IV. ALBERT CAMUS Y EL ORIGEN NIHILISTA DEL TERRORISMO
El segundo aspecto que queremos destacar en esta encomiable obra camusiana es su análisis del tema terrorista. Fenómeno que, como el totalitarismo fascista y comunista, hunde sus raíces y tiene su fuente de origen en el nihilismo ontológico y moral: «Si nuestra época admite fácilmente que se pueda justificar el asesinato, ello se debe a la indiferencia frente a la vida que distingue al nihilismo”, afirmará Camus, que escribe esto teniendo delante los delirios estalinistas. A partir de él, queda solo la historia; y de la pura historia, piensa Camus, no es posible obtener una ética. Fascinado por Dostoievski y por el universo dostoievskiano —inevitables para comprender su propio universo de discurso— Camus se inspirará en la novela Los endemoniados (1872) de Dostoievski (1) a la hora de enfrentar el tema del terrorismo.
Tanto en El hombre rebelde como en su obra teatral Los Justos (2) (1949) Albert Camus dedicará numerosas páginas a analizar el fenómeno del nihilismo ruso de fines del XIX y principios del XX, cuyos puntos culminantes estarán marcados por los asesinatos de Plehve por Sasanov y del gran duque Sergio por Kaliayef, en 1905. Tras unos treinta años de apostolado nihilista sangriento esos acontecimientos “terminan la era de los mártires de la religión revolucionaria” (ibid., p. 155). Camus se esfuerza en ambas obras por analizar la aspiración de estos terroristas nihilistas —claramente errónea y falaz— por volver a crear, tras el estallido de sus bombas, “una comunidad de justicia y amor”, reanudando así una auto encomendada misión salvífica y redentora de la humanidad (ibid., p. 156). Enfatiza asimismo el hecho de que para los nihilistas rusos su acción criminal estaba guiada, en cierta manera, por un espíritu de compasión y por algún tipo de consideración ética, de principios morales.
Habla, por ello, en ambos textos de aquellos terroristas como de una especie de asesinos delicados, con problemas de conciencia, que no eran capaces de lanzar una bomba al paso del poderoso, si éste iba acompañado de inocentes, niños o mujeres (ibid., p. 155). Por eso Kaliayef, al ver que unos niños acompañan al Gran Duque Sergio, no podrá tirar la bomba en su primer intento de atentado (ibid, p. 158). Aducían, además, para justificar su acción terrorista, su disposición a pagar con su propia vida dicha acción criminal (ibid., p. 159) y de hacerlo en nombre de un valor superior, una cierta noción de justicia, valor situado para ellos por encima de la propia vida. Tendían, finalmente, a justificar metafísicamente su acción al considerarse una especie de instrumentos de la historia, profetas y catalizadores del porvenir. Ello era, en efecto, lo que les libraba del sentimiento de culpa, de su mala conciencia: el que mata o tortura conoce una sombra en su victoria, no puede sentirse inocente. Necesitaban, pues, crear la culpabilidad en la víctima misma para que, en un mundo sin dirección ética, la culpabilidad general legitime el ejercicio de su fuerza, y sólo consagre su éxito.
Camus nos muestra en Los Justos cómo Kaliayef, el terrorista protagonista de la obra, trata de redimirse de su acción —sangrienta y culpable— presentándose como una especie de “mártir”, que hace la revolución por la vida, para que los hombres vivan, y por la justicia, para que ella impere: “¡Matamos para construir un mundo en que nadie volverá a matar! Aceptamos ser criminales para que la tierra se cubra al fin de inocentes”, nos dirá en una tensa escena. Por eso, si Kaliayef mata lo hará solo en la medida en que lo crea indispensable. Comprende la contradicción de su acto. Vive, sin duda, en una paradoja dramática: no puede cruzarse de brazos y conservar las manos puras, porque eso ayudaría a que el dolor y la injusticia persistan, pero es consciente de que su acción violenta va a producir irremediablemente mucho dolor y sufrimiento injustos. Pero también está convencido de que “no es posible meter las manos en la masa sin mancharse las manos”.
Lo que preocupa a estos personajes de Camus, señala José Antonio Marina (3), es cómo justificar una revolución, un acto de violencia justos: “Hemos echado sobre nosotros la desgracia del mundo”, dice uno de ellos en Los Justos, “pero algunas veces pienso que es un orgullo que será castigado”. Movido por un noble ideal de liberar al pueblo del yugo del tirano, Kaliayef, líder del grupo de jóvenes nihilistas rusos, elige sacrificarse cometiendo el atentado contra el Gran Duque de Rusia. Acabará por fin con el tirano y restablecerá cierto tipo de justicia, entregando a cambio su propia vida. Él, Kaliayef, el personaje más idealista del grupo, se atreve a reconocer con lucidez que este acto terrible sería, ciertamente, un asesinato si él no muriera también en pago y rescate por haberlo cometido. Solo a este precio —su propia inmolación— admitirán la violencia (aunque sin justificarla plenamente) tanto Kaliayef como sus compañeros, los asesinos delicados rusos, como Camus los denomina.
Enrique Cejudo nos ha hecho ver con lucidez y claridad que el análisis que hace Camus del terrorismo, en estas dos obras, parece estar escrito para el mundo de hoy mismo, pero no tanto para anticiparlo, sino para enfrentarnos a él con más y mejores criterios:
“Una de las características más perversas de nuestros terroristas domésticos es la transmutación del lenguaje que convierte a las víctimas en verdugos y a los verdugos en víctimas, a los enemigos de la democracia en los principales usuarios de esa palabra, a su grupo organizado de asesinos en un producto inevitable del contencioso”.
Además, añade Cejudo, existe una diferencia fundamental entre estos terroristas de nuestro tiempo —que actúan en sociedades democráticas y frente a Estados de Derecho— y los evocados por los textos de Camus, y es que no son en absoluto “asesinos delicados”, como los nihilistas rusos, ni tampoco están dispuestos, como ellos, a la autoinmolación en nombre de la justicia:
“No; actúan de lejos y a cubierto, aprovechan los beneficios de los estados que dicen combatir (financiación de partidos afines, derechos penitenciarios…) y carecen de cualquier prejuicio de orden moral. Su lógica es la de la guerra, no la de la justicia. Sólo los asemeja a los terroristas rusos de los que habla Camus su desplazamiento de la culpa. Si ésta es expulsada hacia la víctima, que es de este modo susceptible de ser sometida a pena (esto es, «arrestado», «ejecutado», etc.) el remordimiento no tiene lugar” (4).
Ni que decir tiene que Albert Camus rechazó expresa y diáfanamente cualquier tipo de recurso a la violencia o al terror en cualesquiera circunstancias. Su experiencia argelina así lo confirma y constata. “Después de todo”, escribe Jean Daniel comentando el pacifismo de Albert Camus, “Gandhi ha demostrado que se podía luchar por el pueblo y vencer sin dejar ni un sólo día de ser digno. Sea cual sea la causa que se defiende, siempre quedará deshonrada por la masacre ciega de una multitud inocente en la que el asesino sabe con antelación que alcanzará a la mujer y al niño” (5). En efecto, desde el momento en que, incluso de forma indirecta o colateral, se justifican ese tipo de acciones, ya no hay reglas ni valores, todas las causas valen, y la guerra sin objetivo ni ley consagra el triunfo del nihilismo.
A lo largo de la historia ha habido muchas tentativas por lograr un hombre mejor y una sociedad mejor y más justa y muchos debates relativos al tema de la licitud o ilicitud del uso de la violencia para instaurar la justicia. El problema no ha estado tanto en los fines por alcanzar como en los medios que utilizar en la consecución de los mismos. ¿Cualquier medio es justificable o legítimo moralmente para alcanzar fines u objetivos que se estiman buenos y deseables? ¿Es lícito el asesinato para preservar un bien estimado superior por la razón de Estado? ¿Puede matarse hoy a otros hombres en virtud de un mañana mejor? (6). Al término del camino es posible que las cosas resulten satisfactorias. Pero ¿a qué precio se habrá llegado al final? La ciudad futura ¿estará levantada sobre un inmenso cementerio? Si tuviera que ser así, Camus no podría tolerarlo. El pide métodos, caminos, veredas limpias. Y consagra su El hombre rebelde y Los Justos a la búsqueda de esa ruta. Si la ruta es sucia, el fin de la misma quedará irremisiblemente ensuciado también.
Y es que para Camus el tema crucial de la política y de la lucha por la justicia es el de la relación entre fines y medios. Solo medios buenos y justos legitiman un fin como justo y bueno. Es célebre, en este sentido, la afirmación expresada por Camus en cierta ocasión cuando le preguntaron a quién elegiría si tuviera que optar entre la justicia y su madre. A lo que respondió: “Entre la justicia y mi madre, yo escojo a mi madre. No creo en una justicia que conduzca a no ver a mi madre”. Con esa respuesta, Albert Camus declaraba explícitamente su total rechazo y desconfianza respecto de una justicia —genérica o en abstracto— que exigiera la comisión de una injusticia (la muerte o desaparición de un inocente) para realizarse como tal; esto es: que demandase el sacrificio de una víctima, de cualquier víctima, para establecerse (7)
Se puede decir sin temor a equivocarnos que toda la moral de Camus está contenida en esta actitud de repulsa hacia toda justificación de la violencia cualquiera que sea el fin al que se opte o la argumentación desde la que se quiera legitimar, tal y como se define con exactitud en este pasaje de las famosas Chroniques algériennes de Camus (tomo III de Actuelles): “Cuando la violencia responde a la violencia en un delirio que se exaspera y vuelve imposible el simple lenguaje razonado, el papel de los intelectuales no puede ser, como se lee a diario, disculpar desde la lejanía una de las violencias y condenar la otra, lo que tiene el doble efecto de indignar hasta la furia al violento condenado y alentar una mayor violencia en el violento declarado inocente” (8).
Pero no se entienda con todo ello que Camus predique la resignación cobarde o la pasividad insolidaria contra el mal y el sufrimiento de los más débiles e indefensos. Todo lo contrario: la rebelión es la suprema obligación moral ante la desigualdad y la injusticia políticas. En su ética de la rebelión, la libertad, la moral y la justicia deben implicarse mutuamente, y por eso mismo autolimitarse. Ni toda violencia es legítima para luchar contra el mal o la injusticia, ni puede tolerarse pasivamente toda injusticia o violencia estructural hecha ya sistema de gobierno, ni proscribirse toda rebelión por considerarla injusta o ilegítima.
En el interesante discurso que Albert Camus pronunció en Estocolmo, en diciembre de 1957, en la recepción del Premio Nobel de Literatura, confesó públicamente por ello que toda su vida y su obra habían estado orientadas por el “deseo de una justicia verdaderamente humana y universal” —esto es, no absoluta— que pudiera vincularse y armonizarse con una libertad también humana, ya que: “La liberté absolue raille la justice. La justice absolue nie la liberté. Pour être fécondes, les deux notions doivent trouver, l’une dans l’autre, leur limite” (9).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) En 1867 Dostoievski asiste al Congreso de la Paz, manifestación genovesa de la izquierda europea: Garibaldi, Louis Blanc, Víctor Hugo, Edgar Quinet, Stuart Mill y Bakunin. Allí parece darse un prestigioso aval a las palabras ultraviolentas de los oradores y a las intervenciones de los revolucionarios, a pesar de no estar invitados. Un año antes, los atentados terroristas se habían multiplicado en Rusia, especialmente contra el zar Alejandro II. Dostoievski se persuade de que los liberales, tan refinados y benignos como parecen, acaban siendo cómplices de los crímenes cometidos o predicados por los apóstoles de la nada. Es allí donde toma la decisión de escribir Los endemoniados —traducida también como Los poseídos y Los demonios en otras traducciones o versiones— obra que tanto va a contar para Camus.
2) A. Camus, Los Justos, Alianza-Losada Madrid, 1982.
3) J. A. Marina, Crónicas de la ultramodernidad, Anagrama, Barcelona, 2004, pp. 152-158.
4) Enrique Cejudo Borrego, “Albert Camus y la filosofía del límite”, op. cit., p. 46
5) Jean Daniel: Camus y el terrorismo en Argelia, El País 17 de noviembre de 2002
6) Jean Paul Sartre en Las manos sucias y Merleau-Ponty en Humanismo y terror discreparían ostensiblemente de la postura ética camusiana. En la obra de Sartre, su protagonista, el activista político Hoederer, acusa a Hugo, el idealista, de una pureza ineficaz y le dice: “No aboliremos nunca la mentira negándonos a mentir” y propugna “ensuciarse las manos” a la hora de gobernar eficazmente. “Yo tengo las manos sucias. Sucias de mierda y de sangre hasta los codos. ¿Y qué? ¿Te imaginas que se puede gobernar inocentemente?”. De la actitud maquiavélica al respecto de Merleau-Ponty en su Humanismo y terror ya informábamos en el anterior epígrafe.
7) Cfr. Antoni Blanch “Nostalgia de una justicia mayor. Dos testimonios: Bertold Brecht y Albert Camus”, Cuadernos CJ, nº 132, marzo 2005, pp. 17-28.
8) Jean Daniel: Camus y el terrorismo en Argelia, loc. cit.
9) El hombre rebelde, op. cit., p. 269. “La libertad absoluta escarnece la justicia. La justicia absoluta niega la libertad. Para ser fecundas, las dos nociones deben encontrar su límite la una en la otra”.
Ver más artículos de
Catedrático de Filosofía
y las Reflexiones…. anteriores