El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (3)

MAGIA

Todas las tardes, casi a la misma hora, sonaba la música de piano que un vecino tocaba en el salón de su casa. Eran unas notas lentas, melancólicas, con ligeras variantes que dependían acaso del estado de ánimo del intérprete, en el cual debía de influir la época del año en que se hallase, el tiempo que a la sazón hiciese. Luis Miguel, que era de un espíritu muy sensible, abría los postigos de la ventana de su cuarto para escuchar con más nitidez el concierto. La ventana del cuarto daba al patio de la casa; desde ella se divisaba un enjambre de mugrientos tejados, tras los que se alzaba el cerro de color ceniciento a cuyo pie estaba asentado el pueblo. Las notas del piano llegaban nítidas, pues el salón del vecino estaba muy cerca de donde Luis Miguel se encontraba asomado; parecía como si no mediasen muros ni paredes, como si la música tuviera el poder de atravesarlos, sin que sufriera ninguna merma.

El pianista era un hombre mayor que había estudiado música en su juventud y que había regresado al pueblo después de muchos años de ausencia, en los que había trabajado en diversos oficios; al ser bastante enigmático y reservado, el trato que con él mantenía Luis Miguel prácticamente se reducía a las frases de obligada cortesía que se cruzaban; según decían las gentes, había vuelto a la casa familiar movido por la nostalgia que sentía, tras una vida que al parecer había sido bastante azarosa. Era un tipo que llamaba la atención, no solo por su carácter huidizo, sino también por el modo tan elegante y pulcro de vestir, siempre con un atuendo que resultaba algo anticuado en el ambiente en el que ahora se desenvolvía. Era alto, aunque un poco cargado de espaldas, de escaso pelo blanco, repartido de forma irregular por la cabeza; tenía ojos de un azul desvaído, quizá a causa de la edad; por su forma de andar parsimoniosa, se colegía que era tranquilo o que no se agobiaba por las cosas que tuviese que hacer, como si estas hubieran venido a ocupar un segundo plano en su existencia.

Era un poco antes de que empezara a declinar el sol cuando se oían las primeras notas, siempre suaves, como si fueran ejecutadas con exquisita delicadeza, unas notas que parecían voces que se elevasen en la sombra, susurros cálidos que se abrieran paso entre los algodones del silencio. Era una melodía que provenía de un tiempo antiguo, de una zona del pasado, de un rincón oscuro de la memoria, una melodía que despertaba plácidas sensaciones, emociones que se creían perdidas, retazos de sueños que aún se retenían.

Después de unos minutos que servían de preámbulo o de introducción al tema musical de cada tarde, las notas empezaban a percibirse más claras, de un color más preciso. En las tardes macilentas de otoño o de invierno, inspiraban una irrefrenable tristeza, a veces el dolor por algo indefinible, por una felicidad que se considerara ya irrecuperable. Asomado a la ventana de su cuarto, Luis Miguel dejaba que su espíritu se abandonase a la música del piano, al tiempo que se embebía en la contemplación del paisaje que ante sus ojos tenía, con aquella maraña de decrépitos tejados, tras los que emergía el cerro ceniciento, envuelto todo en la luz sonrosada de un atardecer lánguido. Paisaje y música parecían compaginarse, de modo que uno se diría determinado por el otro, formando una especie de unidad artística: había veces en que era la música semejaba nacer y tomar forma del paisaje, lo mismo que había también momentos en que era la música la que revelaba el paisaje, como si fuera este una emanación natural de ella.

En los días de lluvia, a pesar de que eran turbios, tampoco dejaban de sonar las notas mágicas del piano, siempre a la misma hora, cuando la tarde se volvía a causa de la lluvia de una tristeza añeja; eran sonidos tiernos que quedaban vibrando en el aire, suspensos en la atmósfera gris que se cernía sobre el pueblo, sobre aquel conjunto de tejados arracimados que se veían desde la ventana, con el perfil del cerro esfumado por un velo de agua. Tenían aquellos sonidos un timbre distinto, una cadencia que los hacía más alargados, de manera que a veces daba la impresión de que fuera un mismo sonido que se prolongaba o que no acababa de extinguirse. Era inevitable, al escuchar aquella música, evocar un pasado nebuloso, sensaciones de una edad que aparecía en la memoria muy lejana, como le ocurría entonces a Luis Miguel, que volvía a ser un niño que correteaba por las salas de un caserón viejo y destartalado, por galerías oscuras que conducían a cuartos que encerraban siempre para él algún misterio, como si morase en ellos un ser fabuloso, escapado quizá de alguno de los muchos cuentos que en aquel tiempo le contaban.

En las tardes de primavera, con un cielo claro, los sones del piano de la casa fronteriza elevaban el espíritu, sustrayéndolo de la realidad circundante, de las cosas cotidianas. Eran tardes de rosa, de ocasos que dejaban sobre los tejados un aura de ensueño. La vida dejaba de ser pesada por causa de aquellas notas que sonaban y que embriagaban el aire con sus aromas legendarios. El alma gustaba de ellas, se quedaba extasiada escuchándolas, atrapada por sus vuelos. Eran conciertos dotados de una profunda alegría, de una alegría que semejaba irradiar de aquel cielo teñido de rosa en primavera, de los perfumes que exhalaban los rosales y los celindos del jardín que había junto al patio, de la imagen del cerro emergiendo tras un mar de tejados.

Luis Miguel, que era abogado pero que en su juventud había compuesto versos, sabía valorar la música como una de las principales manifestaciones artísticas, quizá como la más lograda, como la que conseguía expresar los sentimientos más bellos. De buena gana, después de haberla escuchado con hondo embeleso, hubiera escrito en un poema lo que había experimentado, pero había perdido desde hacía tiempo el hábito de escribir y no se decidía a hacerlo, conformándose con haberla podido disfrutar por unos momentos.

En el verano, el piano sonaba distinto, con un ritmo más vivo, en consonancia con el esplendor de las tardes y los ramos de brillos que reverberaban por todos lados, en medio de un ambiente que parecía festivo. El concierto que aquel vecino interpretaba en las tardes largas del estío era lo más parecido a un himno, a un canto en el que se celebrara el triunfo de la vida. Luis Miguel tenía la sensación de que era la música más hermosa que jamás se había interpretado, una música que se diría improvisada, surgida a impulsos de la emoción que entonces tenía el pianista. Todo era mágico para Luis Miguel; aquel paisaje que frente a él tenía no era real, sino que había surgido de un sueño, del país maravilloso que la música evocaba, un país habitado por seres extraordinarios, detenido en una tarde plácida de verano. Cada acorde era un recuerdo emocionado, una punzada de inmensa alegría, de modo que el ánimo se henchía de un gozo que se volvía, de tan intenso, casi insoportable.

La magia no concluía hasta que no terminaba el concierto, cuando ya sobre los tejados quedaba un cielo manchado de púrpura. Luis Miguel, profundamente estremecido, permanecía unos instantes más asomado a la ventana, hasta que una penumbra cobriza empezaba a emborronarlo todo; en su memoria aún percibía aletazos de la música que había sonado, como si fueran ecos que se resistían a diluirse. Aunque nunca se lo había dicho, estaba enormemente agradecido al pianista, quien con su arte le hacía soñar cada tarde; lo que sentía entonces, apoyado en el alféizar de la ventana de su cuarto, no lo cambiaría por nada en el mundo; constituía, sin lugar a dudas, su mayor tesoro.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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