LAS ALMAS EN PENA, EN EL MARCOS DE OBREGÓN
“En Ronda hay una calleja oscura por donde todo el mundo tiene miedo de pasar. Y existe la creencia de que hay espíritus en ella…”
Don Vicente se recrea en esta ocasión contándonos un suceso tragicómico que le ocurrió dentro de un cementerio. Precisamente cuando comenzaba la Cuaresma. Si bien la historia podría haber sido extraída del anecdotario popular, los detalles con que la adorna la hacen tan verídica que parece que le sucediera a él mismo. Más aún cuando la remata con ese chascarrillo rondeño de la mona y que debió de vivir en primera persona.
***
Me acuerdo una vez que, habiendo salido de fiesta por el barrio de San Ginés un martes de Carnestolendas, me envió a decir una “amiga” que le llevase algo bueno con que despedir los carnavales y comenzar la Cuaresma.
Para cumplir con ese deseo suyo, y a la espera de sus gracias y caricias, tuve que vender algunas cosas precisas. Pero no me importó.
Así, en acabándose el griterío que provocaba el juego de las jeringas y naranjazos, o el de los perros corriendo como locos con latas amarradas al rabo que se hacían por esa época, me fui a una bodega donde vendían comida para llevar. Compré una empanada, un par de perdices, un conejo y frutas de sartén. Lo até todo muy bien y me fui derechito a comérmelo con ella, pasadas ya las doce de la noche…
El día siguiente, por ser Miércoles de Ceniza, era día de mucho recogimiento y ayuno obligatorio, pero había un silencio tan grande que, aunque yo iba bien cargado de carnes y comidas, no me podía ver nadie.
En llegando a la altura del cementerio de San Ginés, sentí de repente venir a los guardias de la ronda y me fui a esconder donde se guardaba la caja de los muertos con que se transportaba a los más pobres, y que, a la sazón estaba junto a una tumba a medio hacer.
Antes que pudiesen llegar a mí los de la ronda, me escondí y metí el bulto, atado como estaba, por el agujero abierto de la tumba próxima. Y sacando un rosario que siempre llevaba conmigo, comencé a fingir que rezaba. Llegaron los guardias, y como notaran algo raro, pensaron que fuese yo algún sospechoso. Me agarraron de un brazo y me preguntaron qué hacía allí.
Llegó el alcalde y, visto el rosario y la tranquilidad con que yo disimulaba, dijo que me soltasen y que me fuese a mi casa. Hice como que me iba y, en trasponiendo ellos, volví a por mi paquete donde lo había escondido. Y temeroso como estaba, alargué el brazo dentro del boquete, sin poder dar con él.
¡Un cementerio! ¡Dentro de una tumba! ¡Más de las doce de la noche y un silencio sepulcral que parecía que se había acabado el mundo!
Volviéndolo a intentar, comencé a mover la mano dentro de la tumba y a sentir dentro de ella un ruido como de hierros chocando.
¡Lo que me pude imaginar! Allí se me representaron mil cadenas de otras tantas almas en pena, padeciendo su purgatorio en aquel mismo lugar. Y fue tanta mi turbación y tanto mi miedo que se me olvidaron el amor y la cena que me habían llevado hasta allí.
Y así, completamente aterrorizado, cuando ya me iba de allí, volviéndome de espaldas y arrimándome a la pared, eché a correr sintiendo que venía detrás de mí un ejército de muertos vivientes.
Y yendo así, con aquel susto metido en el cuerpo, sentí de repente cómo me tiraban de la capa, y tan fuerte que, perdiendo el equilibrio, tropecé viniendo a parar en el suelo y golpeándome con la propia guarnición de mi espada, partiéndome los hocicos. Me volví a mirar el cadáver que me agarraba y me quedé estupefacto cuando comprobé que lo que me había sujetado no era ni ningún esqueleto, sino un clavo hincado en la pared, al que la capa había quedado enganchada.
Cuando me serené, y recobré el aliento me senté a descansar un rato. Estaba tan hecho polvo que parecía que había andado cien leguas por los altos de Sierra Morena. Tranquilizado, me puse a pensar sobre lo sucedido y qué le diría a mi muchacha, lamentando perder la compra que tanto me había costado y sin poderme disculpar por temor a ser tenido por cobarde y miedica.
Por otra parte llegué a la conclusión de que, quien me había quitado el paquete no debía de ser ningún difunto, por no tener necesidad de comida; y que, si había sido el demonio, haciendo la señal de la cruz se iría; también que si se trataba de un ánima, le rezaría alguna oración por la salvación de su alma; y si un humano, yo tenía una espada con que defenderme…
Así, con esta determinación me volví a la tumba, desenvainé la espada y echándome la capa al brazo, dije la siguiente oración: “Yo te conjuro y mando, de parte del cura de esta iglesia, que si eres cosa mala te salgas de este lugar sagrado, y si eres ánima que andas en pena, me reveles qué quieres o qué has menester”. Y con decir aquello el ruido de cadenas seguía aún más fuerte todavía.
Visto que mi conjuro no hacía efecto y que, si dejaba enfriar la determinación que tenía de coger mi bolsa, tornaría de nuevo el temor a adueñarse de mí, me puse la espada entre los dientes, metí ambas manos por el agujero de la tumba y hallé por fin la bolsa. Pero al irla a sacar, un perrazo negro salió de allí despavorido, con un cencerro atado a la cola.
Al parecer, era uno de esos que los muchachos habían recogido y amarrado a su cola una cadena, y que asustado, también él, se había ido a esconder allí para poder descansar… Pero el puñetero, como oliese la comida que yo le había puesto delante, se hartó a mi costa y, en saliendo a toda velocidad del boquete, me arreó un golpe tan grande con la cadena en la espinilla que no me pude menear en un rato.
Y, pasado el susto, fue tan grande la carcajada que pegué que, aún hoy, cuando me acuerdo de ello, no puedo de dejar de reírme solo.
Fue menester que el doctor y su mujer acabasen también de reír para rematar la historia diciendo que en Ronda hay una calleja oscura por donde todo el mundo tiene miedo de pasar. Y existe la creencia de que hay espíritus en ella, siendo en realidad que, en cierta ocasión, se subió a un tejado cercano una mona que, al enganchársele su cadena en una canal, tiraba tejas a cuantos pasaban por debajo. Y que, desde entonces, existe allí la creencia de que andan espíritus llamando la atención y atemorizando a los vecinos.
***
Espinelas del autor:
A LLORAR
A llorar mis penas fui
donde nadie me escuchara
y cogiendo una cuchara
yo mismo me las bebí.
Apenas las digerí,
del estómago a la boca,
como humo que revoca
las penas se revolvieron
y hoy las penas que se fueron
resabios agrios provocan.
HAY TONTOS
Hay tontos que tontos se hacen
por obtener un favor,
poniendo tanto fervor
que de tontuna padecen.
Y luego tanto se crecen
en diciendo tonterías
que son sus majaderías
barrotes de su prisión
y sus disparates son
preludio de antologías.
MI MUJER
Mi mujer dice que “pares”
Y yo le digo que “nones”
Expongo yo mis razones
en controversias dispares.
Y son tantos los pesares
cuando andamos a la greña
que es echar mucha más leña
a la eterna discusión
contrariar la sinrazón
si uno de los dos se empeña.
UN ZAGAL
Un zagal en un pinar
su mirada al cielo sube.
Allí descubre una nube
con la que intenta hablar.
Pero no puede evitar,
por mucho que hace el intento
que lanzar este lamento:
¡Contigo no hay quien hable,
tu criterio es muy variable,
a poco que sopla el viento!
LA VELETA
El mismo caso irrisorio
Le ocurrió con la veleta
que se hallaba en la torreta
de un alto promontorio:
En su compás giratorio
era tan grave su ennorte
que sin que nada le importe
y hablando siempre al albur
tan pronto opinaba “sur”
como opinaba que “norte”.
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Capítulos anteriores:
- Pedagogía Andariega: A D. Vicente Espinel, en su IV Centenario (1624-2024), 1: Carta a don Vicente Espinel
- Pedagogía Andariega: A D. Vicente Espinel, en su IV Centenario (1624-2024), 2: De mi vida como escudero
- Pedagogía Andariega: A D. Vicente Espinel, en su IV Centenario (1624-2024), 3: Los médicos
- Pedagogía Andariega: A D. Vicente Espinel, en su IV Centenario (1624-2024), 4: Los malcasados
- Pedagogía Andariega: A D. Vicente Espinel, en su IV Centenario, (1624-2024), 5: Las almas en pena
ISIDRO GARCÍA CIGÜENZA
Blog personal ARRE BURRITA
artífice e impulsor de la Pedagogía Andariega