IV. LA CONCEPCION DEL PODER Y DE LA POLÍTICA EN NICOLÁS DE MAQUIAVELO
“Trate, pues, un Príncipe de vencer y conservar su Estado, y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo” (Maquiavelo, El Príncipe, XVIII).
De todos los que se han iniciado en la lectura y el conocimiento de las obras y del pensamiento político de Maquiavelo son conocidas las recomendaciones que dedica a aquellos hombres dedicados a la difícil tarea de gobernar un Estado y cuáles debían ser sus “cualidades” específicas; son tantas y tan enjundiosas, que sería demasiado prolijo detenernos en ellas en este artículo. Lo que aquí nos interesa —y ello tal vez sea lo más destacable de toda esta serie de crudas advertencias y consejos para el que tiene la misión y responsabilidad de gobernar— es el modo de hacerlo en situaciones críticas y excepcionales, cuando está en juego la misma supervivencia de su reino o comunidad política, cuando trata de salvar o conservar el Poder y su Estado.
Maquiavelo en su obra Il Príncipe no disfrazará hipócritamente tales procedimientos o medidas como “moralmente buenos o justificables”, sino como técnica o políticamente correctos o adecuados. No era el diplomático y pensador florentino un hombre perverso o un sádico moral que postulara “el mal por el mal” o que tratara de presentar “el mal como bien”. Sabía perfectamente lo que aconsejaba. A veces le duele y le llena de amargura que sea así la realidad política, que obliga por necessitá —esto es, cuando se trata de conservar el Estado— a los hombres políticos a actuar “contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión», de manera abominable y con un ánimo dispuesto a “no alejarse del bien, si puede, pero, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado”. Pero es que en política las cosas son así: existe un abismo infranqueable entre el ser y el deber ser, entre la política y la ética (c. XVIII) (1).
Por eso cuando en los Discorsi (I, 26) (2) alude a los asesinatos, crímenes, destrucciones, deportaciones de masas o poblaciones enteras, que, por razones de Estado y en momentos de disolución o fundación de un nuevo estado, se ve obligado a ordenar un Príncipe o Gobernante (Hitler, Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot, responsables de: limpiezas étnicas, deportaciones, genocidios, aniquilación del enemigo y de los disidentes, por todos conocidas) expresa, confiesa sinceramente, sus escrúpulos morales, pero considera ineludible actuar así y recomienda al que tenga sensibilidad, principios o escrúpulos morales “que se quede en casa” y no se meta en política. Entre estos consejos y recomendaciones de Maquiavelo y el Auschwitz nazi o el Gulag soviético no hay solución de continuidad. En ellos, implícitamente, se transmitiría un intento de legitimación y justificación teórica de prácticas políticas tan inhumanas y totalitarias como esas: en la política se ventilan intereses tan diabólica y pretendidamente supremos o absolutos —por algo para Hobbes la encarnación del poder, Leviathan, era un Dios mortal— que todo debe subordinarse a ellos. Leamos con atención. «Las manos sucias» de Jean Paul Sartre, «Calígula» y «Los Justos» de Albert Camus o las tragedias políticas de Shakespeare etc. para darnos cuento de ello. Habría que responder a todos esos consejos y recomendaciones que no hay fines buenos con medios perversos, que lo fines se pervierten si los medios son perversos.
La Virtú es la segunda noción, articuladora de su antropología y de su concepción de la Política. La Virtú se manifiesta en la actividad política como expresión de la voluntad humana del gobernante/príncipe en su lucha contra las fuerzas ciegas de la necesidad. La «virtú» maquiaveliana nada tiene que ver ni con la virtud clásica de Aristóteles (en el sentido de «moderación» o «término medio entre dos extremos»), ni con la ataraxia de los estoicos; tampoco se identifica con la noción cristiana de virtud, como control, dominio o represión de las pasiones, apetitos o impulsos desordenados irascibles o concupiscibles. Tiene que ver o, más bien, estaría relacionada con el original significado etimológico del vocablo latino «virtus–virtutis«, procedente de la raíz vir (=varón), con el significado de fuerza, fortaleza viril; cercana también al significado griego clásico de virtud como areté (excelencia humana) y como techné: capacidad y conocimiento en algún arte u oficio.
Se trata, efectivamente, de la misma noción que usaron los clásicos latinos, como Cicerón en sus «Tusculanas» y que fue asumida por los humanistas del Renacimiento, Petrarca o Alberti, para exaltar la dignidad, la fuerza y el poder del hombre en su lucha contra la Fortuna. La Virtú maquiaveliana no tiene, pues, un sentido ético/moral o religioso/espiritual, sino pragmático/político y técnico/instrumental, además de «psicológico». Combina y sintetiza los rasgos señalados de «fuerza», energía, «fortaleza» de ánimo, audacia, carácter, excelencia humana, intuición, sagacidad, don de la oportunidad y los de un “saber hacer” consistente en la habilidad, destreza o capacidad para el ejercicio de algún arte u oficio con eficacia y eficiencia.
Es decir, puede entenderse como capacidad dinamizadora de la acción humana, como adiestramiento para actuar correctamente en cada circunstancia que se presente — lo que exige aprendizaje, entrenamiento, voluntad, tesón y constancia— o, más sintéticamente, como capacidad para sortear con decisión las dificultades que se presenten en una situación sobrevenida y adoptar, en el momento oportuno, lo medios adecuados en orden a la consecución de un fin u objetivo determinado. El virtuoso político, al igual que el virtuoso musical o artístico, es aquél que posee una probada capacidad técnico-instrumental para el desarrollo (ejercicio, interpretación) de una arte u oficio específicos: sea éste un arte, una técnica o la propia Política en tanto que técnica y arte de gobernar un Estado.
Pues bien, para el pensador florentino, el virtuoso en el Arte de la Política o «de gobernar» es el «héroe político», el «Príncipe», «savio, buono e potente cittadino«, que nada tiene que ver con el «tirano» clásico, esclavo de sus debilidades y vicios que poseyendo un «ethos» o personalidad excepcionalmente fuerte, poderosa; dotado de una voluntad de dominación («brutta cupiditas de regnare«) insaciable y cuyas cualidades y virtudes, esencialmente paganas: coraje, vigor, autodisciplina, fortaleza ante la adversidad, búsqueda del éxito público y de la gloria-fama (inmortalidad subrogada, por procuración), configuran su «perfil» como el de un personaje típicamente Renacentista, individualista y amoral, como el de un hombre superior —Líder, Caudillo carismático, Supremo fundador legislador— que se sitúa “más allá del bien y del mal”.
Se trata de un personaje prototípico del Renacimiento, un hombre superior en capacidad y en cualidades humanas al resto de los mortales, de una noción cercana al héroe de Carlyle (pensador antiprogresista británico de XIX… autor de «Los Héroes«: Cromwell, Napoleón, Federico II de Prusia) y al «Superhombre» de Nietzsche, quien, dotado de una «voluntad de poder» por encima de toda ética convencional: a) es capaz, con su virtú, de transformar el curso de la historia o de imprimirle un nuevo rumbo, utilizando en su provecho y al servicio del bien del Estado – como la «astucia de la razón» hegeliana- las debilidades y pasiones de los hombres sobre los que gobierna; b) que puede moldear o modelar, a partir de una situación de corrupción y caos, un nuevo Estado a su imagen y semejanza, a la manera de como un gran escultor-artista es capaz de sacar una “bella statua d’un marmo rozzo”; c) que sabe, en fin, domeñar a la Fortuna y “sacar bien del mal”, o hacer de “la necesidad virtud”.
Ello explica la admiración que siente Maquiavelo por los “grandes hombres de acción”, de acusada personalidad, audaces, enérgicos, crueles, que trataron de hacer del Estado su “obra de Arte”, en expresión de Jacob Burkhardt. Entre ellos incluye a políticos y fundadores de Estados como Cesar Borgia, F. Sforza, Fernando el Católico, Alejandro VI, Teodorico, Lorenzo de Médicis, Castruccio Castracani (“la victoria es lo que importa no el modo como la obtengas”); también a destructores de Estados, antihéroes o «héroes en negativo», scelarati, como Agatocles de Sicilia, Ligurio, o el propio César Borgia, y, finalmente, a personajes legendarios legisladores de Estados y de Religiones: Teseo, Moisés, Rómulo, Numa etc. Pero no se crea que la Virtú maquiaveliana es una cualidad exclusiva de esas personalidades individuales; cabe también atribuirla al cuerpo social, al Pueblo, como un todo. Así si la Virtú del Príncipe es esencial para la instauración y fundación de un nuevo Estado; la virtud del Pueblo es indispensable para la “conservación” y “perdurabilidad” del mismo. En Il Príncipe se ocupa de la primera, en sus Discorsi de la segunda.
En lo que se refiere a la cuestión nuclear de la política de todos los tiempos —el de las relaciones entre ética y política— la posición de Maquiavelo es clara y contundente: existe una marcada separación o escisión entre ambas. Como señala Federico Chabod (Escritos sobre Maquiavelo) la verdadera y profunda contribución que hizo a la historia del pensamiento humano, por lo que se le reconoce como uno de los “iniciadores del espíritu moderno”, es “el reconocimiento de la autonomía y necesidad de la política, que está más allá del bien y del mal moral” (3). E igualmente para Benedetto Croce (Elementos de Política): su gran aportación es el haber sabido reconocer un estatuto autónomo a la Política que viene a situarla “más allá, —o mejor dicho, más acá— del bien y del mal morales, pues tiene leyes ante las que resulta inútil rebelarse y tampoco puede ser exorcizada ni expulsada del mundo con agua bendita”. En algunos textos, el pensador florentino concibe la Política como “premoral”, esto es, como condición necesaria para hacer posible la vida política y moral (4). Leo Strauss (Meditación sobre Maquiavelo) es uno de los teóricos que también sostiene dicha tesis. En su opinión, si la virtud presupone la sociedad política, la sociedad política está precedida por hombre pre-morales o sub-morales; aún más: ha sido fundada sobre dichos hombres (5). En este sentido, para Friedrich Meinecke (La idea de la razón de estado en la edad moderna) en la concepción política de Maquiavelo no era posible un conflicto entre moral individual e interés del Estado, propiciando así una especie de sacrificio trágico. Tal situación no era posible para la mentalidad de Maquiavelo. El pensar en conflictos interno o problemas trágicos, presupone una mentalidad refinada, más moderna, que acaso no comience hasta Shakespeare (6).
Otros expertos han señalado en su visión de la política una actitud cercana a la defendida más tarde por James Burnham: la política maquiaveliana se configuraría según el denominado modelo estratégico de acción. Maquiavelo, ha señalado Ernst Cassirer (El Mito del Estado) veía las luchas políticas como si fueran un juego de ajedrez; había estudiado las “reglas del juego” muy detalladamente, pero no tenía la menor intención de criticar dichas reglas. En su propia experiencia había aprendido que en el juego político siempre se había jugado con engaño, traición y delito. Él no censuraba ni recomendaba estas cosas; su única preocupación era encontrar la mejor jugada, la que gana el juego. Esta era exactamente la actitud de Maquiavelo cuando contemplaba las cambiantes escenas del gran drama político que se estaba representando bajo su mirada. No podía por menos, entonces, de dar su opinión: a veces movía la cabeza cuando veía una mala jugada, otras, prorrumpía en admiración y aplauso (7). Algo semejante proponía A. Schopenhauer en su “Apéndice” a su obra El Mundo cono voluntad y representación, en la que venía a decir que reprochar a Maquiavelo la inmoralidad de sus consejos y escritos sería tanto como echarle en cara al maestro de esgrima el no iniciar las enseñanzas de su “arte” con una lección en contra del asesinato.
Más compleja es la tesis defendida al respecto por Isaiah Berlin en “La originalidad de Maquiavelo” (Contra la corriente. Ensayo sobre la historia de las ideas) en la que desde su pluralismo de valores contrapone en el pensamiento de Maquiavelo dos concepciones del mundo, códigos éticos o moralidades diferentes: la cristiana vs la pagana. Y lo explica así: “Se dice comúnmente que Maquiavelo separó la política de la moral recomendando políticamente ciertos caminos que la opinión común condena moralmente. Lo que Maquiavelo distingue no son los valores específicamente morales de los valores específicamente políticos; lo que logra no es la emancipación de la política respecto de la ética o la religión, sino una diferenciación entre dos ideales de vida incompatibles: la moral del mundo pagano y la moralidad cristiana” (8).
Pero nada mejor que leer al propio Maquiavelo —sus propias expresiones y textos, como ya en la primera página de este artículo hemos expuesto— para entender su posición al respecto: la cuestión denominada “de los fines y los medios en la acción política”. Bástenos con estas tres citas tomadas al azar, para lograrlo: “Si se trata de tomar una resolución de la que depende por entero la salud del estado, nadie debe detenerse en consideraciones sobre lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo que puede ser plausible o ignominioso; omítase todo esto y tómese resueltamente aquel partido que salve al estado y mantenga su libertad” (El Príncipe, cap. XVIII). “Si Rómulo asesina a su hermano para fundar una Roma libre y segura, el hecho le acusa, pero el efecto lo excusa” (Discorsi, I. 19). “Pero estos arbitrios [de los políticos o gobernantes] son muy crueles y contrarios a las ideas no sólo del Cristianismo, sino también de la humanidad, por lo cual viéndose precisado a abstenerse de ellos, todo hombre sensible y honesto prefiere vivir como particular antes que reinar sobre la ruina de tales personas. Con todo, el que no limitándose a tan sabio partido quisiera dominar el Estado Nuevo, se ve obligado a realizar tamaño mal si quiere mantenerse contra viento y marea” (Discorsi, I. 16).
BIBLIOGRAFIA Y NOTAS
1) Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, trad. y prólogo de Miguel Ángel Granada, Alianza Editorial, Madrid, 1991.
2) Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la Primera Década de tito Livio, trad. Ana Martínez Arancón, Alianza Editorial, Madrid, 1987.
3) Federico Chabod, Escritos sobre Maquiavelo, FCE, México, 1994.
4) Benedetto Croce, Elementos de política, Bari, 1925.
5) Leo Strauss, Meditación sobre Maquiavelo, op. cit., (supra).
6) Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la edad moderna, CEPC, Madrid, 2014.
7) Ernst Cassirer, El mito del Estado, FCE, México, 1968.
8) Isaiah Berlin, Contra la corriente. Ensayo sobre la historia de las ideas, FCE, México, 1992.
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