Isidro García Cigüenza: « El estiércol en la Pedagogía Andariega. (Cuento)»

Arriero: Molinera… Quiero someter a tu equitativo criterio este cuentecillo que he escrito para explicar a los niños, con los que vamos a trabajar hoy, la segunda actividad en nuestro “Taller del Huerto”. Ya te comenté que se trata de motivarles para que sientan interés por el papel que juega cada elemento (suelo, estiércol, herramientas, semillas, plantas y el trabajo de hortelanas y hortelanos) en la producción de alimentos sanos y sustanciosos.
Burra: ¡Ah, pues muchas gracias! ¡Ya sabe usted, señor Isidro, que me encantan los cuentos! Y más aún aquellos en los que hablan los animales y salimos los burros bien parados…

Arriero: Juzga tú por ti misma:

“En mitad de una pradera pacían en amor y compaña una vaca retinta y un caballo árabe-andaluz. En un momento indeterminado, la vaca se abrió de patas y, levantando el rabo, expulsó por su ampuloso culo una espesa y continua escurridura. A poco que esta se estrelló contra el suelo comenzó a formarse en el suelo un hermoso tortel que fue ampliando su área de ocupación a medida que siguieron cayendo del trasero de la susodicha, más y más deposiciones.

-¡Amiga! –exclamó el caballo levantando la testuz y sin por ello dejar de masticar los últimos bocados de la hierba que acababa de atrapar con sus carnosos labios -. ¡Bonita plasta la que ha formado usted! ¡No creo que haya ningún animal en la naturaleza –salvo el elefante, claro- que consiga nada tan enorme y deslumbrante! ¡Desde luego, en tamaño, textura y solvencia epigráfica no hay quien la mejore!

– ¡Lo suyo me cuesta! No es fácil ejecutar semejante obra de arte si no se tiene un aparato digestivo tan resuelto como el mío y una precisión lo suficientemente ajustada para que el envuelto salga con la fuerza y trayectoria apropiadas… –respondió la vaca, ufana de su obra defecal -. Sin embargo –continuó esta- la gracia no está sólo en la propia conformación de la papilla, cosa que consigo gracias a las diversas transformaciones que sufre el bolo al pasar por las distintas partes de mi finisecular estómago: panza, redecilla, libro y cuajar…, sino en la magia transformadora que consigo incubar en mi interior….

-¿Se refiere usted a las metabólicas transformaciones que dicha mezcolanza realiza en su tránsito hacia el intestino grueso…? –añadió el caballo quien, con tal de no sufrir en su delicada piel los afilados cuernos del vacuno, era capaz de hacerle la pelota hasta límites insospechados…

-¡Usted sí que sabe, señor caballo! Porque ahí radica precisamente la cuestión: en el mecanismo de que disponemos los rumiantes para liberar los gases –uséase metano y dióxido de carbono- producidos por la fermentación de los microorganismos presentes en el rumen y donde precisamente se halla el secreto de mis heces. Eso, sin hablar –siguió la engreída vaca- de la destreza con que los de mi grey contraemos y dilatamos los diferentes compartimentos estancos por donde estas van pasando…

-¡ Demasiada prosodia y ruido para tan pocas nueces….señora vaca! ¡Agua…, y nada más que agua es lo que usted echa por el ano! –se dejó oír por parte de una voz que mostraba bien a las claras su desacuerdo con semejantes disquisiciones.

-¿Quién anda ahí? – preguntó ella husmeando de aquí para allá, en busca del entrometido-.¡Debí haberlo imaginado! ¡La cabra!¡Señora cabra… muuuuucho cuidadito con lo que decimos, mire que de una cornada le mando a usted al otro barrio…!

-¡Menos lobos, Caperucita, que si cuernos tiene usted, cuernos tengo yo! Y si usted fuerza, yo habilidad para subirme en ese árbol y mearla a usted desde arriba. ¡Ja, ja, ja…!

-¡Insolente! ¿Está usted oyendo, señor caballo lo atrevida que es la ignorancia? Y más aún en boca de un caprino… Un caprino que, a parte de soltar improperios por la boca, no suelta otra cosa que cagarrutas por el culo.

-Cagarrutas sí, pero… ¡qué cagarrutas, señora retinta! Intensas, apretadas y duras como balines, sí señora. ¡Y además… “enzimáticas”!

-¿Enzi… qué? –preguntó al pronto el caballo quien, por momentos, perdía el hilo de la conversación por culpa de aquellos palabros y explicaciones tan poco católicos.

-¡Enzimáticos, señor équido! Excrementos elaborados a base del laborioso trabajo de unos hongos que sólo yo poseo en mi estómago y que son capaces de descomponer cualquier tipo de material vegetal, por muy duro que este sea. ¡Y no como otras…, que sólo mastican hierba….!

-¡Ni caso! ¡No dice sino sandeces! –comentó entre susurros la vaca al caballo, buscando su aquiescencia y complot.

-¿Sandeces? –siguió machacando la cabra-. Pregunte usted a la comunidad científica lo que mis “cagarrutas”, como usted dice, aportan a la hora de conseguir una alternativa renovable que coadyuve a la producción de biogás a partir de mis propios biodigestores…

-¡Purruuuuuut! –se dejó oír en ese momento, justo debajo de un árbol próximo a nuestros contertulios…

-¿Quién se ha “peío”? –preguntó el caballo aprovechando la tesitura para tratar de salir de aquella conversación de razonamientos tan sesudos…

-He sido yo… ¿pasa algo? –dijo asomando su hocico por entre unos acebuches don pepito conejo…

-Pasa… que es usted un maleducado… -le reprendió el caballo quien, en este plano de las normas de convivencia, se sentía más seguro….

-¿Maleducado tirarse un pedo cuando semejante conversación gira precisamente alrededor de excrementos, plastas, heces, deyecciones, deposiciones, evacuaciones y demás lindezas apestosas?

-A ver, señor conejo…; si tiene usted algo que aportar, dígalo o calle para siempre –siguió el caballo, tratando de imponerse su nuevo rol de moderador.

– Lo resumiré en dos palabras –continuó todo resuelto el señor conejo-: ¡mi deyección es sin lugar a dudas mucho mejor que la de usted: orgánica, rica en humus, abundante en sustrato de paja y hierba, ligada con meada espesante, y certificada con los conservantes preceptivos de E-256, E-325 y E-460. En fin que queda demostrado que mis excrementos son el mejor aporte orgánico para la huerta…

No pasaron ni cinco minutos que, apenas sin solución de continuidad y formando barullo, comenzaron a llegar más y más animales: búhos, palomas, murciélagos, ratones de campo, zorros…, haciendo gala cada uno de ellos y todos al mismo tiempo de la excelencia de sus deposiciones.
-¡Orden! ¡Orden….! –se esforzaba por imponerse el caballo, a base de relinchos repetitivos y estridentes- ¡Si hablamos todos a la vez… aquí no va a haber quién se aclare! Levante la mano quien quiera hablar que yo iré dando la vez de uno en uno…

-¿Que levantemos “la mano” ha dicho, el susodicho? ¿Y por qué no mejor “un ala”, señor caballo? ¡Qué fino se nos ha vuelto el “équido”! ¡A ver si utilizamos un lenguaje más inclusivo y menos segregacionista! – le espetó una urraca contestataria y revienta mítines.

-¡Ja, ja, ja! –rieron todos al tiempo que no paraban de batir, pezuñear, alear y casquear palmas…

Fue entonces cuando el señor caballo, entendiendo que aquello se le iba de las manos y dando por concluida la tertulia, pasó a la acción, comenzando a lanzar coces al aire cual fuerza antidisturbios que, actuando bajo el mando de una autoridad incompetente, no sabía otra forma de resolver polémicas dialectales que arreando (con perdón) hostias a diestro y siniestro.

Ante semejante acto de fuerza y al grito unánime de “¡Sálvese quien pueda!”, aquella asamblea se disolvió de inmediato, yéndose cada cual a su guarida…

Y fue también precisamente entonces cuando, elevando en alto, graciosamente eso sí, su preceptiva cola y creyéndose absolutamente solo, soltó nuestro buen caballo por su trasero una larga retahíla de boñigas, a cual más redondita, marroncita, humeante y olorosa, con la que pretendía desdecir lo manifestado por cada cual en aquella reunión. Y lo hizo tan a gusto que, al par de la defecación, lanzó al aire un relincho con el que entonaba de forma bien audible aquello de: “¡Para estiércol el mío!”

Excuso decir que, justo al concluir dicho enunciado, comenzaron a salir de sus distintos escondrijos los otros animales gritando, pataleando, balando, ululando, trisando, cacareando, rebuznando, bufando, gruñendo, gorjeando, bramando, aullando, zumbando, gluteando, musitando y tauteando, mostrando así su más rotundo y enérgico desacuerdo.

Todo hubiese acabado ahí si, de entre todas las voces (que no se sabe bien a ciencia cierta de qué boca o de qué pico salió) no sobresaliera una voz, cándida y gentil, pero con muy mala leche, que remató su discrepancia con aquel eufemístico y grosero dicho que, cual virus maligno, acabaría extendiéndose entre los humanos, conformando una de las expresiones más desconsideradas de su literatura universal:

-¿Cómo? ¿Que tu estiércol es el mejor de todos? –dijo la voz- “¡Y una mierda pa ti…!”

 

Isidro García Cigüenza

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Isidro García Cigüenza

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