Con ese título de cuento pretendo, sin embargo, hablarles de una historia real: la del pueblo de Canales. O mejor dicho: la del viejo Canales. Ese que ya no existe, porque fue derribado enteramente y luego engullido por las aguas del río Genil, que se abrieron, inundándolo, a consecuencia de una presa. ¡Ironías de la vida! dicha presa fue bautizada con el mismo nombre del pueblo que quedaba sumergido, como si así el daño fuera compensado.
Corrían los años setenta del pasado siglo cuando, primero, el tranvía a Sierra Nevada dejó de funcionar y, segundo, todo un pueblo, muy pequeño pero centenario, dejó de tener vida. Aunque quizás la vida permaneció en el agua embalsada, que serviría para aliviar las sequías veraniegas de una población que, cada vez más, se concentraba en la ciudad.
Para los canaleros aquello fue muy triste. Quedaban sin sus raíces, esas que a cada uno de nosotros nos gusta tener. Surgió un nuevo Canales, por encima del pantano, y tuvieron una nueva iglesia, más grande, muy bella y en un lugar privilegiado. Pero todo era diferente. Quizás hasta se tenía que haber llamado de otra forma y reservar el nombre de Canales, respetuosamente, para el pueblo fallecido.
Por fortuna, hay quien se ha propuesto que esta historia no se olvide. Hay canaleros, como Ascensión Ortega y Carmen Rodríguez (nombre ficticio), que vivieron su primera infancia en las calles del viejo Canales y guardan celosamente recuerdos y fotos de aquellos lejanos años. Con Ascensión coincidimos el pasado sábado en la iglesia nueva, del año 82, y nos la enseñó orgullosa. Pero donde más se detuvo fue en la sacristía, en la que un armario guarda cuidadosamente imágenes y objetos litúrgicos procedentes de la anterior iglesia. Son, para ella, valiosos restos de un naufragio doloroso.
Las fotos que me envía Carmen nos muestran un pueblo de casas blancas tradicionales —aunque algunas estaban cubiertas con la peligrosa uralita—, y de calles empedradas muy deterioradas. Y asomando sobre todas ellas esa mole rocosa, imponente, que es El Púlpito, bajo el que se situaba el viejo pueblo y al que los del lugar llamaban El Peñón de Canales. Ahora emerge del pantano gracias a su gran altura —como si nada pudiera acabar con su dimensión natural—, pero en las antiguas fotos parece mucho más elevado. ¡También él ha perdido parte de su grandeza!
Carmen me cuenta por teléfono los recuerdos de su infancia en el viejo Canales. El relato repite constantemente las palabras pobreza, cariño y felicidad. Porque la primera era compensada plenamente por la segunda. Vivía ligada a sus abuelos, ya que el padre, como tantos en aquella época, se había marchado a un país centroeuropeo a ganarse la vida, dejando a la familia en el pueblo. Se acuerda de la cocina de su abuela, con la chimenea y la cantarera. Como en las demás casas, el agua potable no había llegado todavía y había que conseguirla en la fuente, que era, además, al igual que El Escalerón (justo bajo el Púlpito), uno de los sitios habituales para los juegos de los chiquillos. Me habla, igualmente, de la única tienda, la de la señora Mariana, en la que podía comprarse lo indispensable. Para todo lo que no había en ella se tenía que ir a Güéjar en el tranvía y subir andando la empinada cuesta desde su apeadero hasta el pueblo y luego bajarla tirando de las compras.
De la escuela de Canales recuerda que era una habitación y que en ella no conoció los libros. La maestra que les enseñaba lo hacía solo con un pizarrín en el que les anotaba las tareas. Pero curiosamente, el catecismo no lo aprendió en la escuela, sino en la era, donde el cura los preparaba para la Primera Comunión.
Tampoco tenían juguetes, por lo que se divertían haciendo “barricos” en El Escalerón. Incluso, los Reyes Magos llegaban cargados de mandarinas, de naranjas y de mantecados. Solo, en contadas ocasiones, muñecos usados de niños de la capital, llegaban a las manos de los de Canales a través de sus madres o tías, que servían en casas de Granada. Los nuevos dueños los disfrutaban, muy posiblemente, más que los anteriores.
Y en cuanto a las comidas, además de esas “golosinas” que he dicho, Carmen recuerda las peras y manzanas en el bolsillo del delantal de su abuela. Y también las panochas de maíz, las conservas que hacían de pimientos y los higos secos rellenos de almendras. En cambio, los bombones los conoció cuando una vez su padre los trajo a casa de regalo a su vuelta del extranjero. Todavía, pese a los muchos años transcurridos, le viene a la memoria el olor a chocolate al abrir aquella caja. Y se emociona al contármelo.
Hoy los vecinos del viejo Canales viven repartidos, aunque la mayoría, según me cuenta, se establecieron en los barrios granadinos del Zaidín y de Cartuja, así como en Güéjar Sierra.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)