La tecnología, indudablemente, está acaparando casi todos –¡todos!– los ámbitos de nuestra convivencia. La última confirmación que he tenido al respecto gira alrededor de la utilización del teléfono móvil –como “arma” de despiste y ocultación–.
Paseando por las calles de su ciudad –por la tuya, por la mía–, mi informador vio (acera de enfrente) a otro ciudadano con quien, fechas atrás, había mantenido una estrecha relación (hasta que sus caminos, en este caso “políticos”, habían divergido sustancialmente).
El intento de saludo al “antiguo compañero”, tuvo como respuesta la inmediata colocación en la oreja derecha del aparato comunicador, como si una llamada urgente acabara de producirse (manteniendo una supuesta conversación).
Lo curioso es que, con las prisas, el móvil fue colocado en la posición inversa y, además, con tan mala fortuna que, entonces sí, sonó de verdad el artilugio comunicador... El paso se aceleró, con los nervios disparados, sin dejar opción alguna a la zalema solicitada.
La anécdota –no quiero calificarla de otra forma– viene a cuento de la falta de fidelidad hacia nuestros semejantes –y hacia nuestras convicciones–, utilizando cualquier arte, procedimiento o destreza (siempre excusas de mal pagador) como salvavidas de todo lo antiguo (realizado) que podría señalarnos como afectos a un color u otro.
Lo vengo manteniendo reflexión a reflexión: la historia personal es una y, por tanto, no hay que denostarla. Tan sólo hay que aprender de los errores cometidos para no volver a ellos. ¡Nada más!
Así, lo dicho, una vez más, me permito invitaros –y me invito– a releer a Arnold J. Toynbee, especialmente su “Estudio de la Historia”, donde “describe y aplica su concepto de desarrollo de las civilizaciones” (“… se llega a creer que el universo, el alma misma, está a merced de un poder tan irracional como invencible”).
Deja una respuesta