Y, si fuese necesario, ¡gritar!
José Ignacio Munilla –obispo católico–, refiriéndose a los líderes y portavoces eclesiales, afirmaba que “Lo que debería de ser común para todos es la necesidad de perder el miedo a la comunicación; miedo motivado, a veces, por las ‘cornadas’ que podamos recibir”.
Y este “común” yo me atrevo a ampliarlo a toda la sociedad, a todos los pueblos, a todas las gentes. No sólo porque la libertad de expresión es un derecho inalienable, sino también porque el permanecer callado es la mayor de las injusticias que se pueden cometer contra uno mismo.
Pongamos ejemplos: asistir a un encuentro en el que se va a plantear una mejora sobre comunicaciones en nuestra provincia, y no alzar la voz por aburrimiento o porque nos pueden quitar lo conseguido, se acerca a la traición colectiva.
Estar presentes en un reparto de ayudas sociales y ver cómo se priman a los “propios” sobre los “ajenos”, o incluso se prioriza lo externo frente a lo interno –tan imprescindible–, y callar, se acerca al nepotismo.
Ver cómo se priman los intereses de una comunidad –barrio, calle o urbanización– sobre las demás, por no enfrentarse a lo instituido, y no agotar todas las vías a nuestro alcance para corregir los desaciertos, es, sin duda, una muestra de cobardía social.
Así podría seguir, pero, sobre todo, me gustaría dejar bien claro que en todas estas acciones tiene que primar la razón y la verdad –y no las noticias falsas, tan de moda, ni los hechos inventados, tan antiguos–, pues adaptar lo real a lo que no lo es resulta imperdonable, por muy sugerente que sea el discurso planteado. La insistencia en la “protesta adoctrinada”, casi siempre, no hace sino enconar las posiciones, además de empeorar cualquier situación.
¿Hay, pues, que “manifestarse” públicamente, a favor o en contra, en todos los casos que lleguen a nuestros oídos? Ciertamente sí –ya veis que soy partidario a ultranza de ello–, pero sin eludir nuestro deber solidario y con la autoridad moral basada en la sensatez.
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de
Ramón Burgos
Periodista