A las prendas o al corro, al “tú la llevas”… y muchos más…¡¡y no había televisión!!.. ¡¡y no teníamos consolas!!…¡¡ni falta que nos hacía!!, Ni las conocíamos, ni existían.
Teníamos un gran campo de acción, ¡todo el pueblo era nuestro!, y un gran parque con sus laberintos: la calles y plazas, que eran tomadas por la chiquillería. Como gran parque temático, donde cada día ejercitábamos nuestros músculos y nuestra mente, que poníamos al servicio de la imaginación y que desarrollábamos con la ilusión desbordada de aquellos juegos. Cuando alguna madre, tras apartar la cortina, asomaba a su puerta y gritaba el nombre de su hijo, éste temblaba de enfado; ya le mandaba su madre, seguro, a la tienda o a la vecina para cualquier encargo. El juego quedaba paralizado esperando al amigo que, algún bando del juego habría dejado mermado. Pero se reanudaba éste con más brío, cuando se reincorporaba el amigo.
Transcurrían los días santos de la semana grande, con el trabajo de sus gentes y la diversión de los niños pero, siempre, en mente el recogimiento social y cristiano de aquellos días. Hasta, creo que, se hablaba más bajo, más pausado. Era tal lo asimilado que se tienen los días de esa Semana, en los genes de las gentes impresos: la devoción y el fervor, la fe y el respeto, eran escala de principios de los benalugueños.
Muestra de lo dicho es que, a partir de la tarde de Jueves santo y terminados los Oficios, con la Sagrada Forma expuesta; se imponía cuasi un silencio severo en todas las personas y, para abundar en éste, la Iglesia no hacía sonar las campanas y, sólo por el toque de una carraca volteada por los jóvenes que recorrían el pueblo, se avisaba a los vecinos de la proximidad de los actos.
Era curioso observar como un grupo de niños, de diez a doce años, recorrían calles y plazas haciendo sonar el raro artilugio que, con una recámara de madera formada, aumentaba el bronco sonido de una rueda dentada, también de madera que, sobre la caja, giraba.
A la vez los carrangueros a coro anunciaban el horario del acto para el que tocaban…
”Looos Santos Oficios son a las ciiinco de la taarde”, gritaban y, alguno más travieso, a modo de broma decía:
“Laas doooce y quien no tengaaa pan que retoooce”.

Cosas de niños, cosas de pueblos, cosas sencillas y normales de una sociedad compuesta por gente noble, como todos sus actos. La tarde del Jueves y mañana del Viernes Santo, por exaltación de la Sagrada Hostia y, a partir de los Oficios de la tarde del viernes, por respeto y luto; ahora ya sí; por la Crucifixión y Muerte de Cristo, se imponía un férreo silencio. Era tal que todos los pastores y yegüeros de la zona, cogiendo yerba y pasto de las sierras, rellenaban y atacaban, cencerros, campanillas o artilugio cualquiera que sonara, para evitar, que, con sus badajos o lengüetas atorados, formaran ruido alguno. Así permanecían hasta el domingo de madrugada. Se desconectaban radios, relojes de cuco o campanadas y si en algún pueblo había cine o cualquier otro acto, se suspendía. En todo caso una película de la Pasión de Cristo o acto Bíblico, si se podía representar.
Una catequista había citado a doce muchachos que, voluntarios y elegidos, tenían que ir esta tarde a la sacristía de la parroquia al ensayo de uno de los actos evangélicos más importantes y esperados por los feligreses del pueblo: “El lavatorio de los pies” que, en la Última Cena de Jesús, éste lavaba a sus discípulos.
Haciendo Historia y cumpliendo lo que dice el refrán: aquel día amaneció tan radiante y despejado, tan Jueves Santo era él, que relucía más que el sol. Igual harían, el jueves del Corpus Christi y el día de la Ascensión. Tres días que, dice el refrán, lucen más que el sol. Los benaluenses se preparaban para los Oficios de la tarde. A las cinco se fijaban y había que comer pronto para vestir sus mejores ropas y asistir a tan gran ceremonia. La comida propia del día era de menú parecido al de la jornada anterior.
La campana ya llamaba a su sede a todo buen cristiano, con repique de volteo y posterior toque primero que, al cuarto de hora, seguía el segundo y pasados otros quince minutos el tercero y último. Con este toque, ya el templo se hallaba lleno.
No se si la falta de otro acto o distracción, hacia que la gente, toda, asistiera a misa… o, tal vez, era su fé cristiana la que les movía; de todo habría. Pero lo cierto es que las naves de nuestra iglesia se llenaban y, más en ceremonias anuales que, se esperaban con cierta expectación, por lo que tenían de historia, de costumbres y de tradiciones propias de la sociedad benaluense. Tradición formada y creada, vivida y sentida por todos nuestros antepasados. Es como si el espíritu, el recuerdo de toda persona antes existente y que ahora formaba parte de aquellos actos, volviera a engrosar nuestras familias.
Terminada la solemne Misa cantada en donde, como todo Jueves Santo y en conmemoración de la Última Cena, se lavaban los pies a los que representaban a los apóstoles y se revivía la institución de la Eucaristía.
Formado un grupo de dos ciriales, seguidos de los monaguillos y el celebrante que en sus manos y, bajo palio, portaba la custodia con la Sagrada Forma, era trasladada al Monumento donde se pasaba por turnos a adorarla.

Introducido el Santísimo en el Sagrario del Monumento, ricamente formado y con muchas flores adornado, se cantaba el “Himno, Pange lingua”. Y se daba por terminado todo, después de que el sacerdote pasara por todos y cada uno de los altares y hornacinas del templo y retiraba de los mismos todas las flores y adornos que en ellos hubiera. Era creído por las gentes que, ese acto, era debido a que la Iglesia se ponía de luto por la muerte de Jesucristo. Y no era, ni es así, se retiraba los adornos y flores de los altares, así como se tapaban con un paño morado todos los crucifijos y estatuas de santos para que toda la atención de los cristianos se dirigiera solo y exclusivamente a Jesús Sacramentado, ahora en el Monumento, en donde algunos pensaba que representaba al sepulcro de Cristo.
Cristo fue prendido el Jueves Santo, después de la Última Cena, en el Huerto de los Olivos a donde se retiró con sus apóstoles a orar. Toda la noche de Jueves a Viernes Santo sufrió Pasión, por la soldadesca romana y, trasladado al Calvario, tras su injusta sentencia, expiró sobre la hora tercia, tres de la tarde del Viernes Santo.
Es por ello que, el Monumento donde se acababa de exponer a Cristo, ni representaba su sepulcro ni la desnudez de los altares y cubrimiento de crucifijos e imágenes representa el luto por la muerte de Cristo. Aún no había muerto. hasta las tres de la tarde del día siguiente. Todo el ceremonial del Jueves Santo, era debido a “La Exaltación de Cristo en la Sagrada Forma” después de su institución en la Santa Cena y, por este motivo, la Iglesia quiere fijar la atención de los cristianos en ello.
Días antes a esta celebración que nos ocupa, un grupo de colaboradores del templo se dedicaban a recoger en listas, a toda aquella persona que quisiera pasar en turno a adorar la exposición de Jesús en el altar instalado y al que llamamos Monumento.
Era extraordinario la gran cantidad de hombres, mujeres y jóvenes que en tales listas se apuntaban. Ello originaba una ardua labor de los encargados para elaborar los turnos de vela.
Solían ser cuatro parejas: Una de hombres, una de mujeres y otras dos de jóvenes, ellas y ellos. Todos, en sus respectivos reclinatorios, delante del altar puestos en situación privilegiada y donde, cada orador, permanecía por espacio de media hora hasta ser relevados.
El tiempo era repartido equitativamente, ocupando más de veinticuatro horas, desde la tarde del jueves a la del viernes.
Toda la noche quedaba en vela gran cantidad de grupos de todas las edades, que pasaban la velada, ora charlando en cualquier lugar, según el tiempo meteorológico permitía, ora pasando un rato ante el Sagrario.
El bronco sonido de la carraca, se oía acercándose calle arriba, por el grupo de jóvenes escoltando tan extraño sonido y disputándose ser responsable de hacerla voltear, alguna vez hasta serias disputas había y, más de una vez, se escapó algún que otro sopapo. Cosa leve era que no pudiera ser subsanada hábilmente, por el cura párroco, al que se le daba el parte de lo acontecido.

Tarde de doble acto, primero el litúrgico, que duraría hasta bien entrada la tarde y que llegaba hasta las primeras penumbras nocturnas, alumbradas por la luna llena. La misma que, testigo fuera, a la hora tercia en el Calvario, cuando Jesús Crucificado, daba su último respiro, tras haber perdonado al ladrón de su derecha y haber hecho a María, Madre de Juan y Madre Nuestra.
Aquella misma luna que, expirando cristo, se tornó -junto con el sol- oscura, a la vez que se rasgaba el velo del Sancta Santorum del templo judío.
Ese mismo astro, iluminaría la vía por donde el crucificado de nuestro pueblo, aquella noche como tantas otras antes, nos bendeciría en solemne procesión portado, seguido de su madre la Virgen de los Dolores; imagen ésta que, en nuestra iglesia, nos acompaña desde muchos años ya. Es una bella imagen, de precioso rostro, que inunda de paz y amor a quien frente a Ella, deja una plegaria o un ruego.
Esta imagen de María, al igual que otras muchas, sufrieron graves destrozos, en la contienda fratricida del treinta y seis; habiendo quedado rota, toda su estructura, al lanzarla desde un alto que en la puerta de la iglesia había y por tal acto, sólo quedó intacta su cabeza, que alguien rescató.
El rescate de los santos trozos y la divina cabeza de Nuestra Señora tiene su historia que me fue transmitida y, con mucho respeto, narrada por un paisano benaluense que, si bien no fue testigo de los hechos, casi; ya que cierta relación tenía su familia con la de aquel devoto y valiente rescatador.





