Fue en la exposición de Ramón L. Pérez –momentos fotográficos irrepetibles de 96 mujeres y hombres “conectados” con Granada–, en la sala Zaida –os la recomiendo especialmente–, donde escuché una definición de cómo hay que ver una muestra de este tipo: “No sólo hay que mirar hasta los pequeños detalles de cada instantánea, sino, y también, verse a uno mismo como imagen cierta del modo y manera que nos advierten los demás” (presentación de Quico Chirino).
Y ello me hace reflexionar, ahora que se nos está escapando el año de tantas luces –pocas– y –muchas, demasiadas– sombras, sobre nuestra ciudad (sea cual sea) y sobre todos los que la habitamos (seamos los que seamos): ¿qué es lo que cada uno de nosotros percibimos y mantenemos sobre ella, y cuál es el verdadero concepto que tienen los demás (tanto los de aquí como los que nos visitan)?
Quizás –y sin quizás– estemos empeñados en transmitir, a base de “campañas marketinianas” o en el boca a boca –sea cual sea la institución o el colectivo al que nos refiramos–, una ilusión óptica que en manera alguna corresponde a la realidad… Quizás –y sin quizás– lo que nosotros transferimos no tiene parangón alguno con lo que disciernen los otros.
Un territorio abierto, como le pasa al alma humana –creamos o no creamos en ella–, tiene necesariamente que responder a una dignidad incuestionable: su veracidad excelente, avanzando más allá de la falsa y dirigida retroalimentación que algunos se están empeñando en recaudar para sus intereses propios.
Y, ahora, os pregunto y me pregunto: ¿no sería más que conveniente unir todas esas impresiones, llevándolas a la objetividad, al desapasionamiento, a la ecuanimidad, dejando, dejando de una vez por todas, la subjetividad deshonesta?
Al menos para mí, así la quimera se convertiría en imparcialidad, la utopía en sustantividad y la novelería en materialidad.
Leer más artículos
de
Ramón Burgos
Periodista