascendencia para mí pronto comenzaría a elevarse ante mis ojos de niño por encima de todos: El Rayao. Tío político; analfabeto y pastor; fanfarrón y tierno –si se achispaba, le brillaban pícaros los ojillos cuando tenía delante una mujer hermosa y se emocionaba cuando mi padre les contaba a él y a mi tía los progresos en los estudios de mi hermano o los míos-; el rostro y las manos arrasadas por ventiscas y agostos de justicia y siempre en la brecha. Él me enseñó a sentir las fatigas del trabajo del campesino y me inculcó el amor por el pedazo de tierra que proporciona el sustento; a mirar el cielo y las estrellas. Y también a escucharlos. Quien no haya escuchado el concierto silencioso que nos brinda la naturaleza en una noche de verano no sabe lo que se pierde: el canto de los grillos, el ululato del búho o la lechuza, el cuchicheo de la perdiz, el ladrido de los perros en la lejanía –que tan estéticamente Lorca llamó “horizonte de perros”-, el canto del gallo de madrugada…Él me enseñó también que en la figura encorvada de un pastor o de un campesino no es el yugo del trabajo el que lo hace humillar sino el peso de una injusticia. Por eso jamás renunciaré a mis raíces. Por eso mi hermano y yo lo veneramos hasta el último de sus días.

Comprenderán ahora mejor cuando les diga el profundo dolor y la indignación extrema que me invaden cada vez que los medios informan –con demasiada frecuencia- de un incendio forestal. Según datos del propio Ministerio 200.000 hectáreas de masa forestal han sido calcinadas por el fuego sólo en lo que va de año. No me cabe la menor duda de que alguien se está forrando o a punto de hacerlo en un futuro muy inmediato, mientras que la derecha espera recoger pingües beneficios de su política de negacionismo del cambio climático. Uno ya no sabe cómo llamar a esta tropa. Si acaso, recurro a Javier Marías que en su novela “Fiebre y lanza” , primera de la trilogía de “Tu rostro mañana” dice: “cuando en una sociedad predominan los mentecatos, los majaderos, los botarates y los mamarrachos, pierde sentido que nadie llame así a nadie”. Lo del vicepresidente de la nada de Castilla León –de VOX para más señas- es paradigmático: responsabiliza a los ecologistas del desastre sin precedentes de la Sierra de La Culebra. ¿Estos tíos tienen idea de lo que dicen? ¿De verdad creen que metiendo ganado en el monte se puede prevenir un incendio de 30.000 hectáreas? ¿Tienen siquiera una ligera idea de lo que es una sola hectárea? ¿No se les ocurre pensar que la pésima gestión de recursos, cuando los hay –subcontratas de todo a 100-, favorecen la picaresca más dañina? ¿Son conscientes de que la pérdida de una sola especie es una pérdida irreparable? Detrás de cada incendio provocado ¿aceptaremos sin más la mano de un pirómano o inconfesables intereses? ¡Niñatos!

 

 

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