Digo que trabajaban entre parientes y amigos, con pleno conocimiento de causa. Siempre había pensado que el negocio de la construcción (como muchos otros) era un asunto endogámico, pero, en este caso, la causa es que tuve a uno de estos chicos como alumno de 4ª de la ESO, cuando la nueva ley educativa estaba dando sus primeros e inciertos pasos. Recuerdo a aquel chaval, alto y desgarbado, como un buen tipo, pero un mal estudiante. El típico estudiante de 16 años que se deja arrastrar por el líder de la clase, se va despistando un poco cada día y acaba solo en las cunetas del sistema.
A mitad de curso, mi alumno recibió una oferta laboral irrenunciable: un tío suyo quería que le ayudará en las obras de su competencia acarreando grandes cubos de pintura plástica. Sus primos ya lo hacían y, al parecer, les iba de maravilla. Mi alumno no lo dudó ni un segundo y a los dos meses de cambiar el cuaderno por la brocha ya andaba pavoneándose con su coche nuevo a las puertas del instituto. Y eso que no era de mucho alardear. Recuerdo las miradas incrédulas de sus compañeros que, entre la admiración y la envidia, no llegaban a entender cómo el más torpe de la clase había prosperado tan rápido fuera de ella. Yo tampoco lo he llegado nunca a entender.
Pinchada definitivamente la burbuja inmobiliaria y sin opción de volver a recuperarla en los diez o quince próximos años (ni tampoco los miles de empleos perdidos), los jóvenes de ahora (y algunos mayores de aquella época) sueñan con triunfar en el boyante mundo de los fogones. Aspiran a empezar su carrera fregando platos en un restaurante de lujo y acabarla como chef al mando de las mejores cocinas. Gracias a los canales de cocina y a los concursos gastronómicos términos como «emplatar», «crujiente» o «maridaje» nos resultan ahora muy familiares y algunos cocineros como Gordon Ramsay o Jamie Oliver se han convertido en auténticas celebridades.
Otro camino para alcanzar el éxito culinario es presentarse al casting de alguno de los abundantes “talent show” gastronómicos. El más famoso del mundo es MasterChef, que fue creado hace ahora 25 años por el productor Franc Roddam para la BBC y que convenientemente revisado se ha convertido en una exitosa franquicia internacional que emiten 34 países, entre ellos EE.UU., Israel o Italia. Sus datos impresionan: 200 millones de espectadores y 100 cocineros aficionados convertidos en chef profesionales.
Los ganadores de MasterChef se llevan como premio cien mil euros, la publicación de su propio libro de recetas y un curso de cocina en una escuela de prestigio. En la última edición española, fue un máster en el Basque Culynary Center (BCC), la única facultad gastronómica de España, de donde acaba de salir la primera promoción de graduados en Gastronomía de todo el Estado.
El BCC es otro ejemplo de la moda gastronómica nacional: un proyecto en el que se han invertido 17 millones de euros, que imparte cursos para profesionales y “entusiastas de la gastronomía” y que ha sido bautizado como el “Harvard de la cocina”, porque en él dan clases magistrales los mejores chefs del mundo.
«Hasta hace bien poco muchos jóvenes españoles aspiraban a trabajar como albañiles o encofradores. Ahora desean ser cocineros de éxito» |
En realidad, la locura por la cocina no para de crecer en España y hay semanas en que parece como si el futuro de nuestro país pasara por saber cocinar un “bocadillo de calamares con pan de tinta de sifón”. Carlos, el autor de la famosa receta y último ganador de MasterChef, es un chaval de 25 años que hasta ahora se ganaba la vida como vendedor ambulante. Vicky, la ganadora anterior, era una carnicera en paro de Mallorca. José Manuel, el primer MasterChef español, era un camarero almeriense que soñaba con estudiar cocina. Todos proceden de familias humildes y barrios obreros. Todos pudieron haber sido alumnos míos de la ESO y haber vivido de la construcción en otro tiempo no muy lejano.
El delirio gastronómico español es tan grande que ha desembocado también en esperpentos tales como el restaurante Sublimotion de Ibiza, donde solo comen 12 personas a 1.700 euros el cubierto. Han leído bien: 1.700 euros por una cena. Y lo que es peor, está llevando a que muchos niños de 8 años (y sus padres) sueñen con poder concursar en la versión infantil del famoso programa. Dentro de nada nos parecerá mentira.
Hasta hace bien poco muchos jóvenes españoles aspiraban a trabajar como albañiles o encofradores. Ahora desean ser cocineros de éxito. «Ratatouille», la famosa película de animación de Pixar, narra la historia de Remy, una ratilla audaz que sueña con convertirse en chef. ¿Les suena la historia? ¿habremos sustituido la «burbuja inmobiliaria» por una sabrosa “burbuja gastronómica”? ¿cambiado el lenguaje llano de los andamios por la terminología refinada de la alta cocina? ¿seremos víctimas del «efecto Ratatouille»? Ya veremos.
JULIO GROSSO MESA
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