La evolución de la trilla era pesada y muy rutinaria si bien no era necesario gran esfuerzo de trabajo era temida por lo aburrida y tener que aguantar la gana de dormitar sobre el asiento del vetusto trillo, aguantando el tórrido sol de las horas de mediodía las más adecuadas para la trilla por ayudar el calor a su trituración.
Solía haber dos trilleros, uno descansaba a la sombra mientras el otro trillaba con infinitas vueltas a la parva. Poco antes del relevo y cambio de trillero el que había descansado remete las orillas, echando hacia el centro lo de los bordes que solía escapar a las ruedas del trillo.
Tras varios relevos, se procedía a volver la parva, al objeto de trillar el total de la paja, echando la de abajo arriba y así que toda quedara molida por igual. Se bebía mucha agua en este menester y era cosa corriente que el que estaba trillando avisara al que descansaba que, le acercara el botijo o damajuana de agua fresca.
Bebido este, se despabiló y despabiló a las bestias que fustigando les echaban unas carreras y, aligeraban el proceso del trillado logrando su estado a punto para juntar la parva y comenzar a aventarla. La trilla de una parva como las que nos ocupa solía tardar un día y medio.
Todo preparado, el trigo en mies emparvado, nuestros trilleros desayunando recio y fuerte desayuno y disponen todo para, siendo la hora comenzar la trilla que había de durar todo el día de hoy y mañana para medio día estaría junta en medio de la era esperando el aviento.
Las bestias bien alimentadas esperaban en las cuadras apurando su último pienso. Hoy trillaron todo el día. Un trabajo no de mucho esfuerzo, pero pesado y monótono como para sus amos.
Unos bocadillos para media mañana, una buena garrafa de agua que llenarían al pasar por el pilar, de agua fresca, los tiros, las jáquimas bien colocadas y sin más a la era a comenzar la faena.
El resto de los aperos en ella se encontraban y sin temor que alguno de ellos faltara, entonces estaban tan seguros en el tajo de trabajo como en la casa y en verdad que no acierto a comprender bien el por qué. ¿Era la gente más honrada?, ¿Eran las leyes más tozudas y serias? ¿Las fuerzas de seguridad hacen mejor su trabajo? De todo había, pero lo cierto es que en aquellos tiempos las cosas se podían dejar en los campos y tajos de trabajo todo el tiempo. Recuerdo que el arado de manceras nuestro nunca fue a la casa siempre en el campo estaba o bien bajo algún chaparro que le librara del tiempo o hincado en la besana en el último surco abierto.
Nuestros dos trilleros sobre los lomos, a pelo, de sus mulos marchaban contentos hacia la era. El día ya había levantado, el sol pegaba recio y el ambiente elevaba grados a su flama.
Al pasar por el Pilar, fuente sempiterna en el Camino al Cementerio, llenaron la damajuana de agua fresca y llegados a la era, allí muy cerca, colocado que fue todo formando el hato lo colgaron de un gancho del sombrajo. Todavía tuvieron tiempo de fumar un cigarro mientras ojeaba que todo a punto estaba.
Pasadas las once y media el sol había calentado bien los campos y el calor empezaba a subir, era la hora, la yunta de mulos habían sido acollarados con los anterrollos y apareados en paralelo, los entraron corriendo a pisotear la parva antes de enganchar el trillo al objeto de suavizar el bronco estado de las mieses esparcidas en parva y evitar el vuelco de aquel.
Un trillero en el centro de la redondeada circunferencia de haces de trigo esparcidos, con el ronzal del mulo interior en la mano, arreaba y animaba a los animales que no habían hecho más que comenzar la larga jornada.
Algunos viandantes del camino hacia Calderero se paraban a saludarles y de paso comentaban el estado de la trilla y las benevolencias o no del verano, algunos echaban largas tertulias haciendo, incluso que se ralentizará la faena.
El punto donde estaba ubicada la era, era un bonito otero desde el que se veía un extenso valle correspondiente a la vía fluvial del Rio Moro, hasta las sierras de Colomera, así mismo el largo camino hasta Calderero y la zona de la Fuentezuelas presentaba una amplia visión con la sierra del pueblo a la derecha y la de Los Castellones al final. Hacia el noroeste se recreaba la vista hasta más arriba del cortijo del Santuario y Los Realengos, a la derecha era ya el pueblo lo que frente a la vista estaba, a unos cien metros quizá menos, de las primeras casas de la villa. Éstas hacía poco habían quitado tal privilegio a la casa de la conocidísima vecina y amiga de todos, La Chencha y al antiguo Pilar de enfrente.
Al final de los sesenta y todos los años setenta, el pueblo avanzó hacia afuera, o sea hacia el punto de ubicación de la era. Hoy ese punto está ocupado por las escuelas y la construcción ya sobrepasa el cementerio, antes alejado del casco urbano.
Esta cercanía con las casas origina más problemas que ventajas. Los niños con sus juegos alteraban el orden de la era. Las continuas visitas de paseantes retrasaban las tareas. Los animales sueltos que, había hasta marranos, algunos a propósito echados al cebo del vecino de la era, menguaban el grano y pajas, ocasionando importantes pérdidas.
La vida en la era, era animada, entretenida y hasta divertida, se daban en ella anécdotas, como aquello que recuerdo ahora de que uno de los hijos del dueño de las parvas, cantaba algo por Rafael Farina y cuando se encontraba sobre el trillo para evitar el sueño y animar a los mulos, mataba el tiempo con fuertes cantos de acordes buenos y melodiosos: … “vino amargo es el que bebo- por culpa de una mujer…”, decía una de esas canciones que el trillero arrancaba con un gran chorro de voz que en las cercanas casas rebota con tal eco que la engrandece. Esto hacía que, en la vecina fuente del Pilar, todas enmudecen, las señoras que esperaban turno para recoger agua callaban y escuchaban para oír cantar el trillero que, hasta alguna andanada de palmas le dedicaban al terminar.
También se daban otros hechos más desagradables, por aquello de los animales sueltos algunos intencionadamente. Ello motivaba que los propietarios de los cereales y legumbres se encontraban, a veces, una verdadera piara de estos cebándose. Dando cuenta del pez de trigo o de la garbera de haces… a voces los espantaban, moviendo en alto sus manos cual aspas, con gestos grotescos y algún guijarro que les lanzaban.
Ocurrió con esto que una vez de las muchas que espantaban a un grupo de gallinas de las vecinas. Que en abriendo sus gallineros y corral, ponían en libertad su “granja completa” para que éstas llenaran sus buches a costa del amo de las semillas y granos.
Una piedra lanzada sin intención, hacia las gallinas, dio le en la cabeza a una de ellas de pescuezo pelao con tan mala suerte que, aun estirando la pata estaba cuando la señora dueña asomó por la puerta trasera de su casa, hecha una fiera bramando porque aquel trabajador se había atrevido a apedrear a sus gallinas que no hacían nada malo, solo buscarse la vida y, este osado se había cargado una de sus mejores gallinas, ¡La del cuello pelón!, la más “poneora” la de plumaje blanco y la más elegante de su gallinero…¡¿habrase visto?!.
La señora reunió su bandada de gallinas y al gallinero las dirigió muy enfadada y, no se olvidó de recoger la del cuello pelón para dar cuenta de ella en un buen arroz.
Pero aquí no quedó todo… resulta que la dueña de la tal gallina era mujer de agradables curvas y amiga del sargento de guardia civil destinado en el pueblo.
[Continuará. /…]
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Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y
Autor del libro ‘El amanecer con humo’