Tomás Moreno: «Reflexiones para el Tercer Milenio, XIV: Tres aproximaciones al poder. Anexo (2/2)

¿TOMAR EL CIELO POR ASALTO O CERCAR Y DESMANTELAR EL INFIERNO? (2/2)

II. MEMORIA DEL MAL TENTACION DEL BIEN

En su nunca suficientemente celebrado ensayo Humanidad e Inhumanidad. Una historia moral del siglo XX, Jonathan Glover, su autor, escribía: “Al principio del siglo [XX] reinaba el optimismo, hijo de la Ilustración, de que la expansión de la perspectiva humana y científica llevaría a la desaparición no sólo de la guerra, sino también de otras formas de crueldad y de barbarie que llenarían la cámara de los horrores del museo de nuestro pasado primitivo” (Cátedra, Madrid, 1999, p. 24). En efecto, a la luz de estas expectativas, el siglo de Hitler, de Stalin, de Mao, de Pol Pot; la infausta época del Gulag, de Auschwitz, de Hiroshima, de Vietnam, de Yugoslavia; y de tantas otras guerras y masacres genocidas, sería seguramente una sorpresa absoluta y trágicamente imprevisible e inesperada. Muchos de estos acontecimientos —casi todos— fueron posibles por el enceguecimiento de hombres y pueblos obsesionados por establecer, hacer realidad, guiados por determinadas creencias ideológicas una gran utopía, una macroutopía definitiva y perfecta: el Tercer Reich nazi, en un caso, el Paraíso comunista estalinista, en otro. O cualesquiera otras de carácter nacionalista, tribal o imperialista.

No cabe duda alguna de que el anhelo o ensoñación de toda utopía es establecer un mundo mejor, una sociedad “bien ordenada”, justa, igualitaria —desde sus variados y diferentes esquemas o prejuicios ideológicos— y, además, de manera inmediata, irreversible, inmodificable, eterna, definitiva, esto es antihistórica e inhumana, sin tener en cuenta su viabilidad o factibilidad (sus posibilidades reales) ni los medios utilizados para lograr sus objetivos finales, que deben ser legítimos y moralmente irreprochables . Tampoco cabe cuestionar que los resultados de tal pretensión han sido siempre violentos o catastróficos. Por eso Goya titulaba uno de sus más celebérrimos grabados con la sabia sentencia: “El sueño de la razón produce monstruos”.

‘El sueño de la razón produce monstruos’ de Francisco de Goya (detalle)

Augusto del Noce, el gran pensador italiano estudioso del gnosticismo político violento, revolucionario y totalitario, en una de sus obras más conocidas (Il suicidio della revoluzione, Rusconi, Milan, 1978) acuñó la noción de heterogénesis de los fines (una buena definición de la palabra “serendipia”, por otra parte) para referirse al hecho, que afecta a muchas de esas utopías llevadas impositivamente a la práctica, consistente en que a menudo nuestras buenas intenciones, al ser realizadas, se convierten en su contrario por un extraño y azaroso mecanismo que nuestra sabiduría popular lograría felizmente expresar mediante el conocido refrán de que “el infierno está empedrado de buenas intenciones”.

En efecto, la búsqueda del Bien Absoluto habitualmente nos lleva a establecer el Mal Total, sin paliativos. Y, lo que es peor, casi siempre bajo la apariencia “alucinada” de justicia, libertad y felicidad. Algo semejante sostenía el pensador anglicano y oxoniense C. S. Lewis: “Tal vez la más opresora de cuantas tiranías existen —escribirá en La abolición del hombre— es la ejercida en nombre del bien de sus víctimas. […] Los que nos martirizan por nuestro propio bien jamás ponen fin a sus tormentos, porque actúan con la aprobación de su propia conciencia. Tal vez vayan al cielo, pero lo más probable es que conviertan la tierra en un infierno” (Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 2000).

En conclusión: desde la Inquisición hasta el nazismo, desde el estalinismo al maoísmo, desde las incontables e impías guerras de religión a los jémeres rojos o a los genocidios tribales ruandeses, de 1994, —entre Hutus y Tutsis—, la mecha que ha encendido la hoguera de la intolerancia, del mal radical y del odio deshumanizador, con masacres, asesinatos, pogromos y persecuciones sin cuento ha sido siempre la misma: el deseo de instaurar el Bien definitivo, absoluto sobre la tierra, con el fin de erradicar el Mal y/o purificar a los malos, impuros, infieles, herejes, rebeldes o disidentes. “Los hombres no hacen el mal por el mal, siempre creen perseguir el bien –- escribe Vasili Grossman, el gran escritor ruso, en Vida y destino, su gran novela (Editorial Debolsillo Contemporánea, Barcelona, 2009, p. 513) —. Sencillamente resulta que por el camino se ven llevados a hacer sufrir a los demás. En ello consistiría la llamada por Hannah Arendt, la ‘banalidad del mal”.

Recordemos también a Tzvetan Todorov el filósofo y lingüista búlgaro, cuando escribía, en su Memoria del mal, tentación del bien, estas palabras: La persecución del bien, en la propia medida que olvida a los individuos que debían ser sus beneficiarios, se confunde con la práctica del mal […]. Allí donde se levanta el alba del bien, perecen niños y ancianos, corre la sangre. Esta regla se aplica tanto a las religiones antiguas como a las modernas doctrinas de salvación, como el comunismo. Más vale, pues, renunciar a cualquier proyecto global de extirpar el mal de la tierra para que reine en ella el bien» (Península, 2002 p. 86-87)

¿Sólo cabe entonces la ciudad infernal?” —se preguntará, el viejo Khan, protagonista de “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino— en lugar de la ciudad paradisíaca, donde se supone reinaría la concordia y todos los hombres serían hermanos, como las utopías del pasado se han afanado en describirnos, como desideratum último o máxima aspiración social. En efecto, cuando, impaciente por los relatos del viajero Marco Polo —que le enfrentaban una y otra vez al mal, al sufrimiento y a la injusticia—, al preguntarle a éste por las ciudades de la utopía, y escuchar de su boca que jamás encontró una ciudad así, el anciano protagonista quedará apesadumbrado, como si el mal significara el último y definitivo argumento y destino de la existencia humana.

El joven Marco Polo, con el que dialoga, lo niega con la cabeza: sabe que el mal existe, pero también sabe que hay una alternativa mejor que aceptarlo sin más y volvernos partes de él hasta no verlo más. No, en absoluto: “La misión del viajero”, le responde Marco Polo, es “buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio” (Italo Calvino, Las ciudades invisibles, Millenium, El Mundo, Madrid, 1999). Algo que, por cierto, ya aconsejaba nada menos que el astuto y avisado Nicolás Maquiavelo republicano, de los Discorsi, en carta a su amigo Guicciardini: “Creo que el verdadero modo de conocer el camino al paraíso es conocer el que lleva al infierno, para poder evitarlo” (Carta a G., 17 de mayo de 1521, en Lettere di Niccolò Machiavelli, Milán, Bompiani, s. f.).

 

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