IX. G. MAHLER DESDE LA HERMENÉUTICA ESCATOLÓGICA: CRISTIANISMO VS PANTEÍSMO.
Durante toda su vida, Gustav Mahler se preocupó —como inquieto indagador de cuestiones metafísicas— de descifrar los secretos trascendentales de la vida y de la muerte y de investigar sobre lo que ocurrirá más allá de nuestra enigmática, unas veces, oscura –como solía adjetivar-, otras, y siempre apasionante existencia terrenal. Su afición a la teosofía, al hermetismo, a los misterios y temas escatológicos en general, así nos lo prueba y confirma. Tras su profunda y atormentada crisis provocada por el triple trauma personal y familiar sufrido en apenas un par de años —y al que ya nos hemos referido—- sus dudas e inquietudes intelectuales lo llevaron, en la tercera etapa de su existencia, a interesarse con mayor empeño por ideas, creencias y doctrinas próximas al pensamiento, la espiritualidad y las sabidurías orientales — hinduistas, budistas, taoístas — tan alejadas de sus anteriores creencias religiosas.
¿Significa todo ello que Gustav Mahler llegó a revisar esas arraigadas convicciones fideístas e incluso, si no a negarlas o cuestionarlas, sí al menos a matizarlas durante esos aciagos años? ¿Asistimos, en consecuencia, a una inflexión tan radical en su concepción del mundo, que pudiera pensarse en un abandono radical de sus profesadas creencias cristianas hasta ese momento, y de sus, teóricamente, elaboradas concepciones sobre el más allá y el destino del hombre tras la muerte?, podríamos preguntarnos.
Buscador apasionado de la verdad, capaz de expresar sus sentimientos religiosos con la sinceridad, belleza y profundidad con las que llegara a manifestarlas en sus composiciones musicales y declaraciones públicas y privadas, durante su larga etapa de converso y creyente católico ¿pudo, con la angustia de un cristiano agónico, como Unamuno, o expuesto permanentemente al “riesgo y a la incertidumbre” que supone toda creencia profunda, según sostenía el también pensador germano y cristiano Peter Wust, atreverse a poner en cuestión su propia fe, sus creencias más arraigadas hasta llegar definitivamente a abandonarlas al final de su vida? ¿O sólo se trató de una simple incursión en su habitual afición al mundo esotérico, teosófico y sapiencial, tan de moda en su tiempo, más propia de un espíritu intelectual de insaciable curiosidad, de un artista o esteta proclive al éxtasis místico ante la contemplación de la Naturaleza, o, en fin, de un corazón inquieto al modo agustiniano, que de un intelectual agnóstico desengañado, frío y cerebral? (1).
No podemos saber hasta qué punto el estudio y conocimiento del pensamiento oriental, que con tanta penetración y belleza se expresa y refleja en La canción de la Tierra, pudo alejarlo de su más anhelada esperanza en la Resurrección cristiana (2). Para González Casanova la respuesta es inequívoca y contundente “el epílogo de La canción de la Tierra ha sido considerado como la prueba decisiva e irrefutable del panteísmo mahleriano” (3). Sin tratar de cuestionar rotunda o frontalmente esa opinión, sí podemos asegurar que Mahler era un hombre profundamente espiritualista, anti-materialista y místico como nos muestra convincentemente José Miguel Odero en su esclarecedor ensayo “La Fe de Mahler”, una de las aproximaciones más logradas al tema de religiosidad cristiana del gran músico judío-bohemio (4). Se nos recuerda, en esa aproximación a sus vivencias religiosas cristianas, que en 1894, en su sublime Segunda Sinfonía (Resurrección), Gustav Mahler desarrolló una auténtica profesión de fe en la Resurrección; que se mostró siempre “creyente en Cristo” (cristglaübig) y que fue capaz de hablar cálidamente de Jesús con cualquiera que dialogara con él, desde su esposa, Alma, un simple admirador de su música hasta un artista o escritor de fama presumiblemente ateo o escéptico (como, por ejemplo, el dramaturgo alemán premio Nobel de literatura, tan prestigioso en su tiempo, como Gerhart Hauptman), además de defender públicamente sus creencias y de vivir “a su modo” peculiar, la piedad y la compasión cristianas.
Asimismo, en junio de 1910, un año antes de su muerte, y una vez terminada su canción de celebración de la Tierra, escribirá en una de sus últimas cartas a su esposa Alma —quien aseguraba que “su esposo se hallaba siempre en comunicación telefónica con Dios”— toda una apologética de Cristo, destacando la continuidad de su magisterio con la mejor filosofía platónica y el influjo decisivo del cristianismo en hacer ver que el Amor es el principio que está debajo del ser de las cosas. Para terminar, añadiendo “que la fe cristiana es el misterio de cómo sólo los niños son recipientes adecuados para la más maravillosa sabiduría de la vida”. Si esto no fuera suficiente, repasemos de nuevo los textos poéticos de su sinfonía Resurrección, para llegar a una conclusión bien fundada y no precipitada al respecto.
Las distintas concepciones escatológicas que Mahler tuvo que afrontar a la hora de dar respuesta al tema de la supervivencia del yo, del cuerpo y alma del ser humano, tras la muerte, fueron, en consecuencia, diversas y heterogéneas. Muy sucintamente —–y prescindiendo del “aniquilacionismo cientificista”, para el cual el ser humano retorna o se reintegra sin más a la materia físico-química de la que procede— podríamos señalar estas tres: a) la concepción profana clásica característica del mundo precristiano, greco-helenístico y romano, de aquellos que consideran que la única inmortalidad posible o accesible para el ser humano se centra o refiere específicamente a la “obra realizada” o a la “vida lograda” por el individuo a lo largo de su existencia temporal y, asimismo, a la pervivencia biológico-familiar de la herencia (génica) transmitida por los seres humanos a sus descendientes; b) La concepción cristiana paulina (con sus antecedentes rabínico veterotestamentarios) de las resurrección personal tal y como Gustav Mahler la desarrolla en la Segunda sinfonía, pilar o piedra angular fundamental de su conversión; y c) la concepción panteísta oriental, que podría incluir desde la doctrina de la reencarnación hinduista o la de la nadificación del yo personal en el budismo hasta la posición místico-taoísta, con el retorno del individuo al principio supremo del que surgió o retornando al Absoluto divino del que procede (el Tao originario) (5).
Analicemos sucintamente la primera. Cuando Martha C. Nussbaum al final de la hermenéutica del texto de su Segunda sinfonía (Resurrección), se pregunta si en esta obra, ¿hay una salvación cristiana en el otro mundo o no la hay?, destaca en su respuesta, la ausenciade un “Dios juez”, de un “Juicio divino” o de un “Juicio Final”. Esto es, sorprende en dicho texto la carencia u omisión de elementos imprescindibles en la economía (plan u ordenamiento salvífico) de la resurrección cristiana, “algo inesperado y heterodoxo”, según el dogma católico, en opinión de la pensadora estadounidense. Además, señala Martha Nussbaum cómo Mahler omite intencionalmente fragmentos de una estrofa del texto del poeta católico Klopstock que se refieren a Jesús, al cielo y a la paz celestial, procedentes de la tradición cristiana, sustituyéndolos por otros de su propia visión romántica –que difieren de ella. Pone de manifiesto, finalmente, que lo que Mahler considera debe sobrevivir y eternizarse como fin de su existencia, no es tanto el logro de la inmortalidad de su yo individual, sino todo aquello perteneciente al ámbito del ser y del amor y tales fines lo son en esta vida y de esta vida (6).
Theodor Reik no se aleja de esta interpretación de Martha C. Nussbaum, al señalar, comentando ese mismo texto poético, que “el mensaje teológico, la escatología, han desaparecido” en el mismo. “En su lugar aparece la esperanza de que la obra vivirá eternamente. Ya no se dirige a la parte mortal de nosotros mismos para que resucite (el polvo), sino que se dirige ‘a mi corazón’. En estos versos, que el propio Mahler compuso, se reemplaza, pues, el mensaje de la resurrección bíblica por el de la resurrección de la obra del compositor”. La inmortalidad que hemos de esperar no es, por consiguiente, la de nuestra persona física sino la de nuestras obras. En nota a pie de página señala: “Esta interpretación es evidente no sólo por los versos de Mahler sino también si se considera el hecho de que omitió las estrofas del himno de Klopstock (“Cuando haya ya dormido bastante en la tumba / ¡Me despertarás!”) que no podían ser comprendidas sino en el sentido de resurrección física, y las sustituyó con su poema en el que aparece una concepción diferente, en la que se expresa “el convencimiento final de que su obra [será] la que vivirá” (7).
Tal vez a esto se refería Mahler cuando declaró: “Mis obras actuarán por sí mismas, ahora o más tarde ¿Es necesario estar presente cuando uno se hace inmortal?” La muerte no existe para él como final de la vida. “No es eso lo doloroso de la muerte, sino que ésta es una violencia que se le hace a la vida cuando llega a “destiempo”, cuando no cumple su verdadero sentido de plenitud, de cumplimiento, de perfección”. Por eso mismo, Stefan Zweig, trazará un retrato de esta ansiedad de Mahler que hace del “deseo de perfección” el paradigma de todas sus obsesiones de marcha, de ascensión y de continuidad en su trabajo creativo (8).
Tras los acontecimientos ocurridos poco tiempo después de su dimisión de la dirección del teatro de Viena y de su marcha a Nueva York, ya en su última etapa (1907-19011) (9), que infligen al músico un profundo trauma físico corporal y emocional, sumiéndolo en una situación anímica devastadora, debilitadora de su salud y, tal vez, de sus convicciones intelectuales anteriores, hasta el punto de parecer “hacer zozobrar incluso sus sentimientos espirituales” más acendradas y puras, las preguntas existenciales y las dudas de fe reaparecen, llevándolo a refugiarse en la lectura y meditación de textos espirituales y místicos orientales, y a imbuirse de las doctrinas sapienciales hinduistas, budistas, y taoístas alejadas de sus anteriores creencias y posiciones teórico-filosóficas centradas en la creencia en la resurrección personal y en la supervivencia de la propia individualidad más allá de la muerte.
Parece evidente que la explicación panteísta tuvo que ser contemplada y tenida en cuenta en estos momentos de devastación anímica. Pero esa posición panteísta no puede identificarse con la monotonía mimética y siempre repetitiva, sin originalidad ninguna, del eterno retorno de lo mismo, en el sentido nietzscheano que pide eternidad por “siempre”, sobre todo en el caso de los momentos del goce o placer, doctrina implicaría en realidad una actitud nihilista de resignación pasiva y aceptación conformista de la infinita y monótona repetición de lo mismo, siendo para Mahler la vida — por el contrario — algo dinámico, apertura, emergencia de nuevas posibilidades y realidades antes insospechadas, renovadas, originales y sorprendentes.
El intento a este respecto de Eugenio Trías (10) —quien con más empeño y fervor ha sabido desentrañar la complejidad de la posición religiosa del gran músico bohemio en lo que se refiere, sobre todo, a la creencia en la resurrección— no nos parece en este punto del todo convincente. Para el filósofo catalán (11) el anhelo o impulso religioso-cultural que le orientó hacia su conversión se encuentra “entreverado en Mahler de armonías judeocristianas, gnósticas y nietzscheanas” (12). En su opinión, Mahler tuvo el mérito de hallar un fascinante modo de conjugar la fe cristiana en la Resurrección y la idea nietzscheana y pagana del Eterno Retorno:
“Aquella debía postularse como el horizonte de esta (un poco al modo de Orígenes). Este gran teólogo de la primera patrística concibió una indefinida sucesión de mundos —en forma de vía purgativa— antes de alcanzarse el horizonte escatológico final de la Gran Resurrección. Se trata de una interesante síntesis de platonismo pitagorizante (con su creencia en la transmigración de las almas) y de profetismo apocalíptico judeo-cristiano (mediante el postulado de la resurrección de la carne, con todo su cortejo y aparato escénico de trompetas apocalípticas y pájaros que anuncian los últimos tiempos” (13).
Desde nuestro punto de vista, no es concebible ni aceptable en Mahler, como destino ultramundano de su yo, esa doctrina de la “reencarnación”, de raíz hinduista, brahmánica, incluida en la creencia oriental del ciclo eterno, a la que alude Trías. Nos parece insuficientemente justificada, difícil de conciliar, por la heterogeneidad de sus “entreverados” componentes “eidéticos” y “doctrinales”. Mucho menos asumiría nuestro místico y metafísico compositor resignarse a la idea de mortalidad total, definitiva, en la que la vida se disuelve en la inmensidad impersonal, en la tristeza y en el olvido vacío de ser del nadismo o de la nihilidad budista.
El único panteísmo que Mahler habría estimado digno de consideración, desde una atenta reflexión y entendimiento de los versos con los que el inspirado músico culmina y finaliza Das Lied von der Erde, sería aquel que no abominara de la vida como hacen o propugnan la mayoría de las místicas orientales, para las cuales la vida es el mal y, en consecuencia, hay que librarse de la existencia vital, escapar de ella, evitando el ciclo de reencarnaciones, su condición de posibilidad. Para Mahler, por el contrario, la vida es el bien esencial. La canción de la Tierra es el texto paradigmático de este hipotético cambio en su modo de pensar. Si bien, a lo largo de toda esa Sinfonía-Lied, en casi todos sus movimientos se aprecian sentimientos negativos de desilusión, desesperanza, hastío. La vida aparece como un sueño, las ilusiones de la vida, la belleza que fascina, el vigor de la juventud, todo se desvanece. Todo ello nos hace pensar e interpretar la obra, en un principio, sin embargo, con tintes negativos, como teñida de una amarga resignación de un hombre que ha perdido la fe que antes le sostenía.
Nadie puede dudar, sin embargo, de sus sentimientos místicos de éxtasis y unión con la naturaleza ante la contemplación de paisajes entre lagos y montañas de Europa central (de los macizos montañosos de la Bohemia o de los Dolomitas, en los Alpes orientales italianos) siempre estuvieron presentes en su espíritu y en su creatividad más profunda. A lo largo de su obra, de toda ella, los intereses espirituales y existenciales del músico respecto a la naturaleza, a la busca de su armonía interior, en momentos ciertamente tormentosos o turbulentos de su espíritu y existencia, fueron patentes, ya desde sus inicios (14).Esos sentimientos místico-naturalistas y panteístas se evidencian sobre todo en el último de sus Lieder deLa Canción de la Tierra. En una famosa carta que el compositor Arnold Schönberg escribió al músico en 1904, después de asistir a una interpretación de su Tercera sinfonía, que así nos lo constata:
“Mi querido director, no debo hablar como músico a músico si quiero dar una idea de la increíble impresión que su sinfonía me causó. Sólo puedo hablar como un ser humano a otro, porque vi su alma misma. Sentí su sinfonía. Participé en la lucha por la ilusión. Sufrí los dolores de la desilusión […]. Vi a las fuerzas del mal y del bien luchando entre sí. Ví a un hombre atormentado luchando por la armonía interior”.
Y nada como el Tao te King (el Libro del camino que lleva a la virtud) podía concederle esa armonía anhelada, con más certeza. Efectivamente el taoísmo — como sabiduría china ancestral — parece impregnar toda su Das Lied van der Erde, desde su principio a su término, y, sobre todo, en su último movimiento. Uno de sus mejores biógrafos, Henry-Louis de La Grange, alude precisamente en numerosas ocasiones a las creencias religiosas de Mahler y a su interés por la religiosidad y la sabiduría orientales y chinas, enfatizando cómo en la composición Das Lied van der Erde aparecen numerosas referencias a ellas, mostrándonos su afinidad con las doctrinas panteístas orientales, de raíz taoísta. En su opinión, el último movimiento de esa “Canción de la Tierra”, escrito como el postrer adiós a su adorada Putzi, está impregnado de los temas de la muerte –del “adiós” y de la “despedida”— pero también de la vida y de la renovación de la naturaleza cada año en primavera, pero en la que el ser humano queda diluido, difuminado, anulado también “eternamente” en su vuelta o retorno a lo divino del que procede. Los seres humanos asumen, pues, esa verdad incuestionable de que, tras la muerte, el espíritu humano queda disuelto en un proceso de olvido y de disolución en un todo o absoluto indiferente, en el que sólo la naturaleza impersonal eternamente retorna y permanece para siempre —para siempre, para siempre, eternamente, eternamente— ajena al espíritu humano. Sus últimas palabras son de despedida, sí, y también de melancólico, resignado y sereno desconsuelo (15).
Por su parte, Stuart Feder, Gustav Mahler: Una vida en crisis, describirá de esta bella aunque desconsoladora manera la disolución del yo personal en el principio divino taoísta del que todo se origina o procede y al que todo retorna:
“En este movimiento final, se disuelven las fronteras entre lo vivo y lo muerto, lo humano y lo no humano, lo orgánico y lo inorgánico. Del mismo modo, la música, la poesía y la filosofía se fusionan en una confluencia de significados que nadie podría elaborar adecuadamente por separado. […] Parece que, en efecto, en este movimiento final (lo vivo y lo muerto…, el oyente y la música) todo y todos se vuelven uno con Tao. Es la nostalgia del retorno, la vuelta al origen, a la unidad original: el Tao” (16).
González Casanova, coincide en los esencial con lo expresado por La Grange. En su opinión, si nos fijamos en esos versos del final de la misma nos damos cuenta que nos encontramos con un canto a la eternidad y a lo divino. Mahler deja para el final definitivo su mensaje pleno de nostálgica tristeza. En primavera, la vida vuelve a renacer. La muerte es seguida de un nuevo renacer, de una nueva vida. Y esto continuará eternamente, siempre, siempre. En efecto, en su opinión, para Mahler la primavera, concebida como cíclica y permanente renovación natural —en una especie panteísmo naturalista —, puede satisfacer tan sólo a quien vea en ella el símbolo, no deleterno retorno sino del retorno de lo eterno al ser humano o, mejor dicho, del retorno del ser a lo eterno. La Vida es la sagrada acción de lo divino en el Cosmos mediante la constante renovación de la naturaleza, simbolizada por la primavera, realidad primordial que produce terror, perplejidad y amor como la oscura y deslumbrante divinidad, de la que “el reino de este mundo” es cifra y reflejo” (17).
Un panteísmo oriental, místico-naturalista, según estas interpretaciones, que no puede conciliarse, ni tiene que nada que ver con la adhesión ferviente y piadosa de nuestro gran músico Gustav Mahler a la mística cristiano-renana o germana especulativa, marcada por la tradición neoplatónica — de un Böhme, Silesius, Eckhart o Suso —, de sus anteriores vivencias cristianas o judeocristianas, que teorizan la fusión entre el hombre y Dios a través del alma, cuya zona más profunda coincide con el mismo principio divino. No, no podemos de ninguna manera pensar aquí, tampoco, en la amorosa y mutua donación personal mística del alma del misticismo católico carmelitano con Dios (en una relación dialógica y unitiva yo-Tú, en expresión de Martin Buber). En la mística cristiana carmelita se produce, en efecto, un encuentro amoroso personal entre Dios y la criatura, una unión amorosa sanjuanista de amada y amado —“amada en el amado transformada”— que de ningún modo comporta la disolución del yo personal, del ego, en un vacío transpersonal e impersonal, característico de las misticas anonadantes orientales del vacío y de la cesación de todo.
Para concluir. Nadie puede asegurar la disposición anímica y espiritual de un ser humano en momentos, tan graves e inaccesibles para un observador, como los de su muerte “propia” (en expresión de Rilke). Saber en qué circunstancias íntimas enfrentó y abrazó su propia muerte nuestro genial músico, no está a nuestro alcance. De los últimos momentos del gran músico contamos con algunas informaciones, entre ellas: que había garabateado en la partitura de su inacabada Décima Sinfonía, esta oración, que ya Cristo mismo había expresado poco antes de morir: “¡Oh Dios!, ¡Oh Dios ¿por qué me has abandonado?” (18). Y también conocemos –-y ello es algo tan significativo como la anterior— las palabras que pronunció antes de fallecer: por dos veces repitió el nombre (en diminutivo) del autor del Réquiem, uno de las composiciones religiosas que más le conmovieron en vida, “Mozartl, Mozartl”. Referencias, ambas, con indiscutibles y significativas connotaciones religiosas, musicales y estéticas cristianas.
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Miguel de Unamuno, El sentimiento trágico de la vida, op. cit. lleva a cabo un análisis de la contradicción constitutiva de la interioridad humana. Según algún crítico, de haber vivido algunos años más habría comprobado en el pensamiento del escritor y filósofo bilbaíno un hermano espiritual. En ambos, se manifiesta el conflicto o la dialéctica entre el corazón y la razón, entre el sentimiento de finitud y mortalidad y el anhelo o hambre de inmortalidad demandados por el corazón y la inteligencia respectivamente; la aceptación o asunción de la cruda realidad de la muerte impuesta desde nuestra racionalidad así como el deseo y la esperanza en la resurrección de los muertos y la confianza en la posibilidad final de realizarse de esa creencia escatológica en la apocatástasis (recopilación final de todas las cosas en Cristo), una idea cristiana que se remonta a Orígenes y se basa en la teología paulina, también tratada por Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo, El Cristo de Velázquez y otras obras.
2) Sus creencias sobre la Resurrección y sobre la vida en el cielo prometido por Jesús, desarrolladas en su Segunda sinfonía (Resurrección) y completadas en la Cuarta y en la Octava Sinfonías centradas en torno a la creencia en la resurrección personal, en la supervivencia de la propia individualidad más allá de la muerte corporal, en un sentido muy semejante al que Unamuno propugnará en El sentimiento trágico de la vida Unamuno, publicado un año después de la muerte del músico.
3) José A. González Casanova, Mahler. La canción del retorno, op. cit., p. 293.
4) “La Fe de Mahler”, op. cit.
5) Según Martha C. Nussbaum, tal vez Mahler, como F. Rücker, se vio también en la necesidad de combinar “sus pensamientos del cielo cristiano con ideas de absorción de lo individual en un movimiento general del universo, una concepción que representa, tanto en el budismo como en el hinduismo, una idea propicia a la evasión del sufrimiento”. Cabe preguntarse, no obstante, si la deriva ideológica hacia el taoísmo panteísta, que tantos expertos, desde La Grange, Martha Nussbaum o González Casanova, han constatado en la evolución espiritual y religiosa de Mahler, podría deberse a un simple, circunstancial y epidérmico mecanismo psicológico de evasión del dolor y de búsqueda de consuelo entregándose a doctrinas anestesiantes y balsámicas de Oriente —recordemos que también leyó por esas fechas, además de sabidurías teosóficas y herméticas, la obra de Von Hartmann, tan cercano a la doctrina pesimista y filo-hinduista de Schopenhauer, el “Buda de Europa”, en expresión de Max Weber— o era el final de un serio y coherente proceso de búsqueda intelectual que desembocaba ineluctablemente en las orillas de un nihilismo panteísta naturalista e impersonal (Paisajes del pensamiento, op. cit. p. 329). Vid. Sobre esta temática: Salvador Pániker, Aproximación al origen, Kairós, Barcelona, 198; y Raimundo Panikkar, El silencio del Dios, Guadiana de Publicaciones, Madrid, 1970.
6) Martha C. Nussbaum, op. cit., p. 691.
7) T. Reik, Variaciones psicoanalíticas…, op. cit., p. 76-77.
8) José A. González Casanova, Mahler. La canción del retorno, p. 111.
9) Ya hemos aludido a ello en el texto. A saber: fallecimiento de su hija mayor con cuatro años y medio; su dimisión como director del teatro de la Ópera de Viena, por asechanzas antisemitas; y el conocimiento del diagnóstico de su enfermedad cardíaca y su decepción por la separación de Alma, su esposa.
11) Ha dedicado al tema de la relación entre música y filosofía varias obras: El canto de las sirenas: argumentos musicales, Barcelona, Galaxia de Gutenberg, 2007; La imaginación sonora: argumentos musicales, Barcelona; Galaxia de Gutenberg, 2010. Y a la obra de Mahler varios ensayos o artículos: “Gustav Mahler: el espíritu creador” (en El Canto de las sirenas) y “Gustav Mahler, “El acorde atmosférico”, publicado en ABC (30 / 5 / 2010), y “Resurrección” publicado en El Mundo ( 24/05/2007).
12) En su experiencia musical, confiesa el filósofo catalán, tuvo un papel fundamental evidentemente la Segunda Sinfonía (“Resurrección”) de Mahler, tal como lo evidencia en numerosos escritos y especialmente en un artículo publicado en el periódico español El Mundo en 2007. A ese respecto, el autor de “El canto de las sirenas”confiesa lo siguiente: “El mejoraval de mis propias ideas y creencias lo he encontrado, con sorprendente frecuencia, en un músico con quien siempre consigo sintonizar del mejor modo la emoción musical y la intelección filosófica y teológica: Gustav Mahler” El Mundo (24 / 05 / 2007).
13) Eugenio Trías, “Sinfonía Resurrección”, El Mundo (24/ 05/ 2007).
14) Así, en el último movimiento de la Tercera sinfonía (“Lo que el universo me dice”), por ejemplo, ese sentimiento de éxtasis místico es evidente. Se diría que es como una oración silente en la que su corazón o su alma estuviese a punto de disolverse vaciándose/derramándose en un Principio o Absoluto del que todo procede y se origina. Recordemos asimismo que la identificación de su música con la naturaleza fue para Mahler una seña de identidad irrenunciable: “Mi música está siempre y por doquier, es solamente sonido de la Naturaleza”. De su Octava sinfonía llegará a afirmar: “Imaginemos el universo que comienza a cantar y a resonar. Ya no se trata de las voces humanas, sino de los planetas que cantan y rotan”.
15) “La tierra amada florece por todas partes en primavera y reverdece / de nuevo! ¿Por todas partes y eternamente brillan luces azules en el horizonte! / Eternamente…eternamente…. eternamente…”.Y así hasta nueve veces: “ewig”: “eternamente” …
16) Stuart Feder, Gustav Mahler: Una vida en crisis, Yale University Press, 2004, p. 149. 17)José A. González Casanova, Mahler. La canción del retorno, op. cit. p. 45. En su opinión, Mahler habría heredado del romanticismo alemán “la identificación cósmica y mística de la vida humana individual con la naturaleza física del universo, la cual, a su vez, tiende a identificarse con la divinidad o, en todo caso, constituye el lazo sensible entre esta última y el ser humano”.
18) Citado en Theodor Reik, Variaciones psicoanalíticas… op. cit. p. 164.
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