Isidro García Cigüenza: «Aprendemos caminando… del ronzal de mi burrita Molinera»

¡Qué maravilla! Con sólo mostrárselo una vez, mi burrita Molinera (“Mo” para los amigos) ha sabido volver solita a casa, después de haber estado toda la mañana caminando con los niños de cuarto de Primaria de Gaucín por la ladera de la Sierra del Hacho ( “Hacho”, en árabe, significa “montaña desde la que se divisa el mar”).

Y lo hacíamos ambos por un sendero estrecho que, sorteando cañadas y precipicios, cae en picado desde el nido de águilas donde se halla asentado este pueblo serrano hasta los mismísimos márgenes del río Guadiaro, donde tenemos nuestro “pesebre”. ¡Y no era nada fácil!

Digo que no era fácil porque las vacas, las cabras, los caballos, los jabalíes, los venaos (y aún más ahora con la berrea…), sueltos como están por esos campos de dios, conforman en su ir y venir tantas veredas que, si te equivocas en alguna, no llegas a ninguna parte. “Mo”, como digo, sin dudarlo dos veces ha ido sorteando cruces y desechando señuelos para, sin un solo error, dar con el camino certero. ¡Y eso que con las lluvias de primavera el campo está a reventar de cardos borriqueros, cardos uveros y esos riquísimos, aunque hirientes como demonios, cardos tagardineros!

Molinera en las laderas del Hacho

¿He dado yo también con el camino correcto para llamar tu atención, paciente lector? Si has leído hasta aquí y llegas hasta el final, seguro que agradecerás, como he hecho yo con mi burrita, que te haya conducido hasta ésta “tu morada” de los sueños pedagógicos.

Porque sueños son lo que vengo a proponerte. Sueños con retazos inverosímiles y, sin embargo, absolutamente posibles y reales. Te lo diré sin más rodeos: te voy a demostrar que es posible impartir todas las materias del currículum paseando. Paseando sí: por el campo, por la ciudad, por el patio del colegio… Sólo hacen falta dos requisitos: que el profesorado conozca los recursos didácticas del entorno y que la sociedad, en su conjunto, ponga sus centros de trabajo, viales, instituciones , etc. al servicio de la educación de los más jóvenes. ¿Es mucho pedir?

No, no te vayas por favor. Lo que te digo es totalmente serio y posible. ¡Tan verosímil y factible como que mi burra habla! (Cosa que dejé demostrada en el anterior artículo). Para empezar y si es la metodología lo que te preocupa te diré que esta palabra lleva implícito el fenómeno que potenciamos: el aprendizaje andariego. Así “meta”: viene a significar “más allá”; “odos”: “camino”; y “logía”: “estudio”.

No se trata de algo novedoso, salido del magín de un “anciano loco”, puesto que lo basamos en una experiencia que cuenta con miles de años. ¡Sí, de miles de años! Porque ya los griegos Sócrates, Platón, Aristóteles y Pitágoras, tenían por costumbre dar sus clases caminando. Y tanto fue el éxito de aquel procedimiento que alumnos suyos, tan sabios como aquellos, ( Estratón, Teofrasto, Aristóxeno…), llegaron a fundar con esa misma metodología toda una corriente académica: “La Escuela de los Peripatéticos” (los que aprenden dando vueltas) en la que impartían sus clases de Lógica , Metafísica, Naturaleza, Astronomía, Ética, etc., etc.

Se puede aprender… y mucho caminando

Esta forma de “Aprender caminando” se hubiese seguido practicando hasta hoy de no haber sido porque en la Edad Media los frailes se empeñaron en meter a sus alumnos y novicios en clases cerradas, con libracos por delante y amarrados a sus pupitres. ¡Y todo porque veían en la Naturaleza y en los exteriores de sus conventos y catedrales lugares poco edificantes y hasta pecaminosos! Algo parecido a lo que debió pensar la Arquitecta de la Delegación de Educación de Málaga cuando, no hace tantos años, diseñó el Instituto de Algatocín -un pueblo de la Serranía de Ronda- de espaldas al hermoso valle del Genal donde se halla enclavado. ¡Lo hizo colocando los ventanales de las clases mirando hacia los desmontes que habían provocado las máquinas al construirlo! Cuando en el acto de inauguración al que fui invitado, le pregunté directamente el motivo de semejante disparate, me respondió todo resuelta que: “Es para que los niños se concentren en los estudios y no se distraigan viendo paisajes…”

Los ilustrados Diderot, Voltaire y Rousseau volvieron a la carga, empeñados como estaban a hallar en la Naturaleza la raíz del conocimiento. Pero, de nuevo, los Estados y la Iglesia, asumiendo su papel de “valedores” de la Educación, volvieron a meter los estudiantes en las aulas, con la disculpa, ahora, de tenerlos controlados y asegurándose, de paso, contenidos amañados.

Llegado el siglo XIX, serían de nuevo unos aventureros, muchos de ellos científicos, escritores, pintores y músicos, los que se lanzaron al camino en busca aprendizajes, paisajes y sensaciones que les ayudaran a ilustrar y dar contenido a sus composiciones. Eran los Viajeros Románticos.

Posteriormente, otros intelectuales hubo que, cuando tuvieron la oportunidad, desarrollaron sus teorías y pensamientos dando paseos por el campo: Einstein, Darwin, Kierkegard, Nietzsche…

Más recientemente, la denominada “Escuela Moderna” vino también a favorecer movimientos de renovación pedagógica en los que se potenciaba la salida de las aulas para conocer el entorno y aproximarse al mundo real: Freinet, Montessorri, Powel, Waldorf, Giner de los Rios… Experiencias todas ellas, por demás, interesantísimas.

En la actualidad, y de nuevo para desgracia de niños y jóvenes, la enseñanza reglamentada se sigue impartiendo mayoritariamente dentro de las aulas, con libros de texto “oficiales”, y volviendo a ver “el exterior” como un auténtico peligro. De hecho, las salidas al campo o a la ciudad o son desaconsejadas por los propios Inspectores, o se reducen a meras excursiones ocasionales: fin de curso, visitas de un día a granjas-escuela, a un museo, y “si cae la breva” a un taller, una fábrica o un periódico. …

Es muy importante conocer los recursos didácticos del entorno

Imagino, paciente lector, que el que vengamos nosotros ahora, un “viejo profesor” y una “burrita parlanchina”, a proponeros a instituciones y profesorado una supuesta alternativa para liberar al sufrido estudiante de la condena a permanecer “amarrado al duro banco de una galera turquesa” -como diría Góngora-, no es de extrañar que te suene a idealismo y ensoñación.

Y, sin embargo, convencidos como estamos (por haberlo practicado fehaciente y reiteradamente nosotros mismos) de las bondades sanitarias, intelectuales y sensoriales del “Aprender caminando”, es por lo que retomamos aquella tradición y os invitamos a que os unáis a nosotros en esta Aventura itinerante.

Repito a fuer de pesado: “Sólo hacen falta dos requisitos: que el profesorado conozca los recursos didácticos del entorno y que la sociedad, en su conjunto, ponga sus medios al servicio de la educación”. Y vuelvo a preguntar “¿Es mucho pedir?”

¡Menos rollo y más chorizo al bollo!” “¡Obras son amores y no buenas razones!” me reprocharéis los más incrédulos de entre vosotros. Pero, ¿de verdad queréis saber cómo lo hacemos? ¿Cómo damos las Matemáticas, el Lenguaje, la Física, la Química o la Anatomía aplicando el principio aquel de “Aprender caminando”? ¿Qué metodología aplicamos? ¿De qué recursos nos valemos? ¿Cómo sorteamos los días de lluvia, viento y frío?

Tu incredulidad de hoy y mis correrías de ayer forjaron parte de la solución que “Mo” y un servidor te venimos a ofrecer. Solución que, aparte las ventajas físicas, neurológicas e intelectuales que trae consigo, viene a aportar un granito de arena con respecto a liberar a nuestros alumnos de la pandemia que venimos sufriendo en la actualidad al liberarles del aherrojamiento a que son sometidos dentro de las aulas.

¡Arrieritos somos, y en próximos artículos nos encontraremos!”

(Continuará)

*****

INFORMACIÓN RELACIONADA:

Capítulo anterior: «Pedagogía caminera. Mi mejor maestra: una burra andariega»

 

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.