A pesar de la sequía que nos asola –no sé a qué o a quién vamos a tener que recurrir para aliviar esta situación– hay determinadas corrientes filosóficas que van creciendo entre nosotros sin necesidad alguna de adaptación a los tiempos en los que vivimos.
Una de ellas –Nihilismo–, la que “sostiene la imposibilidad del conocimiento, y niega la existencia y el valor de todas las cosas”, como refutación “de toda creencia o todo principio moral, religioso, político o social”, no es ni más ni menos la autora de “la confrontación entre (…) la cultura del consumo y del descarte –que van juntas–, (…) y, por otro lado, la cultura del cuidado (Papa Francisco, romereports.com).
En razón a lo dicho, sabéis que he mantenido, y sigo manteniendo como indiscutible, que nuestra sociedad necesita cambiar, necesita reorganizarse, para seguir adelante por el camino del desarrollo con garantía de un futuro cierto y comunitario. Afirmación que casi es tan antigua como la vida misma, pero que, de tanto en tanto, conviene refrescar.
Precisamente, por pensar así –y aún a riesgo de la consabida etiqueta, cosa que no me importa demasiado, si no fuera por la maledicencia lanzada sobre los que quiero–, retomo hoy lo que entiendo como misión que no se puede aplazar: cambiar la definición de Caridad por la más amplia de Amor.
Lo mantuvo, tiempo atrás, el arzobispo Javier Martínez, quien, sorpresivamente –al menos para algunos lo fue– en uno de sus discursos, permutó repetidas veces ambos término, algo que me permitió –y me permite– traer a colación un viejo escrito interdisciplinar de juventud, cuando aún no había móviles ni redes sociales: “(…) no basta con una llamada de teléfono o con una visita de compromiso; hay que solidarizarse diariamente con las necesidades y decisiones de los demás, compartiendo, día a día, las consecuencias que ello pueda acarrearnos”.
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de
Ramón Burgos
Periodista